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miércoles, 14 de agosto de 2019
El clarinete
Durante años estuvo guardado como una joya, mi abuela lo tenía en la parte más alta del armario donde solía poner las cosas entrañables de su vida, como fotos, una caja de metal pequeña con recuerdos y papeles importantes. Si le suplicábamos mucho nos lo dejaba ver, era el clarinete de mi abuelo, un músico en sus tiempos libres y que tiró la toalla con el arte cuando se puso de moda el cine sonoro porque llevaba años con sus amigos de la orquesta animando las películas de Buster Keaton, el Gordo y el Flaco, Harold Lloyd y por supuesto, Charlie Chaplin. Se habrá sentido desilusionado y de pronto absolutamente inútil porque él y sus amigos no tenían nada que hacer frente a la espectacular música Made in Hollywood. Cuentan que durante una temporada siguió tocando en las veladas del barrio hasta que un buen día, sin saberlo guardó para siempre el clarinete. Hace mucho que mi abuelo no está y que demolieron el cine en el que actuaba pero yo sigo sintiendo una rara nostalgia familiar cuando escucho a alguien tocar el clarinete, me imagino a ese veinteañero, delgadísimo volviendo a casa con su querido instrumento, tarareando alguna canción de la época y pensando que tarde o temprano algún día sería una gran estrella.
lunes, 14 de enero de 2019
Una canción para mi abuela
Daba igual lo que
estuviera haciendo o que estuviese en mitad de una conversación, cuando mi
abuela escuchaba Anillo de Compromiso el mundo parecía detenerse y
ella parecía perderse en sus recuerdos. Sonreía y movía la cabeza con una
ternura infinita como quien acaricia recuerdos y revive por un segundo un pasado lejano. Mi
abuelo, como mucha gente de su época, fue un pobre de solemnidad que hasta el
último día de su vida aseguró que había conocido a Anita, mi abuela, en un sueño...fue
ver a esa chica guapa paseando por el Parque Central para saber que era ella,
el gran amor de su vida. Y como mi abuelo era de los que creía que cuando el
destino decide a los mortales no nos toca más que obedecer, a los tres meses la
boda se celebró. Aquello fue el inicio de una historia de idas y venidas, de
ocho retoños, de pobrezas y riquezas, de un porvenir dibujado un mantel de
cocina y de muchos veranos entre árboles de mango y de guayaba y la certeza de
tenerse el uno al otro para siempre a pesar de las ausencias, una vida que
parecía evocar en los dos minutos de una canción.
martes, 2 de octubre de 2018
Que la pobreza no se note
Hasta sus últimos días mi abuela siempre decía que una de las cosas de las que más orgullosa se sentía era que sus hijos siempre habían usado zapatos. Un sentimiento que cuesta entender sino uno no se traslada a esos años en los que casi todos eran pobres de solemnidad y andar con zapatos eran un privilegio de los "ricachones", que con sus zapatitos lustrosos cada día salían a conquistar al mundo mientras la mayoría de los mortales andaba por la vida con los pies desnudos.
Contaba mi abuela que desde que jovencísima se convirtió en madre decidió que aunque la criticaran por querer aspirar a algo más -"me decían que qué me creía- y el dinero no alcanzara, sus hijos llevarían siempre zapatos porque que la vida calzado se disfrutaba más.
Detrás de ese gesto, a lo mejor banal para una madre de 8 hijos, que tenía que hacer equilibrios para llegar a fin de mes, se escondía el deseo de mi abuela de mantener siempre la dignidad, de demostrar que por más mal que se estuviera pasando a nadie le tenía que importar, los apuros económicos y las penas se quedaban en casa y pasara lo que pasara la pobreza nunca se tenía que notar:
"Usted con zapatos limpios y siempre con la cabeza bien alta, ¿me entendió?"
Si, abuela, siempre, siempre.
Contaba mi abuela que desde que jovencísima se convirtió en madre decidió que aunque la criticaran por querer aspirar a algo más -"me decían que qué me creía- y el dinero no alcanzara, sus hijos llevarían siempre zapatos porque que la vida calzado se disfrutaba más.
Detrás de ese gesto, a lo mejor banal para una madre de 8 hijos, que tenía que hacer equilibrios para llegar a fin de mes, se escondía el deseo de mi abuela de mantener siempre la dignidad, de demostrar que por más mal que se estuviera pasando a nadie le tenía que importar, los apuros económicos y las penas se quedaban en casa y pasara lo que pasara la pobreza nunca se tenía que notar:
"Usted con zapatos limpios y siempre con la cabeza bien alta, ¿me entendió?"
Si, abuela, siempre, siempre.
lunes, 27 de julio de 2015
Las cosas que nunca te dije
Al final la gente viene y se va y queda uno con la impresión que quedaron muchas cosas por decirse. Vivimos en un mundo de sobreentendidos, partimos del supuesto que el otro en todo momento sabe perfectamente nuestros sentimientos, que nuestros padres saben que los amamos, que nuestros hijos tienen la certeza que daríamos la vida por ellos o que nuestra pareja sabe que sin ella nuestra vida no tendría sentido. Damos por sobreentendido las cosas más grandes y más pequeñas pero lo cierto del caso es que no siempre las cosas quedan claras y que la gente desaparece de nuestras vidas para siempre sin que todo esté dicho y lo que es peor, con la impresión que nunca las amamos lo suficiente. En mi caso es una de las cosas que más me preocupa: he tenido la suerte de tener unos abuelos maravillosos que alegraron mi niñez, unos tíos que me consintieron como nadie y que un día se fueron, grandes amigos que marcharon lejos para no volver y parejas a las que he querido muchísimo y que ya no están a mi lado y no sé si todos ellos supieron lo que significaron para mi y como mi vida cambió por su presencia. Sin su ternura, sin su sonrisa, sin ese abrazo que me dieron en momentos de derrota o alegría mi vida habría sido completamente distinta. Muchos de ellos me acompañaron durante bastantes años, otros tan solo unos meses pero todos dejaron su huella en mi. Así que mis queridos ausentes allá donde estén, no les quepa la menor duda ni por un segundo que siempre los amé.
jueves, 13 de diciembre de 2012
Mi abuela y el Empire State
La culpa de que me guste tanto el Empire State es de mi abuela. La vez que estuvo en Nueva York llegó a mi pueblo revolucionada. Amante de la modernidad -solía criticar con vehemencia a todos los nostálgicos por el modo de vida de antaño "como se nota que nunca lavaron a mano, ni cocinaron con leña, ni caminaron largas distancias hasta el hospital cargando a un hijo enfermo"- vino encantada con todo lo que vio por allá, de lo fácil que era la vida doméstica con tanto electrodoméstico, con el metro a todas partes, con tiendas en las que se podía conseguir lo inimaginable pero sobre todo con el Empire State. Con folletos y fotografías en mano solía contarnos todas la sensaciones que vivió cuando estuvo frente a ese rascacielos, que para ella simbolizaba lo mejor del espíritu humano, las ganas de aspirar cada vez más alto y seguir adelante aún en las peores circunstancias. De niño me gustaba sentarme con ella en la cocina y escuchar como era la vida en un lugar tan lejano y raro como Nueva York y como se veía el mundo desde la cima de ese edificio que solo había visto en películas. Meses atrás mientras estuve viviendo en esa ciudad me gustaba contemplar a los lejos la silueta de ese gigante, entonces como por arte de magia desaparecía el bullicio del trafico, la multitudes en las grandes avenidas y me volvía a sentir en el cálido regazo de mi abuela.
jueves, 23 de septiembre de 2010
La vida desde un árbol

