La mirada

Mi tío había muerto trágicamente ese día y como de costumbre en la familia, todos corrimos a refugiarnos en el lugar más seguro del mundo: la casa de mi abuela. En momentos de tormenta era el lugar perfecto para guarecer y esperar a que el sol volviese a salir. La gente iba y venía en medio de la atmósfera más gris que hasta ese momento había vivido y era imposible no sentirse embargado por la tristeza, por el dolor por la pérdida de Tío German que al menos para mí, siempre había sido sinónimo de optimismo, diversión y de un raudal de alegría que convertía cualquier lunes en un sábado. 

Durante todo el día yo había estado aguantado estoicamente las ganas de llorar hasta que –como suele pasarme siempre- las lágrimas me comenzaron a brotar sin parar y cómo nunca he podido llorar en público, salí a toda prisa hasta el corredor a sentarme en una de las bancas para desahogarme con tranquilidad sin que nadie me viera cuando de pronto apareció mi abuela en la puerta para preguntarme qué estaba haciendo ahí solo, "¿Qué voy a estar haciendo? Llorando, no sé qué voy a hacer sin tío”. En una persona tan cálida y maternal como era ella, especialista en dar cariño y contención, lo normal habría sido que me abrazase e intentase calmarme, pero se quedó paralizada en la puerta, con una mirada de profunda tristeza que lo decía todo porque, aunque hubiera querido tranquilizarme se había quedado “muda”, no tenía fuerzas suficientes porque ella misma estaba rota, desolada por dentro. Se quedó unos minutos mirándome en silencio a la distancia y cabizbaja se fue para dentro. 

Había olvidado por completo esa imagen hasta un día de éstos en que pensando en lo afortunado que había sido en tener una abuela como ella, eternamente pendiente de sus hijos y nietos, me vino a la mente ese día insólito y triste  en el que por única vez en la vida no pudo consolarme.  

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