lunes, 2 de junio de 2025

Empoderado

 


Allá por los noventa durante una visita a Los Angeles una amiga mía, que trabajaba como acomodadora en un teatro,  me propuso ser acomodador voluntario durante una de las funciones, era un trabajo fácil y la recompensa no podía ser mejor: ver “Los Miserables” en un teatro en la zona de Hollywood, sin pagar ni un centavo. Entusiasmado llegué dos horas antes de la función para conocer el teatro, y descubrir que era enorme, y asistir a una reunión en dónde a partir del “Hello guys…” me perdí por completo y fue ahí cuando me acordé “de repente” que mi inglés por aquella época era bastante limitado por no decir nulo. Así que en cinco minutos empecé a temer que a lo mejor me había empoderado demasiado aceptando la propuesta y que había hecho lo de siempre cuando me empodero: que piso el acelerador a fondo, y como dicen en mi pueblo, al final “me voy con todo”. Aquello fue la crónica de un desastre anunciado: la sección que se me asignó era enorme, no entendía lo que la gente me decía, no encontraba los asientos y acabé sentando a la gente en los números correctos 22, 23, etc pero sin fijarme en la letra de la hilera, me parecía una solución bastante “acertada”. 

Y fue así fue que mientras Jean Valjean cantaba la primera de sus canciones, mi querido público asignado no paraba de recolacarse, de buscar el asiento correcto, mientras que yo, en un rincón y ajeno por completo a todo el caos que había originado, disfrutaba de la magia del teatro y del "time of my life": estar viendo por primera vez en mi vida una super producción de un musical que me traía de cabeza.   


viernes, 9 de mayo de 2025

Nostalgia

Aquel día Douglas, mi compañero de clase estaba pletórico: no solo porque era día de excursión escolar y no tendríamos clase sino que yo había aparecido por sorpresa con mi vieja. A sus ocho años vivía suspirando con que su madre regresara pronto de Estados Unidos, se había ido siendo él muy pequeño, con la promesa de regresar pronto y los años pasaban sin que sucediera el milagro -y nunca sucedió- de verla entrar por la puerta de casa.  Así que ese día me preguntó si le prestaba a mi mamá y yo accedí más que feliz de ver tan feliz a mi mejor amigo de mi época escolar.

Se pasó durante toda la excursión llamándola “Mami”, paseándose gallardo de la mano con ella y tanto a la ida como a la vuelta sentado a su lado, contándole las cosas que los niños suelen compartir con sus progenitoras mientras yo me dedicaba a mirar el paisaje relajadamente, tranquilo de que alguien le estuviera prestando atención a mi vieja para yo dedicarme a mis pensamientos.

El recuerdo de esa excursión me vino a la mente este domingo en Lisboa. Una amiga me invitó a comer a casa de sus padres para celebrar el día de la madre y desde el minuto uno, su vieja me recordó demasiado a la mía y la nostalgia me inundó por completo; recordé a Douglas, a su anhelado sueño de tener una mamá  y he de reconocer que me costó trabajo no preguntarle a mi amiga si por un ratico no me prestaba a la suya. 

miércoles, 7 de mayo de 2025

La LLAMADA del día

Se tratara de una fiesta familar, de una visita importante o de un suceso único, mi abuela antes de las nueve de la noche de repente desaparecía y había que buscarla en el lugar más apartado de la casa para encontrarla rezando con su gastado libro de oraciones –que probablemente pertenecía a su madre-, en plena conversación el Jefe.  

Era la “llamada” más importante del día y eso ella lo tenía muy claro así como cada miembro de su prole: desde nuestra corta edad aprendíamos a respetar ese momento, ese tiempo le pertenecía solo a ella y cualquier petición, por más urgente que fuera, podía esperar. Pasados un rato mi abuela reaparecía triunfal, relajada y sonriente porque ya había presentado sus suplicaciones y peticiones al Creador y estaba completamente segura que a su tiempo serían escuchadas, la fiesta podía continuar. 

