La vida desde un árbol

Decía mi abuela que se dio cuenta que estaba envejeciendo el día en que no pudo subirse más a los árboles. Según ella, subir a un árbol, sentarse en una de sus ramas, sentir como te acaricia el viento y ver el sol brillar por entre sus hojas era una de esas experiencias por las que valía la pena haber nacido. De niña lo hacía todos los días aún a riesgo de romper vestidos nuevos o de que su madre la castigara por perder el tiempo. En la adolescencia, en esa edad del recato y del pudor, mi abuela confesaba que seguía haciéndolo a hurtadillas para no dar de qué hablar a la gente, si estaba dando un paseo y de repente descubría que nadie la veía corría al primer árbol para subir a él y tener esa maravillosa sensación de libertad, “¡cómo gozaba haciéndolo!”, contaba mientras se reía como solo ella sabía hacerlo.

Casada y convertida en madre de familia los niños fueron la excusa perfecta para seguir subiendo a los árboles, no quedaba tan mal porque estaba jugando con sus pequeños, “eso sí muy de vez en cuando”, puntualizaba para dejar claro que primero estaban sus obligaciones con su marido y sus ocho hijos, “es que nadie se imagina lo que trabajábamos las mujeres en aquellos años, había que salir de la pobreza y no quedaba tiempo para nada”. Convertida en abuela, siguió amando a los árboles y aunque con menos energía se subía unos segundos a las ramas más bajas para cumplir con el mágico ritual. “Hasta que un día no pude más. Fue lo más triste del mundo”, concluía pensativa mirando por la ventana los árboles de su jardín.

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