Como bizqueo un poco del ojo derecho –sobre todo cuando estoy cansado o nervioso–, hace ya muchos años me inventé un truco para disimularlo: guiñar el ojo. Una solución ideal y divertida si uno se pasara toda la vida en un bar, porque las camareras te invitan a una ronda, ligas mogollón aunque no lo quieras – “Perdona, he visto que querías coquetear conmigo porque me guiñabas el ojo. ¿Qué plan tienes para esta noche?”–, los amigos ríen tus bromas y te devuelven el guiño por aquello de crear una atmósfera de complicidad, el pinchadiscos te complace con grandes éxitos de los 80 porque le has guiñado el ojo en plan colegueo. En fin, la alegría de la huerta.
Sin embargo, la cosa cambia en otras circunstancias, por ejemplo en una entrevista de trabajo. En la última que tuve, mientras explicaba con detalle y profusión mis funciones como editor web en mi empresa anterior, al decir con orgullo que también le hacía otros trabajitos a los jefes –para dejar claro que era un empleado más que entregado a la causa– guiñé el ojo. De inmediato las dos entrevistadoras intercambiaron miradas, sonrieron maliciosamente y dieron por concluida la entrevista recordándome que su organización se regía por un estricto código ético. Fue ahí donde me percaté del malentendido, pero ya era demasiado tarde: por más que les expliqué que por otros trabajitos me refería a cosas como maquetación de documentos, presentaciones en Powerpoint, análisis estadísticos y una largo etcétera, fue inútil. “Ya lo llamaremos”.
Han pasado seis meses y sigo esperando la llamada
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jueves, 10 de noviembre de 2011
lunes, 7 de diciembre de 2009
La entrevista

En esas circunstancias no extraña que la entrevista despertara todas las expectativas de este mundo y que durante días preparara todos los detalles: desde mi CV, para que no quedara la menor duda de desde mi más tierna infancia quería ser periodista, hasta la ropa que llevaría porque todo entra por la vista sobre todo cuando se trata de la revista más fashion y cool del planeta, por lo menos eso es lo que dice su cabecera. Así que resignado a que me iban a observar con lupa como a un vil microbio en un laboratorio me puse mis mejores galas y mi abrigo nuevo comprado en las rebajas de Zara a mitad de precio.
Acababa de tocar la puerta cuando me percaté que la cremallera de mi abrigo nuevo comprado en las rebajas de Zara a mitad de precio estaba atascada. Si quería hacer mi entrada triunfal y lucir palmito tenía que quitarme el abrigo pero no había forma, una y otra vez lo intenté pero nada de nada. Así que tuve que recurrir a la fuerza bruta y por fin lo logré. Fue una pena que me quedara con parte de la cremallera en la mano izquierda y que en la derecha me hiciera una pequeña herida que no paraba de sangrar, algo de lo que me dí cuenta hasta que le había dado la mano a todo el personal –hay que ver la cara de asco que tiene la gente que trabaja en el sector de la moda pensé –, entregué mi CV como es debido, con manchas de sangre – mejor saco copia y te dejo el original me dijo el jefe de Recursos Humanos – y manché de sangre la blanca mesa de la minimalista sala de juntas – no pasa nada cariño, es de Ikea compramos otra y asunto solucionado me dijo condescendiente la secretaria–. ¡Ya lo llamaremos! , me dijo fríamente el director al tiempo que se limpiaba la mano después de despedirnos.
Han pasado ocho años y sigo esperando la llamada.
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