Jamón Jamón

No falla. Siempre que en cualquier mesa de tragos comento que no como -y que no me gusta- el jamón pasa lo que pasa. Primero un silencio sepulcral, el típico de cuando alguien ha metido la pata y el público espera la rectificación inmediata, luego las miradas de espanto cuando se descubre que no se trata de una broma, a continuación el período de preguntas (“¿Qué dices? ¿Estás en tus cabales?) y finalmente el homenaje de cada uno de los comensales al mejor jamón que han probado, el de su pueblo claro está. Tengo amigos que en ese momento lloran de emoción al recordar todos los jamones de su vida, esos “que de tan buenos se deshacían en la boca”. Conclusión unánime: si alguien no come jamón es porque nunca ha probado un buen jamón y punto pelota.

La verdad que soy un poco temario porque criticar el jamón en este país no solo es muestra de ignorancia absoluta sino que es considerado un insulto: después de la selección española en la final de un Mundial no hay nada que una más a los españoles que el jamón. Ni la constitución del 78, ni la boda de los Príncipes de Asturias, ni la posibilidad remota de que Madrid sea algún día sede Olímpica, para eterno regocijo de Gallardón, generan un consenso tan abrumador y avasallador como el del jamón. Aquí el jamón es el rey.

El problema es que como soy republicano no me doy me enterado y sigo con manía absoluta al jamón sobre todo desde el día en que me regalaron uno en un antiguo trabajo, en plena huelga de transportes, y tuve que cargarlo dos kilómetros a sabiendas de que nunca le hincaría el diente, todo por no hacerle el feo a los jefazos que no entendieron mi cara de horror cuando me dieron aquella cosa. Durante dos años estuvo aquel jamón en casa, detrás de una puerta, a la espera de que algún valiente aceptara mi regalo y bajara cuatro pisos con ese “manjar” pero ni caso, mucho amante del jamón pero cero sacrificio. Al final aquel símbolo de concordia nacional terminó en un contenedor de basura. Lo dicho, no me regalen jamón.

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