Periodistas y políticos
Quizá no seamos parte del star system político, y salvo excepciones, nunca figuremos en las listas electorales de los partidos políticos, pero no cabe duda de que en una democracia los periodistas cumplimos una evidente función política, muchas veces discutida y casi siempre olvidada por nosotros mismos (pero no por los propietarios de los medios de comunicación que la tienen siempre muy presente).
Por falsa modestia, por temor o por la misma prisa, ama y señora de todas las salas de redacción, los periodistas pocas veces nos detenemos a pensar en el trabajo que realizamos y lo que significa para un sistema político tan vulnerable y atravesado por tantas contradicciones como la democracia.
Un cuarto poder o un contrapoder, la discusión es amplia, y tiene tantas y tan variadas vertientes que la mayoría de teóricos siguen sin ponerse de acuerdo al respecto. En lo único que todos concuerdan es que los periodistas desempeñan un papel político que más que un privilegio se constituye en una gran responsabilidad, que a menudo se nos escapa de las manos.
Según algunos estudios, en una democracia la mayoría de personas adquieren el conocimiento sobre el sistema político y sus instituciones valiéndose de la información que aparece en los medios de comunicación. Los textos constitucionales, códigos, leyes y los cientos de documentos oficiales son conocidos tan sólo por los expertos y una minoría de ciudadanos. Es decir que la información que elaboramos los periodistas se constituye en la única posibilidad que tiene la opinión pública de conocer el sistema político.
Si la información de los medios deja entrever, por ejemplo, que hay una crisis de legitimidad en el aparato del estado, la tendencia del ciudadano de a pie será volverse más desconfiado y apático hacia lo que representa un régimen en el que todos sus ciudadanos, al menos en teoría, pueden escoger a sus gobernantes.
De igual forma, los medios de comunicación suelen influir con bastante frecuencia en la escena política y sobre sus principales actores, llegando a determinar la agenda política. Es frecuente que denuncias en los medios acaben por convertirse en tema de discusión en las reuniones de los altos mandos ministeriales y en el Congreso de Diputados. Así, muchas informaciones realizadas sin más intención que la de informar estén en la génesis de grandes proyectos legislativos o de controvertidas destituciones.
El vértigo que puede producir el saberse depositario de tan inmensa responsabilidad, lejos de producirnos la típica arrogancia de quien sabe que puede influir en los poderosos, debería hacernos reflexionar sobre lo que significa nuestra profesión para la supervivencia de las democracias, sobre todo en una época en la que muchos parecen desencantados con el sistema y con sus líderes.
No hay nada peor para un sistema político tan vulnerable como la democracia, basado en el consenso y en la representatividad que la apatía de sus ciudadanos no sólo hacia los procesos electorales —que no lo son todo en esta forma de gobierno — sino ante el trabajo que realizan sus representantes en ayuntamientos, provincias y comunidades.
En una situación como esa el periodista debe transformarse no sólo en gendarme del sistema democrático, sino en un actor activo, con voz y voto —aunque parezca una herejía del viejo postulado de la neutralidad y objetividad profesionales, que en más de una ocasión ha servido para perpetuar las injusticias de los poderosos— capaz de reclamar a la clase política la profundización de la democracia y de apostar por la renovación de sus estructuras.
Los gobernantes, por su parte, y como complemento a esa función política del periodista, tienen una ineludible responsabilidad comunicacional. Gobernar en una democracia es comunicar con eficiencia y permitirle al ciudadano conocer la forma en la que los elegidos por el pueblo pretenden solucionar los grandes desafíos que imponen los tiempos presentes.
Y si la única forma —salvo en raras ocasiones— que tiene la administración de entrar en contacto con los ciudadanos es mediante los medios de comunicación, ningún gobierno democrático y ningún partido político, puede darse el lujo de cerrar sus puertas a la opinión pública y entorpecer la labor de la prensa. Hacerlo significaría negar la misma esencia de nuestro sistema de gobierno, el cual, para funcionar, necesita y exige el libre flujo de la información.
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