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Mi abuela y el Empire State

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La culpa de que me guste tanto el Empire State es de mi abuela. La vez que estuvo en Nueva York  llegó a mi pueblo revolucionada. Amante de la modernidad -solía criticar con vehemencia a todos los nostálgicos por el modo de vida de antaño "como se nota que nunca lavaron a mano, ni cocinaron con leña, ni caminaron largas distancias hasta el hospital cargando a un hijo enfermo"- vino encantada con todo lo que vio por allá, de lo fácil que era la vida doméstica con tanto electrodoméstico, con el metro a todas partes, con tiendas en las que se podía conseguir lo inimaginable pero sobre todo con el Empire State. Con folletos y fotografías en mano solía contarnos todas la sensaciones que vivió cuando estuvo frente a ese rascacielos, que para ella simbolizaba lo mejor del espíritu humano, las ganas de aspirar cada vez más alto y seguir adelante aún en las peores circunstancias.  De niño me gustaba sentarme con ella en la cocina y escuchar como era la vida en un lugar tan lejano y

Doggy Bag

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Para los que venimos de España lo más sorprendente de Nueva York no son los rascacielos, ni Broadway, ni la mezcla étnica, ni toda la vida trepidante que tiene esta ciudad sino la doggy bag, esa bolsita que sin ningún complejo pides en los restaurantes y que los camareros te la dan como lo más normal del mundo para que eches las sobras de la comida. La primera vez estuve a punto de llorar de emoción, sencillamente no podía creer que pudiera llevar a casa la comida por la que pagué. En nuestra España de toda la vida, a pesar de postguerras, dictaduras, transiciones y eternas crisis económicas nadie en su sano juicio pediría al camarero que le empacara las sobras para comerlas tranquilamente en casa. Socialmente es inaceptable, se considera demasiado cutre, da igual que hayas pagado una fortuna por la cena o que hayas dejado la mitad de la comida, los restos se quedan en el restaurante y para ser más exactos en la basura. Yo como buen comelón he pasado noches enteras soñando con entre

Gracias a ellos

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Si algún día fuera miembro del jurado del Premio Cervantes no tendría ninguna duda de a quien concedérselo: a todos esos hispanos que un día emigraron a Estados Unidos y que contra viento y marea han luchado para que sus hijos amen y hablen el castellano. Es gracias a esa gente humilde, muchas veces con pocos estudios, que un día lejano huyeron de la pobreza sin remedio a la que estaban condenados en sus países de origen que nuestro idioma es hablado por más de 30 millones de personas y sea la segunda lengua en este nación. Gracias a la perseverancia de esos padres, a su obstinación en cantarles nanas y cuentos en español a sus hijos, en obligarlos a hablar en casa en la lengua de sus antepasados es que hoy el español está más vivo que nunca. Todos esos campesinos, obreros, empleadas del hogar, camareros, barrenderos se merecerían todos los premios del mundo. Muchos de ellos probablemente nunca habrán oído de la Real Academia o leído a Vargas Llosa o a García Marqués pero saben mejo

Entrelazados

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Mis padres no pueden pasar cinco minutos juntos sin abrazarse. Da igual lo que estén haciendo: sus brazos se buscan, se entrelanzan al ritmo de un vieja sinfonía que dura ya más de cincuenta años. En el supermercado, en el parque, cuando miran la tele o están en Internet buscando remedios caseros y letras de boleros, siempre están el uno al lado de otro mirándose con ternura, haciéndose carantoñas y descifrando juntos los misterios cotidianos. Mi madre suele decir que en el tema de pareja no hay ninguna fórmula mágica más que las ganas de seguir juntos a pesar de la adversidad, de las dudas y las malas rachas. “Que en cinco décadas pasan muchas cosas – me dice mirándome fijamente a los ojos – y a veces se quiere tirar la toalla pero al final hay que dejarse de tonterías, apostar por la persona que uno tiene al lado y estar dispuesto a recomenzar todos los días, ¿Quién dijo que el amor era fácil? ” concluye, mientras acaricia pensativa las manos de mi padre.

Cosas

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Un plato, una cuchara, una copa, un pin, un peluche, facturas con dibujos, tarjetas de felicitación, CDs “piratas” con éxitos de los noventa…a simple vista, como cualquier objeto de su especie, poco o nada los hacen especial salvo que por azares del destino acabaron por convertirse en testigos de una época en la vida de uno, que son las épocas que realmente importan, las que establecen los historiadores poco o nada significan para la gente que ríe, sufre y ama. Uno va atesorando esos objetos sin mayor pretensión que la de guardarlos y que en un futuro le sirvan para recordar que la vida no fue un simple sueño y que las huellas quedaron grabadas en el alma. Mañana cuando muera se descubrirán en un cajón todos esos objetos inconexos sin saber que hubo un tiempo en el que tuvieron vida propia y que alguien gracias a esas cosas “ sin valor” amó y fue amado.

El Lai Fhuc

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Puede que nunca saliera en la Guía Michelin y que solo fuera conocido por la gente del barrio pero durante una época para mí fue el mejor restaurante del mundo. Comencé yendo con mi pareja de aquel entonces -como no había mucho dinero en casa era la opción perfecta para las noches de domingo y sentir al menos, que ese fin de semana nos habíamos permitido el “lujo” de cenar fuera- y acabó convirtiéndose en una extensión de la sala de casa a la que llevaba amigos y familiares para celebrar pequeñas victorias o animar los días grises del invierno. Aparte de tener un árbol de escayola en el centro del comedor – nunca supe si por alguna superstición o porque alguien pensó que le daba un aire chic al lugar- no tenía nada que lo hiciera especial salvo que los dueños se esmeraban tanto en atenderte que conmovían: tenían las mesas puestas con primor, solemnemente te daban a probar el vino de mesa como si fuese un Vega Sicilia, esperaban con paciencia a que estudiaras el menú y sonreían co

Saudade

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Cuenta Ari que de pronto rompió a llorar como un niño. Hasta entonces había llevado relativamente bien la separación, como después de todo él mismo había tomado la decisión de dejar a Raquel por razones que a la fecha es incapaz de precisar, desde el principio decidió tomarse la cosas con filosofía y asumir con relativo entusiasmo su nueva vida de soltero: jornadas intensas de trabajo, padel, gimnasio, cursos de idiomas y noches eternas de juerga. Sin embargo ese día en cuestión de segundos cambió todo precisamente cuando, por fin, había ligado con una chica estupenda. De repente sin saber cómo ni por qué en medio de besos y caricias empezó a sentirse irremediablemente triste y a echar de menos a Raquel, es lo que tienen las razones del corazón que siempre son inoportunas. Primero fue un hilito de tristeza que poco a poco fue conviertiéndose en un mar de nostalgia, de ganas de echar el tiempo atrás y volver a esos días en los que las cosas tenían sentido. Acabó sentado al borde de la