Entradas

Saudade

Imagen
Cuenta Ari que de pronto rompió a llorar como un niño. Hasta entonces había llevado relativamente bien la separación, como después de todo él mismo había tomado la decisión de dejar a Raquel por razones que a la fecha es incapaz de precisar, desde el principio decidió tomarse la cosas con filosofía y asumir con relativo entusiasmo su nueva vida de soltero: jornadas intensas de trabajo, padel, gimnasio, cursos de idiomas y noches eternas de juerga. Sin embargo ese día en cuestión de segundos cambió todo precisamente cuando, por fin, había ligado con una chica estupenda. De repente sin saber cómo ni por qué en medio de besos y caricias empezó a sentirse irremediablemente triste y a echar de menos a Raquel, es lo que tienen las razones del corazón que siempre son inoportunas. Primero fue un hilito de tristeza que poco a poco fue conviertiéndose en un mar de nostalgia, de ganas de echar el tiempo atrás y volver a esos días en los que las cosas tenían sentido. Acabó sentado al borde de la

Exilio

Imagen
Antes de cerrar la puerta como de costumbre revisó que todo estuviera en su sitio. Cuando salía siempre hacía lo mismo: recorría rápidamente la casa para comprobar, por ejemplo, que los electrodomésticos estuvieran apagados, que las toallas estuviesen colocadas como le gustaba y, para echarse una vanidosa mirada en el espejo del salón. Sin embargo, como ese día era diferente decidió hacerlo con más calma: meses antes, su mujer durante una fuerte discusión le había soltado un escueto “es mejor que te vayas” y él, incrédulo al principio y resignado al final, estaba a punto de dejar su hogar sin entender muy bien las razones de la separación. Caminó descalzo muy lentamente por el pasillo y las habitaciones, acariciando con la mirada cada objeto y rincón, quería grabar en la memoria cualquier detalle desde el azucarero con dibujos orientales sobre la mesa de madera hasta las hiedras del jardín que de seguro en primavera reverdecerían. Agradeció a la casa cada instante de felicidad - d

Nosotros que nos queremos tanto

Imagen
Mi madre cocinaba al ritmo de boleros. De pequeño me gustaba escucharla mientras yo jugaba o hacía lo deberes. Ella decía que no tenía una gran voz pero a mí me parecía que cantaba tan bien como Libertad Lamarque sobre todo por que lo hacía con sentimiento, y hasta se le escapaba alguna lagrimilla cuando cantaba alguna de esas canciones. A los ocho años no entendía cómo una simple melodía podría emocionarla tanto para mí los boleros eran de Marte sobre todo porque en ellos, en la peor de las situaciones, siempre había alguien que sufría por amor o en el mejor de los casos, los dos sufrían por amor. ¡Vaya lío el mundo de adultos! Para mi todo era tan simple como querer a quien te quiere y no querer a quien no te quiere y punto final. Hace poco volví a escuchar completo un viejo disco de boleros, puse el CD me dejé caer en el sofá y a los cinco minutos estaba envuelto en todas esas historias de encuentros y desencuentros, de grandes amores, y de despedidas inexplicables. Entonces ent

Lugares benditos

Imagen
Hay decenas de lugares en Madrid en los que pondría placas conmemorativas al estilo de esas que recuerdan a los héroes de las grandes guerras solo que las mías más bien rendirían homenaje a pequeñas batallas cotidianas, a esos instantes de felicidad que he disfrutado en esos bares, cafés, plazas y restaurantes. El primer beso, el “último” vino, la cálida bienvenida, la enésima despedida, la confesión inesperada, la cena romántica del fin de semana, la juerga del sábado, el abrazo dominguero con una caña en la mano...todos esos lugares han sido escenario de gestos cotidianos que han marcado y siguen marcando mi día a día. Las placas tendrían leyendas intrascendentes como "Aquí el suscrito probó junto a sus amigos de siempre el mejor vino", "Aquí descubrió la mirada más dulce", "Aqui aprendió que no es buena idea mezclar licores", "Aqui sentado al sol supo que por fin, la primavera estaba llegando" .Por eso suelo decir que más que ir a los lugar

Posdata

Imagen
Nunca se imaginaron esos pequeños mensajes cotidianos escritos a toda prisa detrás de una factura, en un post-it o en cualquier papel que tuviéramos a mano que algún día se convertirían en cartas de amor. En su momento poca importancia le dimos, hay que estar loco para dar pensar que una simple lista de la compra, un “No te olvides de llamar a tu familia” o “¿Y si cenamos afuera?” vaya tener alguna trascendencia, pero con el paso del tiempo esos papelitos sin importancia se transforman en testigos de una historia. De repente un día nos los encontramos en el cajón de la mesa de noche, los miramos con ternura, sonreímos o se nos escapa alguna lágrima furtiva sobre todo cuando algunos de ellos terminan con una pequeña postdata: “Te quiero”.
Imagen
Es lo que tiene el desamor, que de repente empiezas a fijarte en los detalles, en las pequeñas cosas que adoras de esa persona que has perdido o estás a punto de perder. La forma en que sonríe cuando ha tenido un buen día, cómo camina de prisa cuando quiere llegar al cine y ver la peli de su vida (otra vez), cómo se peina por las mañanas mientras intenta no dormirse frente al espejo, con la ilusión que come un plato de pasta hecho a toda prisa o como te da los buenas días con una mirada que espanta nostalgias y destierra muertes y olvidos. Es lo que tiene el desamor, que te pasas el día haciendo un inventario de todas esas cosas insignificantes que por nada del mundo te habrías perdido pero de las que estás a punto de despedirte. De repente quieres detener el tiempo, grabar en cámara lenta todos esos pequeños momentos y sentir que son parte de tu alma.

La última carta

Imagen
En esta era de Internet, en la que los correos vienen y van, no hay que guardar cartas sino atesorarlas, como testimonio de una lejana época en las que la inmediatez no existía y las cartas de puño y letra reflejaban lo mejor (o lo peor) de cada uno. En un cajón tengo guardadas las pocas que he conservado, es lo malo de la vida pseudonómada que te obliga a irte desprendiendo de muchas pequeñas cosas igual que los árboles en otoño, que sin querer van diciendo adiós a sus hojas. Acabo de leer la última que recibí, del año 2006. Me la escribió una hermana de mi abuela que a sus 90 años y casi ciega, decidió contarme lo feliz que estaba con su vida porque a sus años seguía siendo independiente, le habían “puesto” un apartamento muy bonito en el barrio de toda su vida y podía ir al correo y salir a hacer sus compras sin que nadie la llevara, que era lo más le gustaba. En la carta, además, me envía un recorte de la vez en que yo salí en el periódico por si no lo tenía y me pide una foto pa