Paréntesis

Es lo que tiene estar en paro: que te sientes culpable. Da igual que uno se haya quedado sin trabajo por la crisis económica, por un ERE o por una reestructuración empresarial, que te hayas ido con las mejores recomendaciones y con una buena indemnización.

Conforme pasan los días, al alivio inicial del “qué bueno que me libré de tantos marrones” sigue la sensación de que hay algo que no encaja y que no está bien eso de estar en casa cuando todo el mundo trabaja a destajo. Uno empieza a preguntarse si habrá hecho algo mal en su historia personal, si se esforzó lo suficiente o si acaso debería haber sido más simpático con los jefes para que se lo pensaran dos veces antes de darte el finiquito.

Pasado un tiempo, a la culpabilidad se le suma esa sensación de que hay que reinventarse como sea y a cualquier precio. El otro día me decía un amigo, parado de larga duración, que no había día en el que no pensara en iniciar un negocio, en dedicarse a las cosas más inverosímiles o en emigrar a un país lejano y ser uno de esos españoles que salen radiantes por la tele contando que se dan la gran vida vendiendo artesanías en Fiji o dando clases de español en Ulam Bator. El problema es el de siempre, que al final, no se sabe si por optimista o masoquista, la mayoría decidimos quedarnos donde estamos, con la esperanza de que tarde o temprano la crisis económica terminará y que eso que llaman nómina volverá a ser algo tan cotidiano como la vida misma.

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