jueves, 13 de marzo de 2025

El último vino

 

La última noche antes de morir, mi viejo me pidió un vino. 

Cómo según el folleto de la medicación que la doctora le había recetado cualquier forma del alcohol estaba absolutamente prohibida le serví una especie de sumo de uva con burbujas que a mi no me gustaba para nada, pero por lo menos le quitaba el antojo.

Es decir que, a un señor de ochenta años, que se había vuelto forofo al vino tinto por “culpa” mía -logré convencerlo de que la cerveza no era muy buena para la salud- en su última noche le puse en su copa una mala imitación de vino (él como era tan agradecido, lo recibió con una sonrisa, lo bebió con ganas y soltó su clásico "¡Qué rico!" que siempre decía al terminar su copita).

Si yo hubiese llegado a saber que era su último vino, pesar de los consejos de la geriatra, del Ministerio de Salud y de la OMS, le habría servido una copa hasta arriba y me habría servido una también, habríamos saboreado ese último trago ,nos habríamos despedido prometiendo no olvidarnos y vernos pronto.

Pero no.
Seguimos al pie de la letra las prescripciones médicas, mi padre tuvo la peor noche de su vida y murió a primera hora del día siguiente. 

En resumen: si durante mi vejez, alguien me prohíbe tomar vino por temor a que acorte mi esperanza de vida, por favor sírvanme una botella.

Joven promesa

 

Allá por los noventa, recién graduado como periodista, mientras bailaba con una colega en un bar se me ocurrió sugerirle que era un buen momento para que nuestra generación tomara el poder del Colegio de Periodistas y que de ser así yo estaba más que dispuesto a encabezar la papeleta porque, según yo, TODO el mundo me quería y como venía llegando de España estaba de sobra preparado para asumir cualquier reto.

Mi amiga, que es la persona más política del mundo, no solo aceptó de buena gana mi ofrecimiento sino que después del merengue anunció a la mesa que la nueva generación de periodistas de Costa Rica ya tenía candidato y que ese candidato era yo. A partir de ahí sin querer queriendo me convertí en toda una celebridad, con la agenda repleta de actividades, visitas a los medios en las que yo tenía que detallar mi plan de gobierno y completos desconocidos dándome la adhesión e invitándome a actividades sociales.

Lo que yo no contaba era que como en toda elección tendría un contricante y que eso significaba que tarde o temprano tendría que enfrentarme a un debate público, es decir participar en una de las cosas a las que más pánico le tengo en mi vida: la de hablar en público frente a un gran auditorio. Puedo dar una clase de una hora frente a un grupo de estudiantes pero lo subirme a un escenario para hablar y discutir lo llevo mal.

En el debate –transmitido a todo el territorio nacional por el canal estatal- me fue fatal porque yo era un orador terrible y mi contricante, un señor jubilado -que me parece que hasta había sido ministro de algo- con décadas años de experiencia como comunicador, tenía una oratoria perfecta y rebatió con firmeza y talento todas mis afirmaciones (al parecer estaba furioso que en un artículo firmado por mí pero que yo no escribí, me lo escribió el asesor de un diputado -eso pasa con los "políticos", otra gente nos pasa metiendo en enredos-) tanto que al final, casi me paro yo mismo a aplaudirle.

Por supuesto que perdí el debate y las elecciones pero me gané la admiración eterna de mi Abuela Anita que siguió en directo el debate, dándo golpecitos en la mesa –siempre lo hacía cuando se enfadaba- e insultando a mi contricante porque para ella yo lo estaba haciendo perfecto, merecía ganar y nadie tenía el derecho a insultar a su nieto. Así fue como mi primer ridículo transmitido en vivo y en directo a todo el país se transformó en un motivo de orgullo para ella: se encargó de contarle a medio mundo que yo era una eminencia y que estaba preparado para ser ministro, diputado y hasta presidente de la nación.


viernes, 7 de marzo de 2025

Los amigos del hijo

Un mes después que mi amigo se había marchado a estudiar a Estados Unidos su madre me llamó “muy” disgustada para decirme que era una barbaridad absoluta que desde que se fue su hijo todos sus amigos habíamos desaparecido como por arte de magia, como si no le importáramos en absoluto. Durante toda nuestra juventud la casa de mi amigo había sido el epicentro de nuestro grupo de amigos, no hacía falta ni coordinara nada poque la puerta literalmente siempre estaba abierta y si no estaba él estaba su madre que sin preguntar nada nos ponía un cafecito con pan para” hacer tiempo” mientras ella aprovechaba para ponernos al día de su vida. Conmigo, como siempre he sido de risa fácil, y en ese tiempo explosiva -comencé a amargarme cuando llegué a los veinte-, siempre que me veía aprovechaba para contarme cosas divertidas solo para hacerme reír y de paso reírse ella a carcajadas, que en eso era una campeona. 

