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miércoles, 12 de junio de 2019
La última vez
Hubo una vez que fue la última vez que jugamos con nuestros amigos de infancia. Como de costumbre fueron a buscarnos a casa y salimos más que felices a recorrer el barrio buscando mil aventuras o a sentarnos tranquilamente en el parque para hablar de nuestros temas, para discutir si Superman era más fuerte que el Increíble Hulk. Como todos los días la madre de uno de nuestros amigos nos llamó a merendar y aquellas galletas y refresco nos supieron a gloria, nos sentimos afortunados por tener los mejores amigos del mundo. Como siempre nos dijimos con desgano un "Hasta Mañana" mientras nuestros hermanos desde la puerta nos avisaban que la cena estaba servida y que había que apurarse para acostarse. Esa noche nos dormimos deseando que llegara el verano pronto el verano para pasarnos el día en la calle, para jugar sin parar hasta cansarnos, para no bajarnos de la bicicleta tan solo para comer pero ese verano nunca llegó: los padres de alguien se divorciaron y tuvieron que dejar el barrio, alguien tenía que aprobar el curso y no lo dejaron salir en meses, alguien creció y decidió que era demasiado mayor para jugar. Y así sin saberlo ni pensarlo jugamos por última vez con nuestros amigos de infancia.
lunes, 20 de mayo de 2019
Huellas
Esa amiga de infancia con la jugábamos tardes enteras, ese compañero de Instituto que "daba" la vida por nosotros, esa colega de trabajo que tanto nos hacía reír y que nos sacó de un apuro más de una vez, ese amigo del que fuimos inseparables en nuestra adolescencia y con el que escuchábamos rock, esa amiga que fue confidente a la que le contábamos todo, ese grupo de amigos con los que nos íbamos de juerga como si no existiera mañana y con los que nos encantaba estar, ese primer amor...a medida que nos vamos haciendo mayores uno se da cuenta de la gran cantidad de gente maravillosa que hemos dejado por el camino, no por nada especial, sino porque las mismas circunstancias de la vida nos fueron separando sin nosotros darnos cuenta, un día dejamos de verlos y se perdieron en la vorágine del tiempo siempre tan implacable. Ya nos los vemos más pero llevamos impregnados todo esos recuerdos, los abrazos, los brindis y esa infinita ternura con la que nos abrieron su alma.
miércoles, 24 de abril de 2019
El árbol
Era un pino y estaba frente a la casa de mi vecina. Quizá medía unos ocho metros pero para mi era enorme y el mejor sitio para arreglar el mundo junto a mi amiga. A los 9 años uno tiene mucho que conversar ,y sobre todo qué pensar, y los adultos suelen ser de poca o nula utilidad porque son incapaces de ver las cosas tal como son y comprender qué es lo más importante del vida.
Sentados en las ramas más altas pasábamos horas hablando de lo que queríamos ser cuando fuéramos grande o de lo bueno que sería ir un día irnos a vivir Disneylandia. El árbol era nuestro y eso lo sabían perfectamente los otros niños que no se atrevían a subir salvo invitación nuestra pero lo hacíamos de mala gana, para evitar que en casa nos regañaran.
Cualquiera que quisiera hablar con nosotros siempre sabía que estábamos ahí, sentados en el árbol, charlando y oteando el horizonte porque desde esa altura dominábamos todo el panorama y sabíamos perfectamente quien estaba estrenando patines y no nos lo había dicho, o cual padre era el primero en llegar casa. Acabábamos el día llenos de raspones y con las manos llenos de savia pero más que felices de poder ver el sol colarse por entre las ramas del pino, de poder sentir el viento en nuestra piel y de tener un lugar en el que sentirnos libres.
