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Autógrafos que matan

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Las chicas se acercaron a pedirme un autógrafo. Como tenía solo 24 añitos y estaba exultante porque era mi primer viaje como corresponsal, y encima me habían encomendado la ‘difícil misión’ de cubrir un concurso de belleza, me pareció lo más normal del mundo que alguien quisiera que estampara mi nombre en una libreta, al lado del "jet set" latinoamericano. Tampoco me sorprendió que, desde la mañana, la gente del hotel estuviese extrañamente amable conmigo tratándome como un rey y no como el pringado periodista que era y sigo siendo. Con la mayor naturalidad del mundo me puse a firmar autógrafos, hasta que una de ellas me espetó al ver mi nombre: «¿Pero tú no eras el que salía en la telenovela?». Aclarado el misterio: inexplicablemente me habían confundido con el galán de un culebrón venezolano. Si la cosa hubiera quedado ahí, habría sido el mayor piropo de mi vida, pero, furiosas, las chicas al decirles que se trataba de una confusión rompieron el papel al tiempo que una de

La soledad

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Cuando mi madre se pone a filosofar mientras pela patatas –de todo hay en la viña del Señor– suele decir que la soledad es la compañera constante del hombre, que uno nace solo y muere solo aunque esté rodeado de mucha gente. Quizá, como eso me lo viene repitiendo desde que tengo uso de razón (es decir, desde hace relativamente poco tiempo), ya me he hecho a la idea de que la soledad nos tiene atrapados entre sus manos. Como soy bastante vago, incluso me he resignado y hasta he hecho buenas migas con ella, que al final no es tan pesada como la pintan y siempre tiene algo que enseñarnos, sobre todo a escuchar nuestras voces interiores. No sé si les pasa, pero cuando estoy mucho tiempo rodeado de gente, llevando una gran vida social, acabo con el ánimo putrefacto, empiezo a sentirme un poco tonto y termino echando de menos un rato de soledad para estar frente a frente con ese desconocido que soy yo. Gracias a la soledad he descubierto pequeñas verdades de mí mismo y he llegado a una brill

Mi sueño olímpico

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La culpa de todo la tienen mis nulas habilidades deportivas y un curso de protocolo que recibí hace años, cuyo tema era cómo organizar unas olimpiadas. Durante una semana, como quien descubre las claves del bricolaje, un afamado diplomático nos explicó todos los detallitos que teníamos que tomar en cuenta para hacer unos juegos olímpicos alucinantes. Una maravilla si no fuera porque entre sus alumnos, además de los flamantes estudiantes europeos, estábamos los becados por el gobierno español, chavales que veníamos de Centroamérica, de África Central y de paisitos que ni siquiera están en el mapa, que estábamos flipados pensando en que, para organizar unas olimpiadas en nuestros pueblos, más que dinero harían falta milagros. En mi caso, eché cuentas y descubrí, por ejemplo, que tendríamos que establecer turnos para inauguración y la clausura porque entre delegaciones, invitados, amigos y familiares nadie cabría en el estadio más grande de la capital, y las villas olímpicas tendrían qu

De cañas con el rey

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Como a cualquier buen republicano, de firmes convicciones políticas y emigrante en el esplendor de su vida, si hay alguien con el que me encantaría irme de cañas es con el Rey Juan Carlos, ni más ni menos. Algo completamente natural si tomamos en cuenta que lo conozco desde que era un crío y lo veía en los ‘Holas’ viejos que una tía mía guardaba en su casa como joyas de la corona, que hace algunos años me entregó el diploma de un máster y que desde entonces mi madre, en Costa Rica, para envidia de sus vecinas, tiene en casa la imagen con la que un fotógrafo inmortalizó ese momento para gloria de este centraca paleto que no podía creer que estuviera al lado de un rey de carne y hueso. Desde entonces en el salón de casa, encima del tapete de ganchillo de toda la vida están la foto de boda de mis padres, la de mis abuelos, las de comunión de todos mis primos, y como si se tratase de una típica escena familiar, la foto del Rey y yo. Quizá como la foto lleva años ahí todos se han acostum

¡Bailando se entiende la gente!

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Si se parte del hecho de que en el Caribe se baila antes de aprender a andar, lo más lógico y normal del mundo es que allá de donde vengo se ligue bailando. Bolero, cumbia, salsa, vallenato, cualquier ritmo puede convertirse en un arma de seducción masiva si se baila con pasión y con ganas. Grandes amores han nacido en una pista de baile y muchas relaciones se han derrumbado porque alguien ya no arrimaba la pelvis como antes o era incapaz de seguir el ritmo de su pareja. Como quien es buen bailarín suele ser buen amante, y no viceversa, para desgracia de muchos, en el baile se pone todo el empeño para no defraudar, y cada movimiento se transforma en una metáfora del amor: primero, un intercambio de miradas para saber hasta dónde podemos llegar; luego, un lento acercamiento hasta sentir los latidos del corazón del otro; después, el vaivén de los cuerpos, y finalmente, si se tiene suerte, el inicio de algo tan imprevisto como la historia del mundo. En mi pueblo decimos que para ser fel

Cuando me enamoro...

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Fiebre, escalofríos y ganas de vomitar. En las mil y una veces que me he enamorado, estos síntomas siempre se han repetido; hasta al punto de pensar que más que un tierno angelito que anda tirando sus flechas aquí y allá, Cupido es una especie de bicho infeccioso que impide diferenciar entre una gripe y el enamoramiento agudo. Es ver al objeto de deseo y empezar a sentirme mal, a ser incapaz de articular palabra. Me pongo pálido, sudo y, aunque trato de sonreír graciosamente, me sale una mueca espantosa. Al final quedo como la niña de ‘El exorcista’ y mi alma gemela huye despavorida sin que pueda explicarle que cuando no esté enamorado seré divertido, conversón y hasta guapo. Después de situaciones así, me quedo con mal cuerpo y un poco decepcionado porque, como si no bastara, cuando me enamoro nunca escucho violines, sino los desafinados acordes de una orquesta de verbena, una fanfarria que perpetra los boleros de siempre, ésos que hablan de lo bien que se lo pasan los enamorados, re

Las terrazas atacan de nuevo

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Como vivo en ese parque temático de las terrazas que es el barrio de La Latina, en Madrid, cuando llega el buen tiempo me da un estrés que no veas, porque significa que llega la época en la que para entrar en casa tengo que esquivar mesas, sillas, camareros, músicos callejeros perpetrando éxitos de siempre, tragafuegos, saltimbanquis, turistas del interior y del exterior, borrachos, ‘yuppies’, ‘hippies’ y hasta monjas que han decidido tomarse una caña a las puertas de mi humilde casa. No es que uno sea un "amargao", pero resulta un poco incómodo hacer cola para llegar a la puerta de tu vivienda o tener que ponerte algo ‘fashion’ cada vez que bajas a tirar la basura, por no saber con quién te puedes encontrar. Sin ir más lejos, un día, en una de esas mesas que han tenido la cortesía de colocar en mi portal, estaba el elenco completo de una famosa serie de televisión. Fue abrir la puerta y ellos ahí sentados,desprendiendo ‘glamour’ a raudales, y yo en chándal del Rastro, con do