Rebelión

Cómo no suelo plantarme y suelo rehuir del conflicto siempre celebro cuando me amarro los pantalones y mando a la gente a freír churros como en mi primer trabajo: tenía el jefe más gritón del mundo, se pasaba el día gritándome y si por ejemplo si en un texto se me había olvidado poner una come el hombre hiperventilaba, golpeaba su escritorio y perdía el control. Su mal carácter era mítico en la escena nacional, se contaba que siendo viceministro en un ataque de rabia había cogido a patadas la puerta de su despacho. 

Aguanté estoicamente durante meses, y creo que al final hasta empecé a hablarle a gritos porque no paraba, de feria como yo salía a las cuatro de la tarde para llegar a tiempo a la Universidad a las 3:50pm me llamaba a su despacho para perdirme cosas absurdas que evidentemente podían esperar un día. Al final, con la secretaria y el mensajero tuve que idear una estrategia para irme en paz, dejaba el dejaba el maletín en recepción y siempre alguno de los dos se acercaba para decirme en voz alta que me buscaban en recepción, yo me levantaba y cuando estaba seguro que no me veía pegaba carrera hasta la puerta sin despedirme.  Pese a ello más de una vez,  literalmente me persiguió por la oficina para que no me fuera.

Por fin, un día me harté y al final del día le entregué la carta de renuncia. Como era de esperar empezó a pegar alaridos de qué “era aquello” y cómo iba a dejar todo tirado. Yo tomé airé y tuve un “sincericidio bestial” diciéndole todo lo que pensaba de él, lo mal educado que me parecía y lo raro que se me hacía tratar con una persona tan malcriada porque yo venía de una familia en la que nunca nadie se gritaba, que como trabajar para Fidel Castro y Pinochet al mismo tiempo y que lo mismo pensaba todo el personal, que nadie lo quería (de hecho cuando no estaba la secretaria sacaba dinero de la caja chica y nos invitaba a almorzar o a merendar por todo lo alto solo para celebrar que no estaba) y que me tenía que ir YA porque no lo soportaba.

Desconozco el alcance de mis palabras y si el señor cambió su carácter pero, aunque me temblaban las piernas, salí feliz de la oficina, con portazo incluido –siempre lo había querido hacer- cogí mi maletín y nunca más regresé. 


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