Carlitos


Desde los cinco años tenía claro que tenía que no podía darse el lujo de jugar como los otros niños. Como era "pobre", como el mismo decía, no tenía más remedio que acompañar a su madre mientras limpiaba casas a limpiar casas ajenas. Mientras su vieja fregaba suelos, él se dedicaba a sacudir, a limpiar vidrios o hacer cualquier trabajito para que le dieran unas monedas demás. Así fue como conocí a Carlitos, acompañando y asistiendo a su vieja mientras limpiaba la casa de mis padres y correteando conmigo por el barrio.

La verdad que era un chiquillo rubio encantador y divertido, con esa voz de soprano que mantuvo hasta los 15 años y de la que él era el primero en reírse -"¡Qué vocecita la mía!"- era el alma de la fiesta, siempre feliz y encantado de estar con nosotros al punto que siempre decía que si algún día se sacaba la lotería lo primero que haría sería comprarle una casota "Madrina", mi madre, y otra más pequeñita para él, "¿Se imagina que bonito?", decía con un brillo en sus ojos traviesos.

Durante muchos años nos visitó religiosamente cada semana pero fue crecer para comenzar a espaciar más y más las visitas. Lo único que sabíamos por referencias era que no paraba de trabajar en restaurantes, fábricas y en cuanta cosa hiciera falta y que "llevaba una mala vida", según su madre. Nosotros en cada visita lo veíamos más serio,  ya no se reía con esa risa cristalina, ni decía ocurrencias, tenía ese aire melancólico de quienes han sufrido más de la cuenta y según decía no paraba de enfermarse.

Fue así como por vez primera escuchamos hablar del HIV, entonces una enfermedad mortal casi desconocida y de la que se tenía muy poca información. Ante la pregunta nuestra de cómo había que tratarlo porque no sabíamos nada de nada, mi madre fue contundente: "¡Pues con más cariño que de costumbre! ¿que otra cosa va a ser?" 

Siguió visitándonos hasta que no tuvo fuerzas para levantarse. El último recuerdo que tengo es la sonrisa que nos dedicó cuando entramos a la habitación en la casa de la señora que lo cuidaba y las palabras con las que nos recibió mientras nos cogía de la mano: "¡Ay pero que bonito, si son mis hermanitos!". Carlitos murió poco tiempo después...y yo lo lloré como suelo llorar mis pérdidas, de a poquitos pero durante mucho tiempo pensando en que pocas veces -o nunca- sabemos lo que realmente significamos en la vida de otra gente, para ese chiquillo rubio de la voz de soprano no éramos unos conocidos más o los patrones de su madre, siempre fuimos su familia.



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