¡ Que viene la Reina !

La verdad que nunca entendí por qué cada vez que venía alguna figura importante a mi país yo -y todos los alumnos de las Escuelas del centro de la ciudad- teníamos que apostarnos en las calles, esperar durante horas y por fin agitar banderitas al paso de la comitiva de visitantes. Los preparativos comenzaban meses antes, tras el anuncio oficial de la llegada de un ilustre personaje. En los días posteriores la rutina escolar se alteraba por completo: las maestras se pasaban el día aleccionándonos sobre país del visitante, aprendíamos canciones regionales por si el famoso de turno se bajaba del coche sorpresivamente para saludarnos -"Nunca se sabe, que esa gente es muy caprichosa", solía decir con desdén mi maestra- y todos los días tocaba simulacro: durante horas, y bajo un sol de justicia, ensayábamos en la calle para aprender a ondear rítmicamente las banderitas. Por fin llegaba el día esperado -casi siempre festivo, cómo se nota que en aquella época todos los mandatarios del mundo nos tenían manía a los escolares- y acudíamos con nuestras mejores galas, incluidas las profesoras, que se notaba que el día anterior, por si acaso, habían pasado por la peluquería. Fue en una circunstancia como esa que por primera vez conocí a su alteza, la Reina Sofía. Sudando a mares, en plena discusión con un compañerito, enfadado porque para no mancharnos no nos dejaban comer helados, apareció el coche oficial y al grito eufórico "¡Que viene la Reina!" comenzamos a agitar las banderitas de España y Costa Rica. En 30 segundos pasó doña Sofía frente a mí, ella fresca como una lechuga dentro de su coche climatizado, sonriendo feliz y agitando al aire su real mano, y yo afuera a punto de desmayarme por el sofoco. Ese fue el primer recuerdo que guardo de la Monarquía de este país

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