El Lai Fhuc
Puede que nunca saliera en la Guía Michelin y que solo fuera conocido por la gente del barrio pero durante una época para mí fue el mejor restaurante del mundo. Comencé yendo con mi pareja de aquel entonces -como no había mucho dinero en casa era la opción perfecta para las noches de domingo y sentir al menos, que ese fin de semana nos habíamos permitido el “lujo” de cenar fuera- y acabó convirtiéndose en una extensión de la sala de casa a la que llevaba amigos y familiares para celebrar pequeñas victorias o animar los días grises del invierno.
Aparte de tener un árbol de escayola en el centro del comedor – nunca supe si por alguna superstición o porque alguien pensó que le daba un aire chic al lugar- no tenía nada que lo hiciera especial salvo que los dueños se esmeraban tanto en atenderte que conmovían: tenían las mesas puestas con primor, solemnemente te daban a probar el vino de mesa como si fuese un Vega Sicilia, esperaban con paciencia a que estudiaras el menú y sonreían complacidos cuando pedías lo mismo de siempre y si dejabas de ir durante un tiempo como amante despechado te recibían con un “¿Qué te ha pasado? ¿Por qué llevas tanto tiempo sin venir?” Sobra decir que poco a poco aquel restaurante de barrio se convirtió en uno de esos sitios que entran a formar parte de tu pequeña historia personal y quedan grabados en el alma.
Ayer pasé por el Restaurante. Hace mucho cerró sus puertas pero el rótulo sigue intacto aguantando el paso del tiempo como la memoria del corazón. Nadie entendió por que de repente con una sonrisa nostálgica me puse a fotografiar un local vacío.
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