miércoles, 31 de agosto de 2011

Encontrar al padre

Cuenta mi amiga que un día de tantos se despertó con ganas de conocer a su padre. Durante mucho tiempo había estado posponiendo ese momento – a veces por miedo, otras por rencor y casi siempre por evitar un enfrentamiento con su madre con la que era un tema que simplemente no se podía tratar – pero de repente sintió que para completar el rompecabezas de su vida necesita precisamente esa pieza. Es lo que tiene llegar a los cuarenta, que de repente te entran ganas de hacer las paces con el mundo y poner un poco de orden dentro del caos cotidiano.

De niña y adolescente le gustaba observar con detenimiento a los señores mayores con los que se encontraba en la calle intentando encontrar algún parecido y siempre los veía alejarse con cierta tristeza “¿Y si ese era mi padre?” pensaba al tiempo que se imaginaba un final feliz yendo a casa con él de la mano y sintiendo que era la chica más afortunada del mundo por tener un papá “tan bueno y tan guapo”.

Hallar a su progenitor resultó menos difícil de lo que esperaba. Vivía a pocos kilómetros de su casa. El encuentro no fue tan emotivo como esperaba, no hubo el clásico abrazo de “perdona hija por haberme olvidado de ti”, tampoco ningún gesto que denotara la más mínima sorpresa por parte de él pero para mi amiga era el momento más importante de su vida, por fin le ponía rostro al gran ausente de su vida. Tras ese brevísimo encuentro decidieron seguir quedando de vez en cuando.

Al poco tiempo murió el padre, quizá en el fondo él también había estado esperando conocer a esa hija que abandonó siendo muy pequeña y  así terminar su ciclo en esta vida. Para mi amiga fue un duro golpe, nadie se resigna a encontrar algo por lo que ha luchado toda su existencia para perderlo de inmediato. El mundo nunca es justo.

Han pasado dos años desde entonces, hace poco me comentaba con una sonrisa que la vida da muchas vueltas porque gracias aquellos fugaces encuentros y a esa muerte repentina descubrió que tenía muchos hermanos y sobrinos que no estaban dispuestos a perderla de nuevo ni ella tampoco, “Toda mi vida creyendo que era hija única para descubrir que tenía un familión por parte de padre”. A sus 44 años mi amiga está más que encantada con sus nuevos "hermanitos”.

lunes, 18 de julio de 2011

Sangre Azul

Fue durante el saludo a la bandera, que todos los lunes hacíamos en la escuela, cuando Perera me reveló su gran secreto, que tenía sangre azul. A los siete años aquello me pareció la cosa más terrible que había escuchado. A decir verdad Perera no era muy simpático que digamos, pero ¿por qué la vida se había burlado de aquel chico? ¿Qué atroz destino tendría alguien que tuviera ese problema en la sangre? y lo que era peor, ¿sería contagioso? Desde aquel día se acabó la paz, dedicaba mis ratos libres a pensar si mi colega llegaría al final del curso o si caería muerto en mitad de la clase. Menos mal que tuve la suerte de que un día Perera se hiciera una herida en la mano mientras jugábamos, para así descubrir el embuste: su sangre era roja, rojísima, como la mía. ¡ Era un impostor !

Como la polémica llegó a oídos de la maestra y ella era una sabihonda en una clase, nos explicó con todo lujo de detalle lo que significaba tener sangre azul, mientras Perera se crecía a vista y paciencia de todos: era un futuro príncipe. Así terminó mi breve amistad, y de la mitad de la clase, con nuestro compañero, no solo por la cochina envidia, sino porque el susodicho, cada vez que se hablaba en clase de un rey, daba igual si era de España o de la India, del siglo XX o de la Edad Media, apostillaba con aire autosuficiente “mi tío”, “mi abuelo”, “mi primo”, ¡qué familia!

Desde entonces no quiero ni oír hablar de reyes y princesas.

martes, 12 de julio de 2011

Que se mueran los guapos

No pienso poner un pie en ese restaurante. Dicen que colocan a sus clientes en las mesas según lo agraciados (o no) que sean. Guapos, cerca de las ventanas, normalitos al centro, y feos al sótano. Seguramente es tan leyenda urbana como la de los gatos bonsái o la del niño que quería recibir ocho millones de cartas antes de pasar a mejor vida, pero yo con la sensibilidad a flor de piel prefiero no correr riesgos, no sea que me dé un ataque cardiaco y me muera de felicidad si me sientan al lado de los enormes ventanales, o de tristeza si me colocan en el sótano, de espaldas a la pared y con una máscara encima, porque con los días que llevo fijo que me pasa. Así que para no confirmar mi fama de feo prefiero abstenerme de las delicias de este restaurante y dejar que participen en el casting los ingenuotes que los fines de semana hacen cola para entrar en él. Por mí, que se mueran los guapos.

miércoles, 15 de junio de 2011

Pe y yo

Lo mío con Penélope Cruz es algo muy personal y punto. La culpa de todo la tiene un rodaje en el que fui figurante o extra, como dicen en mi pueblo y que me parece más justo para describir ese trabajo en el que uno es solo parte del decorado para darle “credibilidad” a una escena, para que nadie se piense que en este mundo todos van a ser ricos y famosos. Fue una madrugada en una estación de metro. En la escena de “profunda complejidad”, a la voz “Acción” yo tendría que salir corriendo con la mochila roja, prestada para la ocasión por mi compañero de piso, correr por todo el andén e intentar sin resultado coger el metro. A los pocos segundos, en el mismo andén, aparecía Pe –melena al viento, vaqueros ajustados y camiseta de tirantes blancos– y ambos esperábamos el próximo tren. Finalmente llegaba, nos subíamos –en vagones separados para mi pesar– y listo, finalizaba la escena.

Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el andén (“ahora más rápido, ahora más lento, ahora caminando”) mientras que Pe solo aparecía fugazmente a repetir su parte, tras descansar en su camerino. En esos momentos estábamos los dos solos en el andén. Yo sudando a mares, despeinado y hambriento, y Pe, derrochando glamur, a tan solo tres metros de distancia y de espaldas porque está visto que las estrellas, salvo por exigencias del guión, nunca miran a los figurantes (sobre todo cuando están liadas –en esa época– con Tom Cruise, el más raro de todos los Cruises de toda la vida).

Llegué a casa a las cinco de la mañana, muerto de cansancio, dolido con Pe (con lo majo que soy habríamos hecho grandes migas), pero feliz porque por fin saldría en la gran pantalla. Años después, me descargué la película por Internet –que pagar por ver lo que la crítica por unanimidad calificó como un bodrio es masoquismo puro y duro–, la vi una y otra vez y, para mi sorpresa, la escena del metro había desaparecido por completo. Fijo que fue por capricho de la Pe esa.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La cochina envidia

Justo cuando enviar postales de viajes se había quedado demodé y podíamos vivir tranquilamente, sin pensar en lo bien que lo pasaban los demás durante sus vacaciones mientras nosotros nos asfixiábamos de calor en la ciudad, inventan Facebook, y con él la costumbre de que amigos y enemigos nos inunden  con miles de posts y vídeos de sus viajes y fiestas. Imposible no darse por enterado, sobre todo cuando te etiquetan o ponen pies de fotos del tipo “La pasamos tan ricamente que pensamos en ti” (salta a la vista lo tristes que estaban ), “Aquí estamos en plena fiesta, solo faltas tú” (haberme pagado el billete).

Mis padres no tienen Facebook pero sí teléfono, y para no quedarse atrás en esta moda han decidido llamarme cada vez que se la están pasando pipa. Da igual que sea verano o invierno, madrugada o la hora de la siesta, ellos con toda la tranquilidad del mundo mundial llaman para transmitir en directo el paseo que están haciendo a la playa o la visita a mi restaurante favorito. Mi madre incluso me ha llegado a llamar para anunciar el menú del día. “¿A que no sabes qué voy a cocinar?”.

Ellos felices y uno con la boca agua.

miércoles, 20 de abril de 2011

La niña fantasma

A los 7 años no podía entender cómo cuando todos los críos del barrio pasábamos las tardes enteras jugando en la calle, Elena siempre estaba encerrada en la cochera de su casa. Daba igual el tiempo que hiciera, si pasaba uno por su casa, uno siempre se la encontraba sola, sentada tras la verja con ese aire de tristeza que tienen las flores de otro mundo, como si esperase pacientemente a que alguien le abrirse el portón para echar a volar.

“Tonto, no está castigada, es que es como Helen Keller, es ciega y sorda, por eso sus padres no la dejan salir, por miedo a que le pase algo”, explicó mi hermana mayor, que a los doce años era la sabihonda oficial de la familia y, como tal, se puso a recitar a la hora de la cena la biografía de la escritora sin perder detalle, mientras yo la seguía boquiabierto, tratando de imaginar cómo serían las cosas sin oír ni ver nada y si me las apañaría tan bien como Helen Keller. Ya había comprendido por qué Elena estaba tan triste.

Desde ese día cada vez que pasaba por el portón me acercaba para saludarla. Me daba igual lo que dijeran mis amigos, me paraba frente al portón y en silencio esperaba a que ella respondiera. En ocasiones emitía apenas un débil sonido, pero en otras se acercaba lentamente a tocar mi mano y a apretarla con fuerza.

Han pasado muchos años, pero sigo viendo la imagen de Elena y me pregunto si alguien por fin le abrió las puertas y le enseñó a volar libre hacia el infinito

martes, 5 de abril de 2011

Un tipo serio

Tres meses tardé en aprender la diferencia entre mote familiar (apodo, como dicen en mi pueblo) y nombre verdadero. A los siete años no lograba comprender cómo a uno le ponían un nombre para luego no usarlo jamás, y aún menos por qué tenía que mantener en secreto un mote que a mí me gustaba y del cual me sentía orgulloso. Encima, mi padre era el que había comenzado a llamarme así, con lo cual mi cabeza estaba “patas p'arriba”. Sin embargo, mis viejos estaban más que decididos a que la criatura iniciara su etapa escolar con toda la formalidad del caso, diciendo –y correctamente– sus dos nombres para dejar claro a todos los compañeritos de la escuela que yo era un tipo serio y de buena familia. Día y noche me hacían repetir mis nombres y ensayar la presentación que haría el primer día lectivo, y como por arte de magia nadie volvió a llamarme por mi apodo: el operativo había sido un éxito. Por fin llegó el primer día de clases, antes de presentarme respiré profundo, pensé en lo orgullosos que estaban mis padres y empecé mi presentación oficial: “Buenos días, mi nombre es José Guillermo, pero me dicen Pepo.”

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...