Joven promesa

 

Allá por los noventa, recién graduado como periodista, mientras bailaba con una colega en un bar se me ocurrió sugerirle que era un buen momento para que nuestra generación tomara el poder del Colegio de Periodistas y que de ser así yo estaba más que dispuesto a encabezar la papeleta porque, según yo, TODO el mundo me quería y como venía llegando de España estaba de sobra preparado para asumir cualquier reto.

Mi amiga, que es la persona más política del mundo, no solo aceptó de buena gana mi ofrecimiento sino que después del merengue anunció a la mesa que la nueva generación de periodistas de Costa Rica ya tenía candidato y que ese candidato era yo. A partir de ahí sin querer queriendo me convertí en toda una celebridad, con la agenda repleta de actividades, visitas a los medios en las que yo tenía que detallar mi plan de gobierno y completos desconocidos dándome la adhesión e invitándome a actividades sociales.

Lo que yo no contaba era que como en toda elección tendría un contricante y que eso significaba que tarde o temprano tendría que enfrentarme a un debate público, es decir participar en una de las cosas a las que más pánico le tengo en mi vida: la de hablar en público frente a un gran auditorio. Puedo dar una clase de una hora frente a un grupo de estudiantes pero lo subirme a un escenario para hablar y discutir lo llevo mal.

En el debate –transmitido a todo el territorio nacional por el canal estatal- me fue fatal porque yo era un orador terrible y mi contricante, un señor jubilado -que me parece que hasta había sido ministro de algo- con décadas años de experiencia como comunicador, tenía una oratoria perfecta y rebatió con firmeza y talento todas mis afirmaciones (al parecer estaba furioso que en un artículo firmado por mí pero que yo no escribí, me lo escribió el asesor de un diputado -eso pasa con los "políticos", otra gente nos pasa metiendo en enredos-) tanto que al final, casi me paro yo mismo a aplaudirle.

Por supuesto que perdí el debate y las elecciones pero me gané la admiración eterna de mi Abuela Anita que siguió en directo el debate, dándo golpecitos en la mesa –siempre lo hacía cuando se enfadaba- e insultando a mi contricante porque para ella yo lo estaba haciendo perfecto, merecía ganar y nadie tenía el derecho a insultar a su nieto. Así fue como mi primer ridículo transmitido en vivo y en directo a todo el país se transformó en un motivo de orgullo para ella: se encargó de contarle a medio mundo que yo era una eminencia y que estaba preparado para ser ministro, diputado y hasta presidente de la nación.


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