Pe y yo
Lo mío con Penélope Cruz es algo muy personal y punto. La culpa de todo la tiene un rodaje en el que fui figurante o extra, como dicen en mi pueblo y que me parece más justo para describir ese trabajo en el que uno es solo parte del decorado para darle “credibilidad” a una escena, para que nadie se piense que en este mundo todos van a ser ricos y famosos. Fue una madrugada en una estación de metro. En la escena de “profunda complejidad”, a la voz “Acción” yo tendría que salir corriendo con la mochila roja, prestada para la ocasión por mi compañero de piso, correr por todo el andén e intentar sin resultado coger el metro. A los pocos segundos, en el mismo andén, aparecía Pe –melena al viento, vaqueros ajustados y camiseta de tirantes blancos– y ambos esperábamos el próximo tren. Finalmente llegaba, nos subíamos –en vagones separados para mi pesar– y listo, finalizaba la escena.
Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el andén (“ahora más rápido, ahora más lento, ahora caminando”) mientras que Pe solo aparecía fugazmente a repetir su parte, tras descansar en su camerino. En esos momentos estábamos los dos solos en el andén. Yo sudando a mares, despeinado y hambriento, y Pe, derrochando glamur, a tan solo tres metros de distancia y de espaldas porque está visto que las estrellas, salvo por exigencias del guión, nunca miran a los figurantes (sobre todo cuando están liadas –en esa época– con Tom Cruise, el más raro de todos los Cruises de toda la vida).
Llegué a casa a las cinco de la mañana, muerto de cansancio, dolido con Pe (con lo majo que soy habríamos hecho grandes migas), pero feliz porque por fin saldría en la gran pantalla. Años después, me descargué la película por Internet –que pagar por ver lo que la crítica por unanimidad calificó como un bodrio es masoquismo puro y duro–, la vi una y otra vez y, para mi sorpresa, la escena del metro había desaparecido por completo. Fijo que fue por capricho de la Pe esa.
Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el andén (“ahora más rápido, ahora más lento, ahora caminando”) mientras que Pe solo aparecía fugazmente a repetir su parte, tras descansar en su camerino. En esos momentos estábamos los dos solos en el andén. Yo sudando a mares, despeinado y hambriento, y Pe, derrochando glamur, a tan solo tres metros de distancia y de espaldas porque está visto que las estrellas, salvo por exigencias del guión, nunca miran a los figurantes (sobre todo cuando están liadas –en esa época– con Tom Cruise, el más raro de todos los Cruises de toda la vida).
Llegué a casa a las cinco de la mañana, muerto de cansancio, dolido con Pe (con lo majo que soy habríamos hecho grandes migas), pero feliz porque por fin saldría en la gran pantalla. Años después, me descargué la película por Internet –que pagar por ver lo que la crítica por unanimidad calificó como un bodrio es masoquismo puro y duro–, la vi una y otra vez y, para mi sorpresa, la escena del metro había desaparecido por completo. Fijo que fue por capricho de la Pe esa.
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