Tras esa llamada y mis disculpas aceptadas, quedé en irla a visitar más a menudo y decirle al grupo de amigos. Ella para asegurarse de que cumpliría mi promesa comenzó a llamarme de vez en cuando para tentarme “el jueves vine mi prima a jugar naipe, voy a hacer unos burritos de pollo, usted verá si se viene después del trabajo”, por supuesto que iba, por nada del mundo me habría perdido ninguna de las delicias que cocinaba y mucho menos una sesión de “risoterapia” con ella. Estuve yendo a verla casi que semanalmente hasta que me vine a vivir a España, y pensando en cómo durante años habíamos pensado que ella nos atendía y recibía tan bien -y nos aguantaba todos los días - solo por el amor que tenía a su hijo y ahora que se había ido no queríamos incomodarla y darle trabajo atendiéndonos pero nos equivocamos: para ella también éramos sus grandes amigos . 


lunes, 3 de marzo de 2025

Mini Don Juan

Durante mis ùltimos años de colegial disfruté de una inusitada popularidad entre el sexo femenino, a lo mejor como venía llegando de otro colegio, no era el típico prototipo de aspirante a macho alfa latino y era super bueno escuchándolas -es lo bueno de haber tenido hermanas, que uno afina el oído- las seducía sin querer.

Con bastante frecuencia encontraba papelitos con corazancitos entre mis libros y hasta propuestas para quedar después de clases en el parque de enfrente, yo me reía con esos papeles y los guardaba sin darles demasiada importancia pero ellas insistían. Sandra no desaprovechaba  ocasión para decirme que su hombre ideal era un muchacho de gafas e intelectual, Yenory en cuanto me veía solo se sentaba a mi lado para contarme sus cuitas mirándome con ojos lánguidos y Silvia, que siempre co-protagonizaba conmigo obras de teatro de campesinos. cada vez que podía me cogía de la mano para pasearme como trofeo frente a todos durante los recreos mientras Rebeca, de la estudiantina- ponía mala cara.

Con todas tenia dudas menos con Zeanne, que a sus quince años era lo más parecido a Jessica Rabbit, curvilínea y romántica empedernida me escribía poemas y me dedicaba canciones en la radio, el chismoso de Adonai -sí, tuve un compañero con ese nombre- no paraba de contarme que tenía todos sus cuadernos con las siglas GxZ y que se pasaba horas hablando de mí.

Al regresar a casa siempre me paraba en el espejo, me miraba de arriba abajo y llegaba a la conclusión que todas las mujeres estaban locas, que yo no era feo pero tampoco estaba como para regar veneno: bizqueaba, era flaco, miope, tenía una narizota  y para rematar no sabía jugar al fútbol.
Sí, estaban locas de remate.  

miércoles, 15 de enero de 2025

La vida es una canción

Durante mis vacaciones de verano adoraba despertarme escuchando a mi madre cantar mientras se preparaba para ir a trabajar. Todas las mañanas le pedía a mi padre que le pusiera alguno de sus discos –casi siempre de Demis Russos- y comenzaba a taradear las canciones mientras iba y venía por la casa con sus tacones hablando con mi viejo de las cosas pendientes del día. Me quedaba soñoliento escuchando su voz hasta que escuchaba el motor del coche que se alejaba a toda velocidad para no llegar tarde a la empresa. Entonces me levantaba y toda la casa olía a ella: a una mezcla de perfume, laca y crema de manos,  me gustaba ese olor porque me daba la certeza que aunque ella no estuviera en casa su esencia sí y no se dispersaba hasta bien entrado el día, casi hasta su regreso.

Ahora que ya no está me gusta recordar ese olor, en esas mañanas de gloria en las que lo primero que escuchaba del día era su voz cantando. Como cantaba a todas horas, sobre todo a primera hora, podría apostar que lo primero que escuché cuando vine al mundo fue su voz susurrándome alguna canción –posiblemente algún bolero que tanto le gustaban- y estoy convencido que mi primera infancia se pareció bastante a un musical en el que se alternaba la voz de mi madre cantándome y la música clásica que emanaba de una pequeña radio que mi vieja había puesto en mi cuna. Contaba cuando supo que estaba en estado había empezado a leer todo lo habido y por haber para ser una buena madre y una de las cosas que más le impactó fue sobre las propiedades relajantes de la música clásica en los bebés por lo que lo cumplió a rajatabla desde los primeros meses de embarazo arrimando la radio a su barriga para que yo escuchara y "fuera feliz desde antes de nacer". 

