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La vida en una canción

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Recién llegado, mi canción era ‘El inmigrante’, de Juanito Valderrama. Me parecía conmovedora aquella letra de un tío que deja su país y con los dientes de marfil de su madre se hace un rosario. Es decir, que la pobre de una sola sentada se quedaba sin hijo y sin dientes. Después, para sumergirme en la cultura española, aparte de ver ‘Cine de barrio’ todos los sábados, escuchaba a Marisol, el Dúo Dinámico, Karina y todas esas canciones que hablaban de lo maravillosa que es la vida y ser una chica yeyé. Con el tiempo me convertí en un hombre serio y formal y redescubrí a Tom Jones, que a sus 80 años sigue cantando ‘Sex Bomb’, una inspiradora canción que tenía la mágica virtud de que con estas carnes me hacía sentir sexy, un milagro. Hasta que decidí volver a mis orígenes y me reenganché a ‘El rey’: la historia de ese hombre que no tiene «trono, ni reino» y que en las peores circunstancias se siente un triunfador llega al alma, uno la escucha y por más deprimido que esté, le entran gana

¡Ya lo sabíamos!

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Por fin, después de miles de reuniones, de cientos de informes y de concienzudos análisis los señores del sistema han dictaminado lo que ya sabíamos todos desde hace varios meses: que estamos en crisis financiera. El tema era recurrente en cualquier reunión social, en la sobremesa y hasta en las alcobas pero ellos necesitaron un poco más de tiempo para reconocer que el capitalismo global, tal y como lo conocíamos, está en plena crisis de identidad y que papá Estado una vez más tendrá que rescatar al mundo. Lo que no han dicho muy claramente de quien es la culpa y si, en caso de aclararse responsabilidades, esos terroristas del fundamentalismo "neocon" en vez de ser recompensados por llevar a la quiebra instituciones centenarias -y jugar con el dinero de todo el mundo- recibirán su merecido. De momento en lo único que coinciden esos "analistas" es que para no variar el ciudadano de a pie es el que tendrá que pagar los platos rotos...como si no lo supiéramos desde el

¿Para qué sirven los balcones?

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Obviamente, para cotillear y para nada más. Por mucho que se diga que los balcones sirven para dar luz, para colocar plantas o añadir un toque coqueto a cualquier edificio, está claro que todo son excusas, porque no hay nada mejor que ver cómodamente el mundo desde un balcón en actitud triunfal, como Julio César en su trono. Desde ahí, con el mayor descaro del mundo, podemos ver desde escenas amorosas hasta pleitos callejeros y desfiles, y saludar a la vecina de enfrente (aunque no la soportemos). Cotillear desde una ventana es una indiscreción, pero hacerlo desde un balcón es poesía pura. Hablo con la autoridad que me da el haber vivido durante cinco años en un piso con balcón a la calle Mayor de Madrid, una época maravillosa en la que apenas veía la tele, porque los telediarios resultaban ñoños comparados con lo que contemplaba desde mi habitación. Pasaba los días entretenidísimo cotilleando a todo dios sin percatarme de que mis vecinos, y el público en general, a su vez también pod

Pesadillas escolares

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Aunque nunca me tragué el cuento de que la escuela era el templo del saber -sobre todo porque a la que yo asistía tenía pinta de todo menos de templo y la asociaba con cualquier cosa menos con la sabiduría- debo reconocer que la vuelta al ‘cole’ siempre me hacía ilusión, porque era época de estrenos: me compraban uniforme nuevo y zapatos negros de charol –que en esa época eran lo último entre los escolares–, libros de texto nuevos que olían a tinta y papel y que, menos los de matemáticas, traían preciosas ilustraciones y, lo más importante, había posibilidad de cambiar de maestra y con un poco de suerte, de compañeros, lo cual era altamente estimulante. No era que la maestra no me gustara, pero como tenía como cien años, era la mar de sosa, me tenía fichado porque pasaba hablando todo el tiempo mientras ella hacía dictados y encima, no dejaba de recetarnos ejercicios de aritmética, soñaba con que pasaba a mejor vida, aunque por lo visto era inmortal. Con mis compañeros no me llevaba ma

Adiós verano, hola otoño

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Pueden llamarme amargado, pero la verdad es que el final del verano me pone "el corazón contento". Siempre me pasa lo mismo: al principio del estío estoy feliz, me parece maravilloso el calorcito, el buen rollito de la gente y esa alegría que irradia todo el mundo. Pasado algún tiempo, tantas pieles bronceadas, tanto ir y venir de gente con maletas yendo a ninguna parte y a todas partes, tanto gozo exultante a mi alrededor empieza a parecerme un poco hortera y acabo por agobiarme, así que cuento los días para que llegue el sosiego del elegante otoño que todo lo pone en su sitio, que me permite salir de casa sin toparme con las terrazas y ver la tele sin escuchar la canción del verano y al presentador insistiéndome en que a pesar de los 40º de temperatura hay que ser irremediablemente feliz. Y como todo el mundo habla de la depresión otoñal, sólo por llevar la contraria me pongo otoñalmente feliz, con ganas de bailar cuando el tiempo refresca y los días se acortan. Lo mismo m

¿Sobran las palabras?

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Casi siempre. Algo imposible de comprender en las culturas latinas, donde hablar, cuanto más alto mejor, es parte fundamental de la vida social. No se entiende una reunión de más de dos personas sin que haya una buena cháchara de por medio, y quien es muy callado es mal visto, etiquetado como una ‘persona sosa’. En otras culturas la cosa cambia, y se considera que el grado de confianza supremo entre dos personas es la capacidad de permanecer en silencio sin sentirse incómodo: una persona callada es bien considerada e incluso vista como sabia. Es decir, que en esa mundo yo sería un genio porque aquí, tengo la impresión que me consideran un muermo, porque hablo más bien poco sobre todo cuando estoy en grupos grandes y la gente cuenta historias apasionantes tanto que temo interrumpir con mis historias cotidianas y prefiero escuchar. No siempre fue así, en mis tiempos fui un dicharachero, pero fue pisar suelo español y quedarme sin palabras. Quizá fue la impresión de emigrar, la edad o la

Invasiones terrícolas

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Que en este universo gigantesco nosotros los liliputienses habitantes de la tierra seamos los únicos habitantes y seres inteligentes suena a coña. No solo por el desperdicio de espacio que eso implica –estamos todos apiñados aquí viviendo en pisitos de cuarenta metros cuando podríamos tener un planeta entero- que contradice cualquier lógica sino porque el cuento de que el hombre es el centro del universo deja muy mal parado a mi buen dios porque en época de crisis que alguien ande por el cosmos creando cosas para que nadie las vea y las disfrute está muy mal visto, podría ser políticamente incorrecto. Por eso prefiero pensar que en este vasto universo hay muchas civilizaciones que tienen la sospecha de que no están solos en el universo y que, por ejemplo, en Plutón debaten sobre la posibilidad de que haya vida inteligente en el planeta tierra y que por las noches los niños plutonianos tienen pesadillas con invasiones terrícolas, con los humanos, esos seres horribles que tienen dos minú