Trato hecho
A los 8 años Douglas, mi mejor amigo en Escuela, tenía una letra impecable, a mil años luz de la mía, y yo tenía una madre “francamente guapa” como él lo subrayaba cada vez que me contaba que la suya se había ido a trabajar a Estados Unidos y que solo la veía una vez al año, “pero me trae muchos juguetes” aclaraba por si existiera alguna duda de que el sacrificio valiera la pena.
Un día durante el recreo tras reflexionar seriamente sobre los poderes de los superhéroes y las desigualdades de la vida hicimos un trato: él me transcribiría todas las tareas de la Escuela, y yo a cambio le “prestaría” a mi madre para que en todas las actividades extraescolares en las que se necesitara una mamá — las maestras se pasaban el día entero pidiendo ver a nuestras progenitoras, “como si en el mundo no hubiesen también papás”, decía mi compañero con tristeza — ella lo representara.
Aquello funcionó a la perfección: de la noche a la mañana mi letra mejoró “milagrosamente” y mi vieja cuando conoció a Douglas le tomó cariño y decidió — sin tener que mencionarle nuestro pacto — que aquel chiquillo encantador merecía que una madre lo defendiera y le aplaudiera en las asambleas escolares. Nunca me percaté de lo que había significado eso para mi amigo del alma hasta años después, cuando ya adolescentes me enseñó su álbum de fotos familiar. En muchas instantáneas de sus años escolares aparecía mi madre “francamente guapa” al lado de un sonriente y orgulloso Douglas. ¡Nuestro acuerdo había sido todo un éxito!
Un día durante el recreo tras reflexionar seriamente sobre los poderes de los superhéroes y las desigualdades de la vida hicimos un trato: él me transcribiría todas las tareas de la Escuela, y yo a cambio le “prestaría” a mi madre para que en todas las actividades extraescolares en las que se necesitara una mamá — las maestras se pasaban el día entero pidiendo ver a nuestras progenitoras, “como si en el mundo no hubiesen también papás”, decía mi compañero con tristeza — ella lo representara.
Aquello funcionó a la perfección: de la noche a la mañana mi letra mejoró “milagrosamente” y mi vieja cuando conoció a Douglas le tomó cariño y decidió — sin tener que mencionarle nuestro pacto — que aquel chiquillo encantador merecía que una madre lo defendiera y le aplaudiera en las asambleas escolares. Nunca me percaté de lo que había significado eso para mi amigo del alma hasta años después, cuando ya adolescentes me enseñó su álbum de fotos familiar. En muchas instantáneas de sus años escolares aparecía mi madre “francamente guapa” al lado de un sonriente y orgulloso Douglas. ¡Nuestro acuerdo había sido todo un éxito!
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