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Olores de mi infancia

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Cuando uno viene de un lugar en el que llueve, y torrencialmente, al menos ocho meses al año la lluvia siempre convoca nostalgias y recuerdos. A mí por ejemplo, el olor de la tierra mojada tras un aguacero siempre me transporta hasta mi niñez cuando tras esperar a que escampara salía a la puerta de casa y la tierra olía a nueva, a “recién hecha”. Aspiraba con fuerza ese mágico olor y me sentía inmensamente feliz, como Noé tras el diluvio universal y el arco iris en el cielo. El olor a tierra mojada era la señal de que la vida continuaba y de que yo podía seguir correteando por las calles de mi barrio. Las uvas y a manzanas también me traen muchos recuerdos, como en un clima tropical el colmo del exotismo eran esas frutas, siempre se reservaban para ocasiones especiales. Cuando en el frutero de casa desaparecían los plátanos y naranjas para dar paso a esos manjares de los dioses —los dioses importados, los nacionales se alimentaban del maíz de toda la vida—, habían dos posibilidades:

A propósito del Año Nuevo

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La verdad es que no suelo hacerme propósitos al comienzo de año, sé que es una mala costumbre pero la culpa de todo la tiene la maestra de la escuela que cada cierto tiempo nos llamaba a la pizarra para escribir el propósito del día y como yo tenía muy mala letra, y la tengo, al final siempre decía: “Usted no, Méndez, que nadie entiende lo que escribe” y yo venga a sentarme y a resignarme. Supongo que por eso soy incapaz de marcarme un propósito para el día, la semana, el mes o el año y menos para darle seguimiento. Sin embargo en 2010 he decidido hacer una excepción y señalarme un propósito: tener un propósito en la vida. Da igual lo que sea, coleccionar búhos de cerámica, ahorrar más, adelgazar, ser el más guapo del barrio…con la edad he comprendido que no se puede ir por la vida al tan tan, que hay que tener claro el rumbo, “saber dónde se va y lo que se quiere”, como dicen los slogans publicitarios, "ser un hombre del sigloXXI que no teme a las decisiones". Y como de sol

Expendiente X

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Como a estas alturas el comandante en jefe del universo debe estar ansioso y fijo debe llevar noches enteras sin dormir por conocer la opinión de este ser humano, paso a responder a la enigmática pregunta que me hicieron un día de estos sobre lo que pensaba del Creador. ¡No pienso nada! Por épocas he sido bastante religioso, casi al extremo. De vez en cuando me sorprendo rezando, y he pasado media vida tratando de encontrar señales de su existencia, atando cabos que me permitan descifrar los enigmas de mi existencia, pero siempre pasa lo mismo: ‘Tatica’–como le dicen los campesinos en mi pueblo, que es un mote cariñoso para decir llamar al padre– sigue siendo ese gran desconocido. Mi gran consuelo es lo que suelen decir algunos rabinos, que no es uno quien busca al Eterno, sino es Él quien lo busca a uno, lo cual explica bastante las cosas porque eso quiere decir que ninguna de las dos partes nos estamos quietas y que probablemente cuando ha tocado a la puerta de mi casa, yo andaba en

Feliz y "demodé"

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A la moda siempre llego tarde. La culpa de todo la tuvo una época de vacas flaquísimas que atravesó mi familia cuando yo estaba en plena adolescencia. Justo en la edad del pavo, cuando uno se vuelve loco por la moda, mi padre se quedó en paro, la economía familiar se resintió y yo más, porque a partir de esa fecha tuve que despedirme de las marcas. Me acostumbré a que cada vez que tocaba estrenar, es decir, por Navidades, en las tiendas pasábamos a toda velocidad por los mostradores de grandes firmas internacionales para llegar a la sección de ‘Rebajas y Marcas Nacionales’. Ahí encontrábamos de todo a buen precio, pero un poco demodé . Así, el año en que se pusieron de moda las zapatillas blancas yo estrené unas de tela que habían triunfado tres años antes, y tuve una chupa de cuero cuando lo que se llevaba eran las vaqueras,o sea, que siempre anduve a la moda, pero a la de tres años atrás. Desde entonces, por más que lo intento no he logrado ponerme al día y, aunque ando impecablemen

La entrevista

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La cremallera del abrigo se atascó justo en la puerta de la revista. Una semana antes el director me había llamado para una entrevista de trabajo para un puesto de periodista. Estaba loco de contento, no podía creer mi suerte sobre todo después de meses de estar trabajando en los oficios más variopintos: camarero, repartidor de regalos, encuestador en el metro, digitalizador de datos en una constructora, figurante en películas y en cuanta cosa me pusiera hacer la empresa de Trabajo Temporal que no hacía otra cosa más que procurar que no me aburriera. ¡Y vaya si lo consiguió! Pasaba la mar de entretenido aunque ya me estaba hartando de tanto divertimento y cachondeo. En esas circunstancias no extraña que la entrevista despertara todas las expectativas de este mundo y que durante días preparara todos los detalles: desde mi CV, para que no quedara la menor duda de desde mi más tierna infancia quería ser periodista, hasta la ropa que llevaría porque todo entra por la vista sobre todo cuand

El peso de los años

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Sucedió de repente: un día me levanté y tenía parte de la barba blanca, tan blanca como la de Papá Noel. “¡Qué horror! ¡Estoy acabado!” pensé mientras me afeitaba frenéticamente para hacer desaparecer cualquier rastro que evidenciara mis años. Lo hice una, dos, tres y hasta cuatro veces pero siempre volvían aparecer y cada vez en mayor cantidad. Tenía que asumir mi destino, el de ser un cuarentón y punto, es decir que resignado hice las paces con mis canas. Cabizbajo y deprimido, pasé días enteros como en alma en pena pensando en planes de pensiones, precios de residencias para ancianos y todas esas cosas importantes en las “hay que pensar cuando uno llega a cierta edad”, como dice mi madre, optimista por vocación, que desde que tengo treinta me está recomendando un exámen prostático. Menos mal que junto con las canas empezaron a lloverme los piropos y eso me animó bastante. No hay día en el que alguien no me diga lo guapo que estoy, la buena planta que tengo, lo joven que parezco y u

La foto de Kennedy

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A los cinco años tenía la mente hecha un lío. Cada vez que abría el álbum de fotos familiar en la primera página aparecía ese señor, vestido de traje y corbata, y eternamente sonriente. A simple vista parecía que en la vida le iba bastante bien aunque mi madre un día me contó que llevaba casi diez años muerto y que lo había matado un señor “muy pero que muy malo”. Posiblemente por envidia, pensaba yo, porque además de bien parecido el señor ese tenía cara de ser el más bueno del mundo mundial. La verdad que la presencia de aquel señor me intrigaba profundamente sobre todo porque no siendo familia se había ganado el honor de estar al lado de mis abuelos, padres y de toda la manada de parientes que teníamos en ese entonces y que por fortuna seguimos teniendo. La confusión aumentaba cuando me decían que ese señor había sido presidente de Estados Unidos y que se llamaba John F. Kennedy. ¿Qué hacía un muerto, de un país lejano, con un apellido tan raro en la primera página del álbum, justo