martes, 5 de junio de 2018
Viajeros
Entonces era una aventura ir al aeropuerto. Se iba no solo a ver los aviones sino a los viajeros, sobre todo a los que llegaban y que por un instante se transformaban en una especie de héroes venidos de otros mundos que volvían a la patria cansados pero con mil aventuras que contar. En ese entonces solo había tres clases de viajeros: los que venían de Estados Unidos, los de México y los del resto del mundo que a nadie interesaban: Europa quedaba demasiado lejos, América del Sur no estaba de moda y nadie con dos dedos de frente se iba hasta China de vacaciones. A simple vista era muy fácil reconocer a los viajeros, los de Estados Unidos llegaban con veinte maletas, con osos de peluches de un metro e impolutos, estrenando zapatillas de marca blanquísimas, con aires de "ni te atrevas a mirarme que me he subido en un avión" y casi siempre mezclando castellano con alguna palabra en inglés para que se notaran que habían estado en la Yunai. Los de México por su parte llegaban con sombreros de charro -los más atrevidos con ponchos- con bolsas en las que era posible adivinar mil marcas de tequila, con caras de haberse corrido la juerga de sus vidas y diciendo mucho "órales" para dejar claro que habían sido los reyes de la noche chilanga por una semana. Afuera estábamos los que nunca viajábamos pero que soñábamos viendo el trajín de pasajeros y pensando que algún día nos tocaría estar ahí en mitad de los abrazos, contando que habíamos visto lo nunca visto.
lunes, 23 de abril de 2018
Promesas
Dicen que de todas las promesas que hacemos las más importantes son las que nos hacemos a nosotros mismos y sobre todo, las que nos hacemos cuando somos niños. La infancia es lugar mágico en el que pese a nuestra corta experiencia percibimos la vida en su estado puro y sabemos distinguir con pasmosa claridad lo que es importante en la vida y lo que es absolutamente innecesario. Es a ese ser, de seis o diez años a quien le tenemos que rendir cuentas, explicar por qué nos convertimos en una persona absolutamente distinta de la que queríamos y por qué no nos cumplimos esas promesas que hicimos frente al espejo o mientras jugábamos con nuestros amigos en las largas tardes de verano. En mi caso lo tenía claro: me prometí nunca ser un adulto amargado, reírme mucho y por todo, como me gustaba, querer "hasta el cielo" a mi familia, tener montones de amigos con los que jugar todo el tiempo, cantar y bailar sin parar. Mucho me ha costado mantener esas promesas pero lo estoy intentando, a pesar del tiempo y de las decepciones acumuladas y de la tentación de volverme un señor serio y formal de cincuenta años. Se lo debo a ese niño que fui.
lunes, 22 de abril de 2013
Me contó un pajarito

miércoles, 20 de abril de 2011
La niña fantasma
A los 7 años no podía entender cómo cuando todos los críos del barrio pasábamos las tardes enteras jugando en la calle, Elena siempre estaba encerrada en la cochera de su casa. Daba igual el tiempo que hiciera, si pasaba uno por su casa, uno siempre se la encontraba sola, sentada tras la verja con ese aire de tristeza que tienen las flores de otro mundo, como si esperase pacientemente a que alguien le abrirse el portón para echar a volar.
“Tonto, no está castigada, es que es como Helen Keller, es ciega y sorda, por eso sus padres no la dejan salir, por miedo a que le pase algo”, explicó mi hermana mayor, que a los doce años era la sabihonda oficial de la familia y, como tal, se puso a recitar a la hora de la cena la biografía de la escritora sin perder detalle, mientras yo la seguía boquiabierto, tratando de imaginar cómo serían las cosas sin oír ni ver nada y si me las apañaría tan bien como Helen Keller. Ya había comprendido por qué Elena estaba tan triste.
Desde ese día cada vez que pasaba por el portón me acercaba para saludarla. Me daba igual lo que dijeran mis amigos, me paraba frente al portón y en silencio esperaba a que ella respondiera. En ocasiones emitía apenas un débil sonido, pero en otras se acercaba lentamente a tocar mi mano y a apretarla con fuerza.
