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Viajeros

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Entonces era una aventura ir al aeropuerto. Se iba no solo a ver los aviones sino a los viajeros, sobre todo a los que llegaban y que por un instante se transformaban en una especie de héroes venidos de otros mundos que volvían a la patria cansados pero con mil aventuras que contar. En ese entonces solo había tres clases de viajeros: los que venían de Estados Unidos, los de México y los del resto del mundo que a nadie interesaban: Europa quedaba demasiado lejos, América del Sur no estaba de moda y nadie con dos dedos de frente se iba hasta China de vacaciones. A simple vista era muy fácil reconocer a los viajeros, los de Estados Unidos llegaban con veinte maletas, con osos de peluches de un metro e impolutos, estrenando zapatillas de marca blanquísimas, con aires de "ni te atrevas a mirarme que me he subido en un avión" y casi siempre mezclando castellano con alguna palabra en inglés para que se notaran que habían estado en la Yunai . Los de México por su parte llegaban con

Promesas

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Dicen que de todas las promesas que hacemos las más importantes son las que nos hacemos a nosotros mismos y sobre todo, las que nos hacemos cuando somos niños. La infancia es lugar mágico en el que pese a nuestra corta experiencia percibimos la vida en su estado puro y sabemos distinguir con pasmosa claridad lo que es importante en la vida y lo que es absolutamente innecesario. Es a ese ser, de seis o diez años a quien le tenemos que rendir cuentas, explicar por qué nos convertimos en una persona absolutamente distinta de la que queríamos y por qué no nos cumplimos esas promesas que hicimos frente al espejo o mientras jugábamos con nuestros amigos en las largas tardes de verano. En mi caso lo tenía claro: me prometí nunca ser un adulto amargado, reírme mucho y por todo, como me gustaba, querer "hasta el cielo" a mi familia, tener montones de amigos con los que jugar todo el tiempo, cantar y bailar sin parar. Mucho me ha costado mantener esas promesas pero lo estoy intentand

La vida, tan chiquitica

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En sus últimos días mi abuela siempre se quejaba de lo corta que había sido su vida. Apenas había tenido tiempo para ser la niña pícara que adoraba subirse a los árboles, la aprendiz de maestra que soñaba con dedicarse a la educación toda su vida, la joven esposa,  la madre de ocho chiquillos que la mantuvieron ocupada durante toda su vida y la feliz abuela que disfrutaba de la compañía de sus nietos. ¿Por qué irse tan pronto con tan solo 90 años? ¿Por qué dejar a los suyos en la mejor etapa de su vida? Todo había transcurrido a velocidad vertiginosa, era absolutamente injusto...para ella y para todos los seres humanos. Cuando tienes veinte o treinta años hay más tiempo que vida y sabes que lo que no hiciste hoy lo harás mañana, a los cuarenta empiezas a percatarte que a hay muchas cosas que probablemente nunca harás en la vida, a partir de los cincuenta empiezas a volverte un poco nostálgico, a mirar las cosas con la ternura de un viajero que sabe que a lo mejor no volverá andar

Fotógrafos

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En una época en la que pasamos la mitad del tiempo haciéndonos selfies y la otra intentando quedar bien en las fotos que nuestros amigos publican en las redes sociales  tendemos a olvidar a quien tomó la fotografía, a ese gran ausente que por mil razones no quiso o no pudo aparecer en esa instantánea para inmortalizar ese momento y que la mayoría de las veces tendría más de mil razones para ser retratado. El que no sale en la foto es parte de la historia, incluso a veces el más importante, los álbumes de nuestra vida están llenos de fotos que alguien nos hizo porque estaba viviendo un momento especial o porque ese día nos vio más bonitos de lo habitual y quiso capturar ese instante. Ese abuelo que fotografió a sus nietos mientras jugaban, esa hija que decidió que su madre estaba guapísima para la cena de Año Nuevo y que había que retratarla para la posteridad, esa pareja que en el último verano te tomó una foto mientras mirabas distraído el mar porque te vio radiante,  el hermano que

Papalotes

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Conseguir una cuerda resistente, retazos de tela y portarme bien. Eran los tres requisitos que me pedía mi tío para llevarme a volar "papalotes". A mis cinco años me sentía el chico más afortunado del planeta porque si había algo que me gustaba era volar papalotes y estar con mi tío que no paraba de hacerme reír con sus ocurrencias, mejor que ir a Disneylandia. La ceremonia siempre era la misma: armar la cola con retazos, comprobar que la cuerda era lo suficientemente resistente y lo mejor de todo, comprar el papalote más vistoso de la tienda aún sabiendo que duraría poco porque bastaba una mala caída a tierra para romper el papel del que estaba hecho, duraban poco, apenas para verlos volar en el horizonte  y sentirse infinitamente feliz por un instante. Los papalotes eran efímeros pero la alegría que te daban duraba semanas, cada vez que recordabas el momento triunfal en el que veías ascender el papalote entre saltos de alegría y la eterna sonrisa de mi tío, tan fugaz como

El Pintalabios

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Cuenta mi madre que el día que se murió su cuñada, lo único que pensaba era que la pobre estaba ahí en la funeraria sin maquillar y eso la tenía más triste aún sobre todo porque durante toda su vida mi Tía había sido una coqueta de primera línea, su melena siempre impecable, vestida de domingo, perfumada y lista como si fuera a una recepción de esas que salían en las revistas del corazón -y a las que siempre soñó ir- para ir al supermercado a comprar el pan de la mañana. Educada para triunfar en sociedad, para ser la esposa perfecta y brillar en sociedad había cometido el "error" de ser madre soltera, imperdonable para una señorita de buena familia. Mi madre se recriminaba haberse olvidado "precisamente ese día" de su carterita de maquillaje, por la mañana unas primas lejanas habían le habían llevado unas pinturas viejas que acabó tirando por la basura, imposible maquillar a Eli con pinturas desgastadas, rescatadas de la basura...los muertos tienen su dignida

Culpable

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Cuenta mi amiga que durante años se sintió culpable. Su padrastro le decía que era una malagradecida por no valorar cuanto la quería y todos esos "cariñitos" que le hacía cuando estaban a solas, en lugar de renegar debería sentirse la niña más feliz del mundo, "va a ver como un día de estos Tatica la va a castigar". Así que pasaba días enteros esperando que le cayera un rayo o le pasara algo muy malo porque seguramente a todas las niñas del vecindario le pasaba lo mismo y ninguna andaba quejándose o con carita triste como ella se veía cada vez que se cepillaba los dientes. Lo que más le confundía era que su madre siempre la sermoneaba por desobediente al tiempo que en voz baja le suplicaba que "por favor" no contara lo que pasaba en la casa. No entendía nada de nada: si no era algo malo y era normal ¿por qué no podía contárselo a nadie?  El día que lo entendió todo, dejó de sentirse culpable y se fue de casa para jamás regresar.