martes, 12 de octubre de 2010

Otros tiempos

Viajar ya no tiene ninguna gracia. Es lo que siempre concluyo después de leer los diarios antiguos de mi pueblo cuya sección de sociedad estaban repletos de notas alusivas a los viajes que realizaban los más pudientes. Podían ser pequeños textos o bien cuartos de página acompañados por la fotografía de la gentil damita que salía mañana para Miami en viaje de quince años, de Cuquita de la Ruy que haría un tour por Europa acompañada de su distinguida madre o del joven ilustre Gerardo Rodríguez, hijo del destacado doctor del mismo nombre, que se iba a México a estudiar medicina. Entonces los periódicos servían para algo: para despertar la cochina envidia de los demás y para congregar en el aeropuerto a los más cotillas.

Según mi padre la terminal aérea siempre estaba a reventar no por los viajeros, que eran los mismos cuatro gatos de siempre, sino por la cantidad de curiosos que se congregaban ante la salida de cualquier vuelo. Desde los balcones la multitud seguía en vivo y en directo el desfile de los ricachones que caminaban lenta y elegantemente hacia el avión de la PanAm mientras por la megafonía se anunciaba el nombre y destino del viajero para no dejar ninguna duda sobre quien era realmente el afortunado. Entonces el avión iniciaba su ascenso y el público se dispersaba entre lamentos y suspiros, pensando en lo bueno que sería estar allá entre nubes, atendido por una angelical azafata. En definitiva, eran otros tiempos.

sábado, 9 de octubre de 2010

La crueldad de la gente buena

A menudo se lamentaba una amiga de lo mala que solía ser la gente buena. No lo hacían con mala intención pero cuando se lo preguntaban la dejan triste y bastante apesadumbrada, con y un sentimiento de tota inutilidad frente a la vida. “¿Para cuando los hijos, que ya os estáis haciendo mayores?” Después cumplir treinta y cinco años familiares, amigos y vecinos se la repetían como un mantra, como un reclamo del coro griego a la heroína que se niega a cumplir el papel que el destino le ha marcado. El drama era que ella si que quería y estaba dispuesta a sacrificarse, llevaba intentándolo varios años pero ni la madre natura ni ninguna técnica de fertilización daban resultado. ¿Cómo decirles que había llorado noches enteras? ¿Cómo expresar la frustración que sentían ella y su marido? Hay cosas que no se pueden decir con palabras y esa era una de ellas. Bastaba con verla mirar a un bebé para comprender lo que estaba sufriendo. La historia de mi amiga tuvo un final feliz, hoy es madre de un precioso crío y siempre que recuerdo todo lo que pasó pienso en todas esas valientes mujeres que como ella sueñan con ser madres y no pueden y que siguen aguantando estoicamente las preguntas indiscretas de esa gente buena tan cruel.

domingo, 3 de octubre de 2010

La paz del dormitorio

Eran las dos de la mañana y dormían profundamente. Ella abrazada a la espalda de él, y él roncando con la tranquilidad que da estar en su propia habitación. Algunas revistas desperdigadas por el suelo, un poco de ropa encima de un carrito de supermercado y encima de una caja cartón un tetrabrik de vino y una barra de pan a medio terminar. Podría ser una escena cotidiana de cualquier matrimonio de mediana edad sino fuera porque estaba sucediendo en mitad de una céntrica plaza madrileña. La fauna nocturna iba y venía en ese sábado invernal mientras ellos, ajenos al ajetreo, probablemente soñaban con un tener un techo y una vida como la del todo el mundo. No se sabe si por respeto o por el frío que hacía, quienes pasaban al lado de esa pareja que tenía a Madrid por dormitorio, lo hacían en absoluto silencio como si estuvieran contemplando a un par de ángeles caídos cubiertos con un viejo edredón.

jueves, 23 de septiembre de 2010

La vida desde un árbol

Decía mi abuela que se dio cuenta que estaba envejeciendo el día en que no pudo subirse más a los árboles. Según ella, subir a un árbol, sentarse en una de sus ramas, sentir como te acaricia el viento y ver el sol brillar por entre sus hojas era una de esas experiencias por las que valía la pena haber nacido. De niña lo hacía todos los días aún a riesgo de romper vestidos nuevos o de que su madre la castigara por perder el tiempo. En la adolescencia, en esa edad del recato y del pudor, mi abuela confesaba que seguía haciéndolo a hurtadillas para no dar de qué hablar a la gente, si estaba dando un paseo y de repente descubría que nadie la veía corría al primer árbol para subir a él y tener esa maravillosa sensación de libertad, “¡cómo gozaba haciéndolo!”, contaba mientras se reía como solo ella sabía hacerlo.

