
Si había mucha gente alrededor trataba de hacerlo rápida y discretamente para que nadie se enterara pero ella, que nunca se conformó con poco, reclamaba de inmediato, “mi hijito, eso es un beso desganado”. Entonces para que mi abuela no pensara que España me estaba volviendo un soso de cuidado repetía la escena con más intensidad y dramatismo que antes para deleite del estimable público que había seguido en vivo y en directo otro capítulo más de mi vida de inmigrante. Algunas veces me aplaudieron, hubo ocasiones en las que señoras conmovidas me daban ánimos tras terminar la conversación y siempre mis amigos se tronchaban de risa.
Cuando ella murió eché mucho de menos aquellas despedidas. Menos mal que mi madre, mis hermanas y mis tíos siguieron con la tradición. Es decir que a mis cuarenta y tres años sigo tirando besos por teléfono en público.