Y vaya si lo consiguió. Casi sesenta años después sigo feliz, escuchando música a todas horas y más que agradecido con la vida por haber tenido como madre y maestra a esa cantante aficionada para la que la vida siempre fue una sinfonía.

sábado, 11 de enero de 2025

Cuarenta años

 

El otro día me encontré en el armario la camisa del último uniforme de colegio que usé, estaba firmada por un montón de compañeros del Liceo. Más de cuarenta años la camisa sigue ahí, inpoluta, ajena al paso de los años con un un montón de mensajes de mis amigos de entonces, a casi todos les pude poner cara y recordar la mini historia que teníamos en común, las bromas que nos hacíamos y la complicidad que nos unía. Como la mayoría de mensajes estaban dirigidos a Pepo, mi apodo familiar que suelo usar cuando me siento muy en confianza, mi conclusión fue que durante aquellos años había sido, como decía Mario Benedetti, inadvertidamente feliz.

Tres años antes había llegado a ese Liceo huyendo del bulling del otro. Gracias al cielo mis padres habían tomando muy en serio mi amenaza de no volver a clases en el nuevo curso lectivo sino me cambiaban de colegio. Bendita decisión porque aquel cambio fue como abrir la ventana en una habitación cerrada y oscura para que entrara el sol a raudales. Llegué a un sitio donde me sentía libre, querido por todos y dónde era yo mismo sin ningún temor. De la noche a la mañana me hice popular todos sabían mi nombre o más bien mi apodo y me costaba trabajo llegar a clase porque de camino siempre me quedaba conversando con alguien. 

Mi popularidad alcanzó hasta los “delincuentes” del instituto, las ovejas negras a los que los profesores tenían entre ojos por su mala conducta. Me di a querer entre ellos porque si los encontraba fumando en el baño no decía nada, si me tocaba cuidar exámenes -porque me había eximido- los dejaba copiar pero sobre todo porque como era el coordinador del club de teatro si necesitaban mejorar su nota don Fermín, el orientador, siempre los mandaba a hablar conmigo para que los pusiera a hacer algo en la próxima obra y así ganar por los pelos el trimestre. 

No volví a ver a ninguno de ellos pero cuarenta años después pude volver a escuchar sus risas…

jueves, 19 de diciembre de 2024

Venirse arriba

 

Aquella vez antes de subir al avión que me llevaría a Israel me autoregañé preventivamente – como suelo hacer siempre antes de cualquier actividad social importante- estaba yendo a un congreso en representación de mi comunidad en Madrid por lo que tenía que ser formalito, discreto, lo más protocolario posible en mis interacciones con los demás, evitar las grandes demostraciones de afecto, y sobre todo destacar por el saber estar. En realidad no me estaba diciendome nada nuevo porque desde que me empecé a sentir mayor mi espontaneidad en acontecimientos especiales, la reduje a mínimos,  totalmente super controlada y vigilada, no como cuando tenía 20 años que era proclive a dar rienda suelta a mi yo con carcajadas estruendosas, queriendo hablar a todo el mundo, y siendo el primero apuntarse a la pachanga si la música se ponía buena.

Mi misión era sencillamente ser un tipo serio y formal.

Llegué con firme propósito de no dar el brazo torcer a mí mismo pero empezó a quebrantarse en cuanto puse un pie en Jerusalén, una ciudad que siempre me produce una alegría casi infantil, y me entran unas unas ganas locas de disfrutarla. Las “grietas” en mi propósito se agrandaron aún más cuando conocí al grupo con el que iba a compartir durante una semana, todos de distintos países y con la mejor energía de pasarlo bien por lo que en treinta segundos llegué a la conclusión que el terreno estaba despejado para mi espontaneidad pero tenía que evitarlo a toda costa. 

Tras los vinos de la cena de aquel primer día y la visita grupal a un bar en el Shuk de la ciudad en el que tenían la música a todo volumen mientras unos chicos no paraba de ofrecer shoots de Arak a quienes se atrevieran a mover el esqueleto empecé a sospechar que mi misión de ser serio y formal iba a fracasar estrepitosamente y lo confirmé en cuanto un compañero se arrancó a bailar, me arrastró con él a la “pista”y acabé bailando y brindando con todos los trausentes que pasaban. El resto fue historia porque la fama de parrandero no me la quité en los días posteriores y la gente del congresó empezó a preguntarme con toda la naturalidad del mundo cómo había estado por cómo estado la juerga del día anterior. 

Y como mi fama me precede, a mi regreso a Madrid en cuanto entré al templo el presidente de la comunidad, que en ese momento estaba celebrando, empezó a reírse, al final de la Tefilá se acercó para felicitarme porque le habían enseñado mis videos bailando y los asistentes le había comentado que lo había dado todo en la noche jerosolimitana, “mejor representación no pudimos tener, la gente quedó encantada contigo”. 


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...