Han pasado muchos años, pero sigo viendo la imagen de Elena y me pregunto si alguien por fin le abrió las puertas y le enseñó a volar libre hacia el infinito
“Tonto, no está castigada, es que es como Helen Keller, es ciega y sorda, por eso sus padres no la dejan salir, por miedo a que le pase algo”, explicó mi hermana mayor, que a los doce años era la sabihonda oficial de la familia y, como tal, se puso a recitar a la hora de la cena la biografía de la escritora sin perder detalle, mientras yo la seguía boquiabierto, tratando de imaginar cómo serían las cosas sin oír ni ver nada y si me las apañaría tan bien como Helen Keller. Ya había comprendido por qué Elena estaba tan triste.
Desde ese día cada vez que pasaba por el portón me acercaba para saludarla. Me daba igual lo que dijeran mis amigos, me paraba frente al portón y en silencio esperaba a que ella respondiera. En ocasiones emitía apenas un débil sonido, pero en otras se acercaba lentamente a tocar mi mano y a apretarla con fuerza.
Han pasado muchos años, pero sigo viendo la imagen de Elena y me pregunto si alguien por fin le abrió las puertas y le enseñó a volar libre hacia el infinito
martes, 5 de abril de 2011
Un tipo serio

martes, 18 de agosto de 2009
Mi balón y yo

Yo para ser sincero le llevaba más ganas al premio de consolación, una caja de galletas de chocolate, pero quiso la vida que a los once años me ganara el juguete más exótico que he tenido para disgusto de Perera, eternamente gilipollas, cuya madre se había currado el traje en forma impecable con la esperanza de que su retoño como de costumbre se luciera. Menos mal que la “seño” decidió echarlo a suertes y el agraciado resultó ser este servidor que la víspera, el solito, se las había apañado para improvisar un traje.
Fue mi primera y única victoria frente a Perera pero me bastó con ver su cara y sus lágrimas de cocodrilo cuando me dieron el balón para sentirme el chaval más feliz de la tierra aunque no tuviera la mínima idea de cómo usar un balón y menos de jugar baloncesto. Aquel balón estuvo en mi vida durante más de cinco años, la mayoría en el armario porque, todo hay que decirlo, nunca supe qué hacer con él. Para mi la única utilidad que tenía era recordarme mi triunfo frente al “pesao” de la clase fuera de eso no lo encontraba ninguna utilidad a un balón (y de baloncesto).
domingo, 22 de junio de 2008
Abuela y cómplice

Como el resto de los adultos andaban muy liados, siempre acudía a ella para las preguntas realmente importantes, como por qué brilla el sol o por qué nacemos y morimos. Si tenía que dormir en su casa, me ponía loco de alegría, porque eso significaba que podríamos charlar hasta altas horas de la noche y que, probablemente, mientras me dormía me contaría alguna de sus historias de cuando el mundo "olía a nuevo", del abuelo que tuvo la osadía de morirse antes de conocer a la mayoría de sus nietos, o de su niñez cuando podía correr por el campo y subirse a los árboles. Solía decir que se dio cuenta que se estaba haciendo mayor el día en el que no pudo trepar más por los árboles, "¡Fue una pena porque era lo que más me gustaba del mundo!", se lamentaba.
Era mi pieza clave en el rompecabezas de la vida. Abuela y cómplice, cuando me vine a España no derramó una sola lágrima, me abrazó con fuerza y me dio un único consejo: «No mires atrás. Si las cosas te van bien allá, quédate: uno siempre debe estar donde mejor brille el sol"
Publicado en "Sí se puede"
viernes, 16 de noviembre de 2007
Adiós a los niños

Atrás quedaron los libros de cuentos, la bicicleta herrumbrada, las zapatillas gastadas de tanto correr por el pueblo y aquellas tardes en las que junto a “cuadrilla” hacíamos expediciones por los planetas de un espacio sideral lleno de peligros.