A mi me tranquilizaba bastante tener una abuela que tenía línea directa con Ds, me sentía extrañamente protegido, invencible y orgulloso de esa complicidad que ella tenía con toda la corte celestial a la cual pedirle favores. Mi abuela dejó este mundo hace muchos años, mi madre – que había asumido el testigo aunque más relajadamente (en broma solía decirle que era mal rezadora porque si yo le preguntaba algo me contestaba en mitad de sus oraciones) – también y yo, a estas alturas de la vida extraño la sensación de saber que alguien en algún rincón del Universo me encomienda en sus oraciones. 

jueves, 10 de abril de 2025

Secreto

 

Nadie, absolutamente nadie podía saber que los fines de semana yo los pasaba en el Cuartel, un bar de mi pueblo en el que había que estar si uno quería ser alguien en el mundo de la cultura o por lo menos estar al día de que se movía en el ambiente artístico. Era el lugar en el que naufragábamos todos los aspirantes a bohemio después de cualquier vernissage -no me perdía ni uno-, concierto de música de la sinfónica o de un montaje teatral. 

En una misma noche uno podía estar de conversona con la protagonista del último estreno de la Compañía Nacional de Teatro y a  los cinco minutos estar brindando con el tenor de ópera que uno acababa de ver.  A mis ventiypocos yo estaba más que encantado de pertenecer de alguna u otra forma a ese círculo y que tanto famoso acabara saludándome con familiaridad cada vez que nos veíamos en el bar.

Por supuesto que tenía sus detractores, sobre todo entre la gente  decente que suponía que entre tanto artista y gente liberal después del primer trago se montaba una auténtica bacanal -la gente decente suele tener una imaginación febril- y la gente terminaba de mala manera, como acababan todos los depravados de los artistas en Costa Rica, Nueva York y Dublín.

Yo para evitarme sermones decidí mantenerlo en estricto secreto, hablando por teléfono en clave con mis amigos y contestando escuetamente las preguntas de mis padres sobre dónde había estado la noche anterior con lo cual la sensación de estar haciendo algo que estaba prohibidísimo aumentaba y uno sentía una mezcla de orgullo y arrepentimiento por pecador consumado. 

Me di cuenta que mi misión secreta había fracaso estruendosamente el día en que mi amigo Roberto, que mis padres adoraban porque tenía fama de ser serio y responsable –“hasta el papá lo deja manejar el carro de la familia”, repetía mi padre cuando hablaba de él para recalcar lo formal que era – apareció en el bar cerveza en mano y diciéndome que había llamado a mi casa y que mi vieja le había dicho que con toda seguridad estaba en el Cuartel, que fuera y que se viniera conmigo porque a ella eso era lo único que le preocupaba: que yo me viniera solo en el taxi con lo peligroso que se estaba poniendo San José. 

Fin de la historia.

Psd. El caso de mi amigo fue el primero de muchas apariciones misteriosas de amigos de distintos grupos a los que yo pertenecía que se autoinvitaban al Cuartel repitiendo lo mismo: "su mamá nos dijo que estaba aquí".


martes, 25 de marzo de 2025

El estirón

La verdad que me vino fatal pegar el estirón a los once años. De la noche a la mañana ya medía más de 1.70 y eso me alejaba radicalmente de mis amigos del nuevo barrio que por entonces tenían 8 o 9 años y no pasaban más del metro y medio pero lo más triste de todo era que me exiliaba definitivamente de ese paraíso perdido llamado infancia del que no tenía el más mínimo apuro en salir. 

La voz de "alarma" la dieron los obreros de construcción que por aquella época inundaban un barrio que como yo estaba en plena expansión: cada vez que salía a jugar con mis amiguitos a Policías y Ladrones, chiflaban, se reían y hacían comentarios desagradables -sí, el populacho suele ser muy cruel como descubrió -y muy tarde- María Antonieta de Francia. 

Empecé a poner mil excusas cada vez que me tocaban la puerta para ir a jugar, que mis padres me habían castigado, que estaba con gripe, que tenía mucha tarea;  aunque como los veía tristes de vez en cuando les hacía alguna concesión y los ponía a hacer algún juego que yo dirigía sentado en la puerta de casa: “Pues juguemos Simón Dice, yo soy Simón…juguemos escondido, bueno cuento yo…” es decir que poco a poco asumí el rol del adulto que entretiene a niños, no el que juega de igual a igual con ellos y eso me ponía triste.