Casada y convertida en madre de familia los niños fueron la excusa perfecta para seguir subiendo a los árboles, no quedaba tan mal porque estaba jugando con sus pequeños, “eso sí muy de vez en cuando”, puntualizaba para dejar claro que primero estaban sus obligaciones con su marido y sus ocho hijos, “es que nadie se imagina lo que trabajábamos las mujeres en aquellos años, había que salir de la pobreza y no quedaba tiempo para nada”. Convertida en abuela, siguió amando a los árboles y aunque con menos energía se subía unos segundos a las ramas más bajas para cumplir con el mágico ritual. “Hasta que un día no pude más. Fue lo más triste del mundo”, concluía pensativa mirando por la ventana los árboles de su jardín.
domingo, 6 de septiembre de 2009
Cualquier tiempo pasado no fue mejor

Y la verdad abuela que en eso tambien tenías razón.
domingo, 22 de junio de 2008
Abuela y cómplice

Como el resto de los adultos andaban muy liados, siempre acudía a ella para las preguntas realmente importantes, como por qué brilla el sol o por qué nacemos y morimos. Si tenía que dormir en su casa, me ponía loco de alegría, porque eso significaba que podríamos charlar hasta altas horas de la noche y que, probablemente, mientras me dormía me contaría alguna de sus historias de cuando el mundo "olía a nuevo", del abuelo que tuvo la osadía de morirse antes de conocer a la mayoría de sus nietos, o de su niñez cuando podía correr por el campo y subirse a los árboles. Solía decir que se dio cuenta que se estaba haciendo mayor el día en el que no pudo trepar más por los árboles, "¡Fue una pena porque era lo que más me gustaba del mundo!", se lamentaba.
Era mi pieza clave en el rompecabezas de la vida. Abuela y cómplice, cuando me vine a España no derramó una sola lágrima, me abrazó con fuerza y me dio un único consejo: «No mires atrás. Si las cosas te van bien allá, quédate: uno siempre debe estar donde mejor brille el sol"
Publicado en "Sí se puede"
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