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Pesadillas escolares

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Aunque nunca me tragué el cuento de que la escuela era el templo del saber -sobre todo porque a la que yo asistía tenía pinta de todo menos de templo y la asociaba con cualquier cosa menos con la sabiduría- debo reconocer que la vuelta al ‘cole’ siempre me hacía ilusión, porque era época de estrenos: me compraban uniforme nuevo y zapatos negros de charol –que en esa época eran lo último entre los escolares–, libros de texto nuevos que olían a tinta y papel y que, menos los de matemáticas, traían preciosas ilustraciones y, lo más importante, había posibilidad de cambiar de maestra y con un poco de suerte, de compañeros, lo cual era altamente estimulante. No era que la maestra no me gustara, pero como tenía como cien años, era la mar de sosa, me tenía fichado porque pasaba hablando todo el tiempo mientras ella hacía dictados y encima, no dejaba de recetarnos ejercicios de aritmética, soñaba con que pasaba a mejor vida, aunque por lo visto era inmortal. Con mis compañeros no me llevaba ma

Adiós verano, hola otoño

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Pueden llamarme amargado, pero la verdad es que el final del verano me pone "el corazón contento". Siempre me pasa lo mismo: al principio del estío estoy feliz, me parece maravilloso el calorcito, el buen rollito de la gente y esa alegría que irradia todo el mundo. Pasado algún tiempo, tantas pieles bronceadas, tanto ir y venir de gente con maletas yendo a ninguna parte y a todas partes, tanto gozo exultante a mi alrededor empieza a parecerme un poco hortera y acabo por agobiarme, así que cuento los días para que llegue el sosiego del elegante otoño que todo lo pone en su sitio, que me permite salir de casa sin toparme con las terrazas y ver la tele sin escuchar la canción del verano y al presentador insistiéndome en que a pesar de los 40º de temperatura hay que ser irremediablemente feliz. Y como todo el mundo habla de la depresión otoñal, sólo por llevar la contraria me pongo otoñalmente feliz, con ganas de bailar cuando el tiempo refresca y los días se acortan. Lo mismo m

¿Sobran las palabras?

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Casi siempre. Algo imposible de comprender en las culturas latinas, donde hablar, cuanto más alto mejor, es parte fundamental de la vida social. No se entiende una reunión de más de dos personas sin que haya una buena cháchara de por medio, y quien es muy callado es mal visto, etiquetado como una ‘persona sosa’. En otras culturas la cosa cambia, y se considera que el grado de confianza supremo entre dos personas es la capacidad de permanecer en silencio sin sentirse incómodo: una persona callada es bien considerada e incluso vista como sabia. Es decir, que en esa mundo yo sería un genio porque aquí, tengo la impresión que me consideran un muermo, porque hablo más bien poco sobre todo cuando estoy en grupos grandes y la gente cuenta historias apasionantes tanto que temo interrumpir con mis historias cotidianas y prefiero escuchar. No siempre fue así, en mis tiempos fui un dicharachero, pero fue pisar suelo español y quedarme sin palabras. Quizá fue la impresión de emigrar, la edad o la

Invasiones terrícolas

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Que en este universo gigantesco nosotros los liliputienses habitantes de la tierra seamos los únicos habitantes y seres inteligentes suena a coña. No solo por el desperdicio de espacio que eso implica –estamos todos apiñados aquí viviendo en pisitos de cuarenta metros cuando podríamos tener un planeta entero- que contradice cualquier lógica sino porque el cuento de que el hombre es el centro del universo deja muy mal parado a mi buen dios porque en época de crisis que alguien ande por el cosmos creando cosas para que nadie las vea y las disfrute está muy mal visto, podría ser políticamente incorrecto. Por eso prefiero pensar que en este vasto universo hay muchas civilizaciones que tienen la sospecha de que no están solos en el universo y que, por ejemplo, en Plutón debaten sobre la posibilidad de que haya vida inteligente en el planeta tierra y que por las noches los niños plutonianos tienen pesadillas con invasiones terrícolas, con los humanos, esos seres horribles que tienen dos minú

Autógrafos que matan

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Las chicas se acercaron a pedirme un autógrafo. Como tenía solo 24 añitos y estaba exultante porque era mi primer viaje como corresponsal, y encima me habían encomendado la ‘difícil misión’ de cubrir un concurso de belleza, me pareció lo más normal del mundo que alguien quisiera que estampara mi nombre en una libreta, al lado del "jet set" latinoamericano. Tampoco me sorprendió que, desde la mañana, la gente del hotel estuviese extrañamente amable conmigo tratándome como un rey y no como el pringado periodista que era y sigo siendo. Con la mayor naturalidad del mundo me puse a firmar autógrafos, hasta que una de ellas me espetó al ver mi nombre: «¿Pero tú no eras el que salía en la telenovela?». Aclarado el misterio: inexplicablemente me habían confundido con el galán de un culebrón venezolano. Si la cosa hubiera quedado ahí, habría sido el mayor piropo de mi vida, pero, furiosas, las chicas al decirles que se trataba de una confusión rompieron el papel al tiempo que una de

La soledad

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Cuando mi madre se pone a filosofar mientras pela patatas –de todo hay en la viña del Señor– suele decir que la soledad es la compañera constante del hombre, que uno nace solo y muere solo aunque esté rodeado de mucha gente. Quizá, como eso me lo viene repitiendo desde que tengo uso de razón (es decir, desde hace relativamente poco tiempo), ya me he hecho a la idea de que la soledad nos tiene atrapados entre sus manos. Como soy bastante vago, incluso me he resignado y hasta he hecho buenas migas con ella, que al final no es tan pesada como la pintan y siempre tiene algo que enseñarnos, sobre todo a escuchar nuestras voces interiores. No sé si les pasa, pero cuando estoy mucho tiempo rodeado de gente, llevando una gran vida social, acabo con el ánimo putrefacto, empiezo a sentirme un poco tonto y termino echando de menos un rato de soledad para estar frente a frente con ese desconocido que soy yo. Gracias a la soledad he descubierto pequeñas verdades de mí mismo y he llegado a una brill

Mi sueño olímpico

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La culpa de todo la tienen mis nulas habilidades deportivas y un curso de protocolo que recibí hace años, cuyo tema era cómo organizar unas olimpiadas. Durante una semana, como quien descubre las claves del bricolaje, un afamado diplomático nos explicó todos los detallitos que teníamos que tomar en cuenta para hacer unos juegos olímpicos alucinantes. Una maravilla si no fuera porque entre sus alumnos, además de los flamantes estudiantes europeos, estábamos los becados por el gobierno español, chavales que veníamos de Centroamérica, de África Central y de paisitos que ni siquiera están en el mapa, que estábamos flipados pensando en que, para organizar unas olimpiadas en nuestros pueblos, más que dinero harían falta milagros. En mi caso, eché cuentas y descubrí, por ejemplo, que tendríamos que establecer turnos para inauguración y la clausura porque entre delegaciones, invitados, amigos y familiares nadie cabría en el estadio más grande de la capital, y las villas olímpicas tendrían qu