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Muertitos

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La primera semana de noviembre la publicación más esperada en mi pueblo no eran los diarios, ni las revistas del corazón, ni los cómics, ni siquiera los semanarios deportivos sino el especial de los muertos, un suplemento que editaba un periódico cada dos de noviembre y que no era otra cosa que una sucesión de esquelas y obituarios de todos los muertos del año o que estuvieran celebrando sus las bodas de plata o de oro en el más allá. Era el acontecimiento del mes, las ediciones se agotaban, las vecinas se lo iban pasando de en mano en mano y sustituía el Hola en consultorios y peluquerías. Si usted quería saber quien y cómo había muerto ese año, tenía que leerlo. Había muertos de todas las clases y para todos los gustos, desde el pobre al que solo le sacaban un octavo de página con su nombre y fecha de fallecimiento hasta el rico, al que le dedican página completa, foto enorme y un poema casi siempre cursi en el que la familia mostraba su dolor por pérdida tan lamentable. “Abnegado, f...

El filósofo

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Carlitos vendía refrescos en una playa de Nicaragua. Con tan solo nueve años se pasaba el día caminando descalzo por la arena con una mini hielera a los hombros y siempre atento a la llegada de sedientos turistas. Como el día estaba flojo tenía tiempo para jugar un rato con las olas del mar y pensar en lo que le diría a su madre cuando llegara a la casa con tan poca plata. La vida siempre había sido dura y un poco cruel en Nicaragua, decían a menudo sus tíos mayores mientras hacían recuento de todos los que habían emigrado a Estados Unidos o a Costa Rica en busca de una nueva vida. Y él, sentado solo en la playa, pensaba que a lo mejor tenían un poco de razón sobre todo cuando veía a los hijos de turistas ricachones del vecino país jugar alegremente en la arena mientras él tenía que andar de arriba abajo vendiendo coca colas y recomendándoles a todos probar el vigorón* de su Tía Mirna que tenía un destartalado puesto a la entrada de la playa. Así le resumió aquel chiquillo su vida a ...

Otros tiempos

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Viajar ya no tiene ninguna gracia. Es lo que siempre concluyo después de leer los diarios antiguos de mi pueblo cuya sección de sociedad estaban repletos de notas alusivas a los viajes que realizaban los más pudientes. Podían ser pequeños textos o bien cuartos de página acompañados por la fotografía de la gentil damita que salía mañana para Miami en viaje de quince años, de Cuquita de la Ruy que haría un tour por Europa acompañada de su distinguida madre o del joven ilustre Gerardo Rodríguez, hijo del destacado doctor del mismo nombre, que se iba a México a estudiar medicina. Entonces los periódicos servían para algo: para despertar la cochina envidia de los demás y para congregar en el aeropuerto a los más cotillas. Según mi padre la terminal aérea siempre estaba a reventar no por los viajeros, que eran los mismos cuatro gatos de siempre, sino por la cantidad de curiosos que se congregaban ante la salida de cualquier vuelo. Desde los balcones la multitud seguía en vivo y en direct...

La crueldad de la gente buena

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A menudo se lamentaba una amiga de lo mala que solía ser la gente buena. No lo hacían con mala intención pero cuando se lo preguntaban la dejan triste y bastante apesadumbrada, con y un sentimiento de tota inutilidad frente a la vida. “¿Para cuando los hijos, que ya os estáis haciendo mayores?” Después cumplir treinta y cinco años familiares, amigos y vecinos se la repetían como un mantra, como un reclamo del coro griego a la heroína que se niega a cumplir el papel que el destino le ha marcado. El drama era que ella si que quería y estaba dispuesta a sacrificarse, llevaba intentándolo varios años pero ni la madre natura ni ninguna técnica de fertilización daban resultado. ¿Cómo decirles que había llorado noches enteras? ¿Cómo expresar la frustración que sentían ella y su marido? Hay cosas que no se pueden decir con palabras y esa era una de ellas. Bastaba con verla mirar a un bebé para comprender lo que estaba sufriendo. La historia de mi amiga tuvo un final feliz, hoy es madre de un p...

La paz del dormitorio

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Eran las dos de la mañana y dormían profundamente. Ella abrazada a la espalda de él, y él roncando con la tranquilidad que da estar en su propia habitación. Algunas revistas desperdigadas por el suelo, un poco de ropa encima de un carrito de supermercado y encima de una caja cartón un tetrabrik de vino y una barra de pan a medio terminar. Podría ser una escena cotidiana de cualquier matrimonio de mediana edad sino fuera porque estaba sucediendo en mitad de una céntrica plaza madrileña. La fauna nocturna iba y venía en ese sábado invernal mientras ellos, ajenos al ajetreo, probablemente soñaban con un tener un techo y una vida como la del todo el mundo. No se sabe si por respeto o por el frío que hacía, quienes pasaban al lado de esa pareja que tenía a Madrid por dormitorio, lo hacían en absoluto silencio como si estuvieran contemplando a un par de ángeles caídos cubiertos con un viejo edredón.

La vida desde un árbol

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Decía mi abuela que se dio cuenta que estaba envejeciendo el día en que no pudo subirse más a los árboles. Según ella, subir a un árbol, sentarse en una de sus ramas, sentir como te acaricia el viento y ver el sol brillar por entre sus hojas era una de esas experiencias por las que valía la pena haber nacido. De niña lo hacía todos los días aún a riesgo de romper vestidos nuevos o de que su madre la castigara por perder el tiempo. En la adolescencia, en esa edad del recato y del pudor, mi abuela confesaba que seguía haciéndolo a hurtadillas para no dar de qué hablar a la gente, si estaba dando un paseo y de repente descubría que nadie la veía corría al primer árbol para subir a él y tener esa maravillosa sensación de libertad, “¡cómo gozaba haciéndolo!”, contaba mientras se reía como solo ella sabía hacerlo. Casada y convertida en madre de familia los niños fueron la excusa perfecta para seguir subiendo a los árboles, no quedaba tan mal porque estaba jugando con sus pequeños, “eso sí...

El caribeño

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Mi jefe estaba desesperado. No sabía que hacer conmigo. Me había contratado para ser la alegría de la redacción, ejercer de “caribeño” cachondo en suelo español y había resultado un muermo de inmigrante. No vestía con colores chillones, no hablaba con ese acento cantarín de los cubanos y dominicanos -sino con uno “indefinido latinoamericano”- encima no me gustaba la salsa. “A decir verdad de aburrido pareces inglés”. Era un buen tipo, se notaba que me apreciaba y la verdad que me daba pena ser causa de su tristeza. Fue inútil que le explicara los mil acentos que existen en América Latina, que le dijera que lo mío era un defecto de fábrica pero que si buscaba bien, tarde o temprano, encontraría al caribeño de sus sueños. El hombre estaba acabado y yo más porque no había estado a la altura de los estereotipos, algo inaceptable aquí y en medio mundo. Así que días después para evitar que me despidieran por falta de vocación “sudaca”, y de paso alegrar al pobre hombre que bastante tenía co...