Cría fama...

La vez que le dije a mi abuela que había venido al mundo para sufrir pasó riéndose por lo menos hora y mientras las lágrimas se le saltaban me decía “¿Cómo que usted sufre? ¡Que ocurrencias!”. ¡Cachondeo absoluto frente a la confesión del nieto!, algo normal en mi familia donde todos están convencidos de que tengo vocación de bufón y entre tíos, primos segundos, terceros y cuartos existe la leyenda negra de que me paso la vida en una pura carcajada.

La culpa de todo la tiene el niño que fui, que desde que aprendió a caminar se acostumbró a hacer el payaso por divertir a los adultos y que a los cuatro años era una máquina imparable de contar chistes. Lo hacía con un desparpajo y una naturalidad que, según dicen, asombraba a todo el mundo sobre todo porque en mi amplio repertorio tenía desde los típicos inocentes chistes de crío hasta algunos bastantes subidos de tono que había escuchado en la calle. Estoy convencido de que durante mucho tiempo mis padres estaban horrorizados pensando en que me convertiría en el típico “showman” cutre que se gana la vida contando anécdotas en las fiestas de pueblo.

Y aunque queda poco de ese gracioso niño regordete, está visto que no he podido librarme de esa fama. Todo este viene a cuento porque como en estos días estoy un poco amargado, he llegado a la conclusión que uno, independiente de la fama de payaso que pueda tener, debería tener el derecho a no morir vulgarmente sino a ascender al cielo, como los profetas de antaño, entre vítores y aplausos, los olés de todo el mundo y alguna que otra carcajada, que uno se merece un final bíblico y estruendoso.



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