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martes, 23 de julio de 2019

Gaudeamus Igitur

Una de las cosas que más me ha costado en la vida fue dejar de ir a la Universidad. Tras terminar la carrera y no tener absolutamente nada que hacer ahí, estuve yendo durante varios años. Llegaba, me daba una vuelta por los edificios y me metía a leer en la biblioteca. Sencillamente no comprendía mi vida sin ir al lugar donde había sido inmensamente feliz;  a diferencia de algunos compañeros para los que ir a estudiar era un martirio para mí era el mejor plan, no tanto por lo que aprendía como por la gente maravillosa que tuve la suerte de conocer. Podíamos pasarnos las horas hablando de política o riéndonos de la vida mientras preparábamos una presentación o repasábamos las materias para los finales. El mundo era una seductora promesa, un lugar en el que podríamos llegar a ser cualquier cosas por más descabellada que nos pareciera: presidente del país, escritor famoso, ministro, catedrático, todo, absolutamente todo era posible a nuestros veinte años. Muchos tiempo han pasado desde entonces pero cada vez que puedo intento ir a la Facultad, a caminar en silencio por sus pasillos y a recordarme a mi mismo el universitario que fui y todos esos sueños que la arena del tiempo fue sepultando..

miércoles, 6 de junio de 2018

Y así lo resolví...

Aparte del horóscopo, que los redactores de aquella revista inventábamos cada semana -según me cayera alguna persona del signo zodiacal así le irían las cosas- teníamos que escribir la columna "del corazón" en la que los supuestos lectores nos contaban problemas personales y cómo los habían superado. Como en aquella época yo no tenía ninguna pena -no entendía como la gente a los veinte años podía tener la vida tan complicada- mi fuente de inspiración siempre eran mis amigos, que por cosas de la vida siempre me tenían por un excelente confidente y me contaban sus secretos. Y lo era, porque no decía "ni mu" a los conocidos pero si a todo el país que sufría tremendamente con las penalidades y sufrimientos de mis amigos "Me enamoré de mi profesor de matemática pero es renco", "Me gusta mi vecina pero ella está casada con el verdulero", "Mi exnovio es un patán pero lo adoro"...las historias iban y venían, por un lado vino en mano y en plan íntimo mis amigos me contaban lo que les estaba pasando y yo al día siguiente frente al ordenador escribía sus historias, punto a punto eso si con nombres distintos por aquello de no ser más indiscreto. Durante meses la fórmula funcionó a la perfección hasta que empezaron a sospechar, era demasiado raro que la historia que habían leído en una peluquería o en el dentista fuera como la suya, en la vida hay muchas coincidencias pero no estando yo de por medio, eran lo que decían. Así poco a poco dejaron de contarme sus problemas y dejé de ser el amigo de las grandes confidencias. Afortunadamente la vida se encargó de resolver mi primer dilema de joven adulto cuando me ofrecieron trabajar en la sección política de un diario. Mis amigos estaban a salvo.

viernes, 28 de mayo de 2010

Cuando Flora reía

Flora, la diminuta Flora tenía la risa más grande que el mundo haya conocido. Nadie la veía entre las multitudes pero cuando soltaba esa carcajada del alma todos miraban y la vida se reía. Discreción no era lo suyo pero a ella a sus ochenta y tantos, no le importaba, si había que reírse era la primera aunque estuviese en un funeral o en una conferencia magistral, lo suyo era ser feliz en el momento a pesar de las preocupaciones y de las enfermedades.

Podía reírse de cualquier cosa, principalmente de sí misma porque tenía esa extraña y rara virtud de no tomarse demasiado en serio. Si cocinando no salía la receta que dieron por la tele o si se le enredaban las palabras, si en lugar de problemas tenía “poblemas” daba igual, si las cosas no salían como ella esperaba soltaba su carcajada y en segundos, como por arte de magia, cualquier sensación de fracaso desaparecía.

Cuando murió, hace algunos años, solo tuve una certeza: que desde ese día el mundo sería un poco más triste, sin ella, sin la risa de Flora, la diminuta Flora.

A la memoria de Flora Fernández

sábado, 15 de noviembre de 2008

¿Tienes alguna vocación frustrada?

Definitivamente sí. Como me llamo José Guillermo de Jesús, nací en Latinoamérica y me va el drama, era obvio que estaba destinado a ser actor de culebrón, además exitoso.

Eso ya lo decían en el jardín de infancia cuando me tocaba interpretar a algún prócer de la patria y me lo repetían durante todo el instituto en el que, para escaquearme de las materias de siempre –que está visto que no sirven para nada, porque si lo hicieran el mundo sería distinto, le pese a Pitágoras, a Aristóteles y a todos los historiadores, que me tenían frito con Colón y su Isabel La Católica, tan católica ella– me apunté a teatro.

Por si fuera poco, lo pasaba bomba y me venía de perlas para llegar tarde a casa, «por los ensayos». Tenía un brillante futuro como arlequín, pero todo acabó cuando, solemne, les comuniqué a mis padres que me iba a apuntar a una compañía de teatro ambulante y ellos, muy solemnes, me dijeron que de eso nada, que tenía que estudiar una carrera en condiciones y no ir de loco por la vida. Y así terminé en mi condición de periodista emigrante, pluriempleado y un poco loco.


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...