Aquello fue el inicio de una adolescencia que temporalmente fue un poco solitaria porque oficialmente me quedé sin amigos de mi edad en el barrio y yendo a un colegio que no me gustaba nada. Menos mal que dos años después decidí apuntarme a cuanto grupo juvenil había en el pueblo, y aquel ex niño encontró su sitio. 

jueves, 13 de marzo de 2025

El último vino

 

La última noche antes de morir, mi viejo me pidió un vino. 

Cómo según el folleto de la medicación que la doctora le había recetado cualquier forma del alcohol estaba absolutamente prohibida le serví una especie de sumo de uva con burbujas que a mi no me gustaba para nada, pero por lo menos le quitaba el antojo.

Es decir que, a un señor de ochenta años, que se había vuelto forofo al vino tinto por “culpa” mía -logré convencerlo de que la cerveza no era muy buena para la salud- en su última noche le puse en su copa una mala imitación de vino (él como era tan agradecido, lo recibió con una sonrisa, lo bebió con ganas y soltó su clásico "¡Qué rico!" que siempre decía al terminar su copita).

Si yo hubiese llegado a saber que era su último vino, pesar de los consejos de la geriatra, del Ministerio de Salud y de la OMS, le habría servido una copa hasta arriba y me habría servido una también, habríamos saboreado ese último trago ,nos habríamos despedido prometiendo no olvidarnos y vernos pronto.

Pero no.
Seguimos al pie de la letra las prescripciones médicas, mi padre tuvo la peor noche de su vida y murió a primera hora del día siguiente. 

En resumen: si durante mi vejez, alguien me prohíbe tomar vino por temor a que acorte mi esperanza de vida, por favor sírvanme una botella.

Joven promesa

 

Allá por los noventa, recién graduado como periodista, mientras bailaba con una colega en un bar se me ocurrió sugerirle que era un buen momento para que nuestra generación tomara el poder del Colegio de Periodistas y que de ser así yo estaba más que dispuesto a encabezar la papeleta porque, según yo, TODO el mundo me quería y como venía llegando de España estaba de sobra preparado para asumir cualquier reto.

Mi amiga, que es la persona más política del mundo, no solo aceptó de buena gana mi ofrecimiento sino que después del merengue anunció a la mesa que la nueva generación de periodistas de Costa Rica ya tenía candidato y que ese candidato era yo. A partir de ahí sin querer queriendo me convertí en toda una celebridad, con la agenda repleta de actividades, visitas a los medios en las que yo tenía que detallar mi plan de gobierno y completos desconocidos dándome la adhesión e invitándome a actividades sociales.

Lo que yo no contaba era que como en toda elección tendría un contricante y que eso significaba que tarde o temprano tendría que enfrentarme a un debate público, es decir participar en una de las cosas a las que más pánico le tengo en mi vida: la de hablar en público frente a un gran auditorio. Puedo dar una clase de una hora frente a un grupo de estudiantes pero lo subirme a un escenario para hablar y discutir lo llevo mal.

En el debate –transmitido a todo el territorio nacional por el canal estatal- me fue fatal porque yo era un orador terrible y mi contricante, un señor jubilado -que me parece que hasta había sido ministro de algo- con décadas años de experiencia como comunicador, tenía una oratoria perfecta y rebatió con firmeza y talento todas mis afirmaciones (al parecer estaba furioso que en un artículo firmado por mí pero que yo no escribí, me lo escribió el asesor de un diputado -eso pasa con los "políticos", otra gente nos pasa metiendo en enredos-) tanto que al final, casi me paro yo mismo a aplaudirle.

Por supuesto que perdí el debate y las elecciones pero me gané la admiración eterna de mi Abuela Anita que siguió en directo el debate, dándo golpecitos en la mesa –siempre lo hacía cuando se enfadaba- e insultando a mi contricante porque para ella yo lo estaba haciendo perfecto, merecía ganar y nadie tenía el derecho a insultar a su nieto. Así fue como mi primer ridículo transmitido en vivo y en directo a todo el país se transformó en un motivo de orgullo para ella: se encargó de contarle a medio mundo que yo era una eminencia y que estaba preparado para ser ministro, diputado y hasta presidente de la nación.


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...