Cuando tienes 15 años nada hay más importante que el primer día de colegio, sobre todo si estás yendo a uno nuevo. Nada, absolutamente nada, puede quedar al azahar, desde los zapatos que vas a estrenar hasta el peinado que vas a usar, la forma en la que vas a entrar en el edificio, cómo vas a mirar, a quien vas a saludar y quienes se van a acercar a hablar. Un fallo en cualquiera de esas variantes puede ser un error garrafal y ganarte la fama de hortera, raro, nerd y alejarte de cualquier pretensión de ser respetado. Eso bien lo sabía yo, ese día que como venía de un colegio del que había acabado más que harto porque me hacían bulling, estaba decidido a iniciar un nuevo período de mi corta vida.
Llevaba todo de estreno como marcaba la tradición en mi casa, eso sí comprado a cómodos plazos, esta vez en la Cooperativa del Cole en la que nunca nadie compraba nada porque tenía fama de vender cosas de pésima calidad y por la que mi viejo por apuro económico optó. Los primeros quince minutos habían transcurrido con normalidad hasta que se me ocurrió subir a un muro a esperar que iniciaran el acto cívico de bienvenida y el pantalón del uniforme, comprado a cómodos plazos mensuales, se rompió de arriba a abajo en la parte trasera delante de todo el alumnado. Tras unos segundos de congoja opté por la única salida digna que uno tiene en momentos así: reír a carcajadas, las cosas no podrían haber salido peor.
Fue así como inicié una nueva etapa de mi vida convertido sin querer en un personaje, el maecillo del pantalón roto, el "buen nota" del que había que hacerse amigo por divertido, -durante meses la gente me paraba por los pasillos para rememorar la anécdota y eso me dio una fama inusitada durante tres años-; y con una nueva amiga, Laura, que sin conocerme me prestó su jersey para que me lo pusiera en la cintura., desde ese día nos hicimos inseparables.
Los caminos de la vida son misteriosos.
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domingo, 26 de abril de 2020
lunes, 15 de abril de 2019
La hora de los novios
Por aquella época todos los enamorados de Costa Rica sintonizaban "La hora de los novios" un programa tan cursi como su nombre en el que un locutor con voz dramática leía poemas de Pablo Neruda, ponía canciones románticas horteras de Claudio Baglioni
y atendía al aire llamadas de radioescuchas que entre lagrimones y voz temblorosa declaraban su amor o desamor a esa persona tan especial. Eso lo sabía muy bien Zeanne. A sus 16 años era el símbolo sexual del Instituto por su voluptuosidad, mientras otras chicas a esa edad seguían siendo niñas, era curvilínea y con una melena larga que le daba un aire absoluto de "femme fatale". Todos los chicos suspiraban por ella pero ella -según su mejor amigo- solo suspiraba por mi. Durante mucho tiempo mantuvo estoicamente su amor en secreto hasta que un día se hartó y decidió declararlo en vivo y en directo a todo el territorio nacional llamando al programa para dedicarme una balada romántica. Para la mala suerte de Zeanne yo nunca escuchaba la radio, por lo que no me di me enterado y al día siguiente cuando llegué al colegio pensé que todos estaban locos de remate porque cuando me la topé por el pasillo se puso roja como un tomate y salió corriendo y mis compañeros no paraban de cuchichear y de reírse hasta que uno me contó toda historia. Nunca le dije a ella que no había escuchado la dedicatoria pero tampoco dije nada de nada con lo cual, irónicamente, su amor murió el mismo día que lo declaró y desde ese momento dejó de hablarme para siempre.
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