A los 7 años no podía entender cómo cuando todos los críos del barrio pasábamos las tardes enteras jugando en la calle, Elena siempre estaba encerrada en la cochera de su casa. Daba igual el tiempo que hiciera, si pasaba uno por su casa, uno siempre se la encontraba sola, sentada tras la verja con ese aire de tristeza que tienen las flores de otro mundo, como si esperase pacientemente a que alguien le abrirse el portón para echar a volar.
“Tonto, no está castigada, es que es como Helen Keller, es ciega y sorda, por eso sus padres no la dejan salir, por miedo a que le pase algo”, explicó mi hermana mayor, que a los doce años era la sabihonda oficial de la familia y, como tal, se puso a recitar a la hora de la cena la biografía de la escritora sin perder detalle, mientras yo la seguía boquiabierto, tratando de imaginar cómo serían las cosas sin oír ni ver nada y si me las apañaría tan bien como Helen Keller. Ya había comprendido por qué Elena estaba tan triste.
Desde ese día cada vez que pasaba por el portón me acercaba para saludarla. Me daba igual lo que dijeran mis amigos, me paraba frente al portón y en silencio esperaba a que ella respondiera. En ocasiones emitía apenas un débil sonido, pero en otras se acercaba lentamente a tocar mi mano y a apretarla con fuerza.
Han pasado muchos años, pero sigo viendo la imagen de Elena y me pregunto si alguien por fin le abrió las puertas y le enseñó a volar libre hacia el infinito
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