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Amores públicos

Que Iker y Sara como cualquier par de tortolitos paseen su amor por medio mundo no tiene nada raro. Es absolutamente normal en una pareja de jóvenes enamorados que tiene la vida por delante y miles de cámaras deseosas de inmortalizar el más pequeño gesto de la pareja del mundial. Lo malo, al menos para los que somos puristas de esta tan denostada profesión de periodista, es que él sea la fuente y ella la redactora que se ha encargado de cubrir “objetivamente” para todo el público la información sobre la Copa del Mundo. Durante el mundial cada vez que los veía juntos, ella entrevistándolo con toda la seriedad y formalidad que se puede tener con la persona que se han compartido muchas noches, y él tan espontáneo besándola ante las cámaras me sentía un poco “demodé” porque en mis tiempos aquello hubiera sido un delito y probablemente sus jefes al enterarse la habrían puesto a cubrir cualquier cosa menos fútbol. Entonces se creía que existía un compromiso con el público y que en situacion

El amor en tiempos de los SMS

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“sto n fncna”. Mi amiga se quedó de piedra cuando recibió en su móvil este mensaje de su marido. Primero, poco habituada a la moda le costó leer el mensaje. Cuando lo entendió se intrigó aún más porque hacía cinco minutos que él había bajado a comprar tabaco y no entendía bien que era lo que no le “funcionaba”: el móvil, el telefonillo de la puerta principal, el ascensor, la máquina de tabaco o sabe Dios que cosa. Visto lo visto le envió un sms con el texto: “¿Cari: q n t fncna?” . Como el susodicho tardaba en contestar ella misma decidió comprobar si el telefonillo, el ascensor, el teléfono y todos los aparatos de casa no estaban estropeados. Aliviada porque todo estaba en orden se disponía a fumarse un pitillo cuando recibió otro sms: “Nstro mtrmnio.M vy”. Asunto aclarado: su marido la había abandonado. Una "original" excusa -por variar, podría haberselo currado un poquito y decir que iba a por el pan- , un sms -en eso si que innovó- y veinte años de matrimonio borrados de

Parques anti-persona

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Hace algunos meses un arquitecto de vanguardia se jactaba de haber diseñado en Madrid un parque revolucionario que recuperaría “espacios” para el ciudadano y ahuyentaría a los sin techo y demás pandillas urbanas que solían pasar las horas muertas en la antigua plaza. La clave, según el profesional, estaba en pocos árboles o ninguno, espacios abiertos, hormigón en vez de césped, una miniárea de juego para niños y la joya de la corona, unos bancos tan incómodos en los que nadie en su sano juicio osaría pasar la noche. Eran bancos “antipersona”. Hace más de un año que la plaza o parque se reinauguró, como por arte de magia desaparecieron los mendigos que solían pernoctar ahí y demás lumpen que el arquitecto se había propuesto eliminar con elegancia. Los abuelos, desahogados por la desaparición de escenas de miseria, siguen sin saber cómo sentarse en esas bancas a leer los periódicos, mientras que los más jóvenes han optado por sentarse en las jardineras a la sombra de los pocos árboles p

Mi ojo derecho

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A sus 43 años mi ojo derecho no se ha entrado que es un ojo. Él se siente oreja, codo, rodilla cualquier cosa menos ojo. De niño tenía la intriga más grande por saber que se sentía mirar con los dos ojos y pasaba horas tratando de imaginarme cuán grande sería el mundo visto de izquierda a derecha pero al mismo tiempo, y no por partes como solía (y suelo) hacer. De adulto esa intriga se ha convertido en una especie de alivio, supongo que al ver con los dos ojos me daría cuenta de lo mal que están las cosas y me volvería un amargado de cuidado. Así que mejor la vida con un solo ojo, además resulta práctico: en fiestas, cenas y actividades en las que hay gente que no me apetece ver, simplemente trato que siempre estén a mi derecha para no verlos en toda la noche, digamos que es mi manera de dar la espalda con elegancia. Ellos cándidos en la inopia total y yo más contento que ninguno. Otra de las ventajas, y más ahora que está de moda, es que uno se evita las películas en 3D. A la vista es

Las lágrimas de mi padre

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Mi padre llorando en el regazo de mi madre. A los once años, lo que menos se me hubiera ocurrido pensar es que mi padre, ese señor de bigote setentero y barriga de cuarentón, ese señor tan serio al que todos los días veía con traje y corbata que le daban un aire ejecutivo triunfal de anuncio de la tele, pudiera llorar como un niño, pero ahí estaba, llorando en la penumbra mientras su mujer le acariciaba el pelo y le susurraba algo inaudible, pero que parecía calmarlo. La escena me impresionó no solo por lo insólito, a los ojos de un niño, sino porque significaba un remanso de paz en los últimos meses, en los que la vida familiar parecía complicarse cada vez más. A que mis padres estaban pasando una mala racha entre ellos había que sumarle que mi padre acababa de perder su trabajo de toda la vida y las deudas familiares no paraban de acumularse, al punto que ya nos habían anunciado que tendríamos que mudarnos a un barrio más modesto. Es decir, que estaba a punto de perder a mis amigos d

Testiga de Jehová

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Muy buenas, soy Pilar y soy Testiga de Jehová . Me dijo la anciana mientras me estrechaba la mano al tiempo que trataba de recuperar el aliento tras subir los cinco pisos de mi antigua casa. Eran la una de la tarde de un caluroso día de verano, es decir que a sus 70 años mi nueva amiga había hecho toda una hazaña con tal de cumplir su propósito del día. Aunque de unos años a esta parte cada vez encuentro más absurdo el proselitismo religioso y -esa manía de alguna gente de luchar para que todo el mundo crea y piense lo mismo, como si la diversidad fuera un pecado- decidí escucharla, después de todo se había ganado ese derecho. Mientras Pilar me echaba el discurso de rigor a una velocidad supersónica, antes de que le tirara la puerta como probablemente habrían hecho otros vecinos, no podía dejar de pensar en las agallas de esa mujer y la mañana que habría tenido la pobre porque en mi edificio muchos adeptos para su misión no podía tener: en el primero vivía una familia numerosa del Opus

Cuando Flora reía

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Flora, la diminuta Flora tenía la risa más grande que el mundo haya conocido. Nadie la veía entre las multitudes pero cuando soltaba esa carcajada del alma todos miraban y la vida se reía. Discreción no era lo suyo pero a ella a sus ochenta y tantos, no le importaba, si había que reírse era la primera aunque estuviese en un funeral o en una conferencia magistral, lo suyo era ser feliz en el momento a pesar de las preocupaciones y de las enfermedades. Podía reírse de cualquier cosa, principalmente de sí misma porque tenía esa extraña y rara virtud de no tomarse demasiado en serio. Si cocinando no salía la receta que dieron por la tele o si se le enredaban las palabras, si en lugar de problemas tenía “poblemas” daba igual, si las cosas no salían como ella esperaba soltaba su carcajada y en segundos, como por arte de magia, cualquier sensación de fracaso desaparecía. Cuando murió, hace algunos años, solo tuve una certeza: que desde ese día el mundo sería un poco más triste, sin ella, si