Vencer monstruos horripilantes, piratas despiadados y lluvias de meteoritos era parte de la rutina de los “super amigos” que estaban dispuestos a luchar, siempre y cuando no fuera la hora de la merienda y nuestra madre nos llamara desde la puerta de la “nave espacial” (que para cualquier adulto no era más que una simple casa ubicada en una barriada).
Atrás quedó la emoción por la Nochebuena, por la fiesta de fin de curso (que digan lo que digan era lo mejor de la escuela), y por la niña más guapa del barrio, única fuerza misteriosa, después de la comida, capaz de adaptarnos de nuestros deberes de superhéroes.
¿Qué pasó con todo ese mundo pleno de significado? ¿Dónde se fueron nuestros juguetes favoritos? ¿Dónde las plastidecor y los libros de pintar? ¿Dónde nuestros amigos del alma que juramos nunca olvidar? No lo podemos precisar, lo único que sabemos con certeza es que un día nos despertamos atrapados en un cuerpo de adulto… y y encima: ¡pensando y actuando como uno de ellos!
De la noche a la mañana nos volvimos hombres serios y respetables sin tiempo para asombrarnos por temas tan banales como el origen del arco iris, el misterio de una noche de estrellas o la existencia de las hadas y los duendes. ¡Un adulto no podía darse el lujo de andar meditando en trivialidades!
En la sociedad de consumo solo prevalece “el más fuerte y el más realista”. Al fin aprendimos la lección junto a otros dogmas del mundo adulto, como que soñar no sirve de nada y que los buenos solo triunfan en las películas.
El niño fue asesinado a quemarropa. Ni siquiera sus cenizas dejamos en nuestro corazón. Y en consonancia con el triste acontecimiento, casi sin saberlo, sustituimos la cálida sonrisa por un rostro tan adusto como las calles de una gran ciudad.
Sin ser psiquiatra, cualquiera puede adivinar que muchos de los sufrimientos y congojas que padecemos los adultos tienen su origen en ese “infanticidio” al que nos sometemos muchas veces voluntariamente -aunque las primeras “balas” son disparadas por la sociedad- al final cada uno de nosotros se encarga de dar ese tiro de muerte que pone punto final a la inocencia.
Quizá en resucitar a ese niño radique la diferencia entre una existencia nihilista o una vida adulta plena de sentido. Hacerlo si bien es difícil, no es imposible, basta con empezar a obedecer nuestras voces interiores y ya habremos dado el primer paso.
De la noche a la mañana nos volvimos hombres serios y respetables sin tiempo para asombrarnos por temas tan banales como el origen del arco iris, el misterio de una noche de estrellas o la existencia de las hadas y los duendes. ¡Un adulto no podía darse el lujo de andar meditando en trivialidades!
En la sociedad de consumo solo prevalece “el más fuerte y el más realista”. Al fin aprendimos la lección junto a otros dogmas del mundo adulto, como que soñar no sirve de nada y que los buenos solo triunfan en las películas.
El niño fue asesinado a quemarropa. Ni siquiera sus cenizas dejamos en nuestro corazón. Y en consonancia con el triste acontecimiento, casi sin saberlo, sustituimos la cálida sonrisa por un rostro tan adusto como las calles de una gran ciudad.
Sin ser psiquiatra, cualquiera puede adivinar que muchos de los sufrimientos y congojas que padecemos los adultos tienen su origen en ese “infanticidio” al que nos sometemos muchas veces voluntariamente -aunque las primeras “balas” son disparadas por la sociedad- al final cada uno de nosotros se encarga de dar ese tiro de muerte que pone punto final a la inocencia.
Quizá en resucitar a ese niño radique la diferencia entre una existencia nihilista o una vida adulta plena de sentido. Hacerlo si bien es difícil, no es imposible, basta con empezar a obedecer nuestras voces interiores y ya habremos dado el primer paso.
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