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lunes, 29 de julio de 2019
Finales felices
El otro día me contaba un amigo de Israel que tiene una tía abuela que nunca ha visto completa "The Sound Of Music" llega hasta la boda y luego se para a seguir con sus cosas porque le deprime ver la llegada de los nazis y que esa pobre gente tenga que salir huyendo, para ella no tiene ninguna gracia y no es un final feliz que una familia tenga que atravesar las montañas huyendo de la barbarie. Visto así, una lógica implacable desde todo punto de vista y a lo mejor algo que habría que aplicar no solo a todas las películas y series de TV -dejar de verlas como queremos recordarlas- sino a cualquier situación que atravesamos por la vida, todo tiene un final implacable pero nosotros decidimos hasta donde llegamos y con qué recuerdos nos quedamos, sea un trabajo, una relación, o una situación que a priori juzgamos desagradable, puede ser que las cosas no vayan como queramos pero tenemos derecho a vivir nuestro propio y muy personal final feliz.
lunes, 24 de octubre de 2011
Cine forum
En casa solían celebrarse los cine fórum como deberían hacerse en todo el mundo mundial: en pijama. Por lo general las sesiones tenían lugar los domingos por la mañana, poco después del desayuno, cuando los dos únicos críticos oficiales de la casa, mi padre y mi madre, decidían contarnos la película que habían visto la noche anterior sin escatimar ningún detalle, incluyendo cómo terminaban, que lo de no contar el final fue una invención moderna de los críticos de los periódicos.
Mi padre era el experto en películas de guerra y para ser más concretos de la II Guerra Mundial. Consideraba que eran las únicas que merecía la pena ver aunque el final siempre era previsible, al menos para mí: pasara lo que pasara siempre ganaban los aliados. Sus películas preferidas eran El puente sobre el río Kwai, cuya banda sonora la pasaba silbando a todas horas; El día más largo y, por supuesto, Los cañones de Navarone, una peli que tuvieron que ver en dos partes porque durante el estreno la función se suspendió tras un temblor que sacudió la capital.
Desde la perspectiva de mi madre las mejores películas eran las comedias de Rock Hudson y Doris Day, de haber sido miembro de la Academia probablemente les habría dado el Oscar durante diez años seguidos. Sin embargo, la película que más le había gustado nunca era Nuestros años felices (Tal como éramos en España, The Way We Were en el resto del mundo), una película “muy recomendable” a pesar de tener el final más triste del mundo. Eso sí, a su juicio le resultaba poco creíble porque ninguna mujer en su sano juicio dejaría escapar a un tipo como Robert Redford.
Cuando crecí decidí seguir las recomendaciones cinematográficas y ver todas las pelis de las que me habían hablado mis padres durante años, pero sobra decir que mis propuestas nunca tuvieron demasiado éxito entre mis amigos del barrio porque todos esos clásicos eran películas para viejitos.
Mi padre era el experto en películas de guerra y para ser más concretos de la II Guerra Mundial. Consideraba que eran las únicas que merecía la pena ver aunque el final siempre era previsible, al menos para mí: pasara lo que pasara siempre ganaban los aliados. Sus películas preferidas eran El puente sobre el río Kwai, cuya banda sonora la pasaba silbando a todas horas; El día más largo y, por supuesto, Los cañones de Navarone, una peli que tuvieron que ver en dos partes porque durante el estreno la función se suspendió tras un temblor que sacudió la capital.
Desde la perspectiva de mi madre las mejores películas eran las comedias de Rock Hudson y Doris Day, de haber sido miembro de la Academia probablemente les habría dado el Oscar durante diez años seguidos. Sin embargo, la película que más le había gustado nunca era Nuestros años felices (Tal como éramos en España, The Way We Were en el resto del mundo), una película “muy recomendable” a pesar de tener el final más triste del mundo. Eso sí, a su juicio le resultaba poco creíble porque ninguna mujer en su sano juicio dejaría escapar a un tipo como Robert Redford.
Cuando crecí decidí seguir las recomendaciones cinematográficas y ver todas las pelis de las que me habían hablado mis padres durante años, pero sobra decir que mis propuestas nunca tuvieron demasiado éxito entre mis amigos del barrio porque todos esos clásicos eran películas para viejitos.
miércoles, 15 de junio de 2011
Pe y yo
Lo mío con Penélope Cruz es algo muy personal y punto. La culpa de todo la tiene un rodaje en el que fui figurante o extra, como dicen en mi pueblo y que me parece más justo para describir ese trabajo en el que uno es solo parte del decorado para darle “credibilidad” a una escena, para que nadie se piense que en este mundo todos van a ser ricos y famosos. Fue una madrugada en una estación de metro. En la escena de “profunda complejidad”, a la voz “Acción” yo tendría que salir corriendo con la mochila roja, prestada para la ocasión por mi compañero de piso, correr por todo el andén e intentar sin resultado coger el metro. A los pocos segundos, en el mismo andén, aparecía Pe –melena al viento, vaqueros ajustados y camiseta de tirantes blancos– y ambos esperábamos el próximo tren. Finalmente llegaba, nos subíamos –en vagones separados para mi pesar– y listo, finalizaba la escena.
Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el andén (“ahora más rápido, ahora más lento, ahora caminando”) mientras que Pe solo aparecía fugazmente a repetir su parte, tras descansar en su camerino. En esos momentos estábamos los dos solos en el andén. Yo sudando a mares, despeinado y hambriento, y Pe, derrochando glamur, a tan solo tres metros de distancia y de espaldas porque está visto que las estrellas, salvo por exigencias del guión, nunca miran a los figurantes (sobre todo cuando están liadas –en esa época– con Tom Cruise, el más raro de todos los Cruises de toda la vida).
Llegué a casa a las cinco de la mañana, muerto de cansancio, dolido con Pe (con lo majo que soy habríamos hecho grandes migas), pero feliz porque por fin saldría en la gran pantalla. Años después, me descargué la película por Internet –que pagar por ver lo que la crítica por unanimidad calificó como un bodrio es masoquismo puro y duro–, la vi una y otra vez y, para mi sorpresa, la escena del metro había desaparecido por completo. Fijo que fue por capricho de la Pe esa.
Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el andén (“ahora más rápido, ahora más lento, ahora caminando”) mientras que Pe solo aparecía fugazmente a repetir su parte, tras descansar en su camerino. En esos momentos estábamos los dos solos en el andén. Yo sudando a mares, despeinado y hambriento, y Pe, derrochando glamur, a tan solo tres metros de distancia y de espaldas porque está visto que las estrellas, salvo por exigencias del guión, nunca miran a los figurantes (sobre todo cuando están liadas –en esa época– con Tom Cruise, el más raro de todos los Cruises de toda la vida).
Llegué a casa a las cinco de la mañana, muerto de cansancio, dolido con Pe (con lo majo que soy habríamos hecho grandes migas), pero feliz porque por fin saldría en la gran pantalla. Años después, me descargué la película por Internet –que pagar por ver lo que la crítica por unanimidad calificó como un bodrio es masoquismo puro y duro–, la vi una y otra vez y, para mi sorpresa, la escena del metro había desaparecido por completo. Fijo que fue por capricho de la Pe esa.
domingo, 18 de julio de 2010
Mi ojo derecho

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