Casada y convertida en madre de familia los niños fueron la excusa perfecta para seguir subiendo a los árboles, no quedaba tan mal porque estaba jugando con sus pequeños, “eso sí muy de vez en cuando”, puntualizaba para dejar claro que primero estaban sus obligaciones con su marido y sus ocho hijos, “es que nadie se imagina lo que trabajábamos las mujeres en aquellos años, había que salir de la pobreza y no quedaba tiempo para nada”. Convertida en abuela, siguió amando a los árboles y aunque con menos energía se subía unos segundos a las ramas más bajas para cumplir con el mágico ritual. “Hasta que un día no pude más. Fue lo más triste del mundo”, concluía pensativa mirando por la ventana los árboles de su jardín.

viernes, 17 de septiembre de 2010

El caribeño

Mi jefe estaba desesperado. No sabía que hacer conmigo. Me había contratado para ser la alegría de la redacción, ejercer de “caribeño” cachondo en suelo español y había resultado un muermo de inmigrante. No vestía con colores chillones, no hablaba con ese acento cantarín de los cubanos y dominicanos -sino con uno “indefinido latinoamericano”- encima no me gustaba la salsa. “A decir verdad de aburrido pareces inglés”. Era un buen tipo, se notaba que me apreciaba y la verdad que me daba pena ser causa de su tristeza. Fue inútil que le explicara los mil acentos que existen en América Latina, que le dijera que lo mío era un defecto de fábrica pero que si buscaba bien, tarde o temprano, encontraría al caribeño de sus sueños. El hombre estaba acabado y yo más porque no había estado a la altura de los estereotipos, algo inaceptable aquí y en medio mundo. Así que días después para evitar que me despidieran por falta de vocación “sudaca”, y de paso alegrar al pobre hombre que bastante tenía con lo mal que iba el programa, decidí cantar un Calypso en vivo y directo en el programa.

El ranking de ese día cayó en picado pero mi jefe no paraba de reír…y nunca más me volvió a pedir que sacar al caribeño que hay en mí.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La Negra

La Negra le dijo a mi madre que de eso nada, que ella no se daba por despedida, que era parte de la familia, que hasta donde se sabía la familia estaba para las buenas y para las malas y que se quedaría junto a nosotros sin cobrar un duro, el tiempo que fuera necesario. Así fue como nuestra asistenta dio por zanjado el tema de su posible despedido. Días antes mis padres habían llegado a la conclusión que la economía familiar iba de mal en peor y que una asistenta era un lujo que ya no podíamos permitirnos, lo que no contaban era que La Negra – que en realidad era “color hormiga”, como ella solía decir – no se consideraba un lujo, sino parte de la familia.

Y la verdad que tenía razón. Desde que llegó a nuestra casa se ganó el corazón de todos, no era muy buena limpiando y la plancha tampoco era lo suyo – perpetraba el planchado, lo quemaba todo – pero era cariñosa a raudales sobre todo con los chiquillos de la casa y tenía una alegría contagiosa. Era fácil verla cantando boleros de Antonio Machín o bailando mientras limpiaba ventanas o barría. Si por la radio sonaba alguna de sus canciones preferidas no se aguantaba las ganas, se “tiraba a pista” y se ponía a bailar con la escoba o con quien estuviera pasando por ese momento por el salón, daba igual si era de la casa o se trataba de alguna visita.

Sin embargo la Negra también tenía mucho carácter sobre todo para pelear por Gerardo, su novio de toda la vida, eternamente pretendido por todo su círculo de amigas (a la fecha una incógnita para todos nosotros porque el chaval no era muy agraciado que digamos). Desde el día que llegó a casa con un ojo morado mi madre entendió que había tomado al pie de la letra su consejo de que había que luchar por los que uno ama. A menudo pillaba a su “dandy” abrazado a otra y ella optaba por resolver la situación de la forma más diplomática posible: de un solo golpe neutralizaba a Gerardo, y con tirones de pelo y carterazos se encargaba de la otra chica. A golpes entiende la gente, era su lema.

La Negra dejó de trabajar para nosotros en 1979 pero desde entonces no ha dejado de estar en contacto con nosotros. Siempre que pienso en ella, veo los rostros de todos esos familiares adoptivos que la vida me ha regalado y que se han convertido en parte de uno. Gracias a esos familiares que escogemos –o que nos escogen- nos sentimos menos solos y sin querer nos acercamos al misterio del amor.

martes, 24 de agosto de 2010

Unos dientes para Miguelito

Miguelito se arrancó con esas rancheras que suele cantar la gente de pueblo, esas canciones que llegan al alma sobre todo si uno pasa casi todo el año a 8 mil kilómetros de distancia de la otra mitad de su corazón. La idea era ir a recoger a un amigo al aeropuerto pero de camino nos “tropezamos” con un bar – que manía tienen los bares de meterse en el camino de la gente – y pedimos unas cervezas para “hacer tiempo” pero lo de siempre, entre zarpe y zarpe*, nos dieron las tantas y nos olvidamos de aviones y de historias.

Así fue como conocimos a Miguelito, camarero y cantante. Venti y pocos años, mirada triste, delgadísimo, traje de charro desteñido -y probablemente de segunda mano- y un vozarrón que contrastaba con su apariencia de niño abandonado. Como todo buen cantante y con la ayuda del karaoke, que con la crisis no alcanza para un mariachi, se dedicó toda la noche a complacer al público con boleros de siempre, rancheras y alguna cumbia por si alguno se animaba a bailar.

Finalizada su actuación y tras agradecer el apoyo del estimable público, el dueño de aquella cantina agradeció la participación de Miguelito, camarero y cantante, y anunció que el artista pasaría por las mesas para recoger una “ayudita” y de paso, vender números para una rifa cuyos fondos serían dedicados a una noble causa: comprarse una dentadura postiza. Así que en medio de las risas incrédulas del público, Miguelito inició su periplo sonriéndole a todos los asistentes y enseñando sus encías sin ningún pudor. No se sabe si por accidente, por descuido o por pobreza había perdido todos sus dientes delanteros pero él estaba más que dispuesto a recuperarlos cantando noche tras noche en un humilde bar.

*En Costa Rica, la “última” copa antes de marcharse.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...