martes, 11 de febrero de 2020

Que nada sea en vano

Iba ser un sábado tranquilo. Ella se había levantado muy temprano para preparar el desayuno, los niños de 5 y 7 años tenían club de fútbol y tenían que alimentarse bien. Como de costumbre costó una eternidad que acabaran todo y que por un rato el par de diablillos se quedaran quietos mientras ella les terminaba de poner los calcetines y las zapatillas. El marido los apuró, ese día le tocaba a él llevarlos, así ella podía disfrutar de un rato de tranquilidad, había hecho planes para tomarse otro café en la terraza mientras leía un libro, la mañana estaba soleada había que aprovechar. Tras besarla, los niños subieron entre risas al coche mientras él le hacía señas de que la llamaría a lo largo de la mañana, por la noche tendrían invitados y había que organizarse. Encantada de tener un ratito para ella se puso a ordenar la casa, a recoger ropa y juguetes, mientras canturreaba una canción.

Quince minutos después sonaba el teléfono, "¿Quien podrá ser a esas horas?" pensaba. Al otro lado la voz nerviosa de un hombre preguntaba si era la casa de su marido, que había tenido un accidente, "¿Ellos están bien?". La pregunta se quedó sin responder porque tras darle la dirección le colgaron a toda prisa. A como pudo se alistó, con las piernas temblando se subió al coche, y mientras conducía empezó a rezar, pensando en que a lo mejor era tan solo susto y que en breve estarían de vuelta a casa todos juntos. Dejó de rezar mientras le abrían paso entre el tumulto de policías, cruz rojistas, periodistas...y cayó de rodillas cuando el vio el coche de su marido aplastado bajo el trailer. No necesitó más explicaciones.

Vendrían años de mucha soledad, de preguntas sin respuestas, de viajes constantes de ida y vuelta de la rabia al dolor más profundo, de no tener razones para estar en este mundo y luego la redención a través de ayudar a otros, de pensar que de alguna forma tendría que honrar la corta vida de sus pequeños y del gran amor de su vida, de encontrarle sentido a todo . Para que nada hubiese sido en vano.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Bonanza

Cuentan mis viejos que allá por los años 60 más de una vez caminaron no sé cuantos kilómetros para ir a ver televisión a casa de un tío "ricachón" de mi padre. Lo de ricachón no porque tuviera mucho dinero sino porque en esa época tener en casa una TV era un lujo que solo unos cuantos podían permitirse. En cuanto terminaban de cenar salían con toda prisa para llegar a tiempo para ver un episodio de Bonanza en compañía de familiares y vecinos, que se reunían en el salón de la casa de mi tío abuelo para mirar las aventuras de Ben Cartwright y sus hijos y de paso hacer un poco de tertulia sobre lo mal que estaba el mundo por aquella época mientras se tomaban un traguito y compartían lo que cada uno había llevado para comer. Al final de la noche mis padres veinteañeros hacían el camino de regreso pensando en que la vida sería maravillosa el día en que pudieran comprarse aunque fuera a plazos, como todo lo que había en casa, un aparato de ésos y ponerlo en el centro de la sala, y ver Bonanza y la Caldera del Diablo, en pijama como unos señores de postín.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La princesa en la buhardilla


Se llamaba María y era la clienta mas singular que he tenido, decía que yo era su "informático"y me llamaba cada vez que tenía alguna pequeña "tragedia" con su ordenador como que se le desconfigurara el ordenador, el anti-virus no funcionara o se le perdiera la clave de la cuenta de correos en un maremagnum de archivos. En ese entonces tenía unos 85 años, viuda y con un hijo que vivía en el exterior daba la impresión de llevar una vida solitaria. Por su porte, su cuidada melena, sus ojos azules y sus ademanes finos podría vivir en cualquier palacio europeo pero vivía en un minúsculo estudio de Madrid junto a un pekinés endemoniado que no paraba de ladrar en cuanto yo llegaba.

Era fácil adivinar que María había tenido tiempos mejores, bastaba con ver sus fotos en su Argentina natal: una chica rubia guapísima en una recepción o vestida con traje de equitación siempre al lado de un caballo, su gran pasión. Estaba escribiendo un libro sobre Equinoterapia, lo único que le preocupaba cada vez que tenía problemas con el ordenador. "No sabés cómo curan estos animales", me decía mientras me contaba a grandes rasgos de lo que iba su obra. Despedirse de ella era toda una odisea porque yo me negaba a cobrarle, me parecía un honor servirle y alegrarle un poco el día, pero cogía 20 euros y me los echaba en el bolsillo de la camisa, "te tomás un café en honor mío y ya está, es tu trabajo".

No volví saber nada de María pero es imposible no pensar en ella cada vez que veo a una señora paseando su perro por la ciudad. ¿Estará tan sola como mi clienta? ¿Será otra princesa atrapada en una buhardilla? 

lunes, 26 de agosto de 2019

La foto

Como siempre he bizqueado un poco con el ojo derecho quedar bien en cualquier foto que se me tome de frente es toda una odisea porque tiene que ser desde un ángulo exacto lo cual implica tomar decenas de fotos para terminar escogiendo la menos peor. Eso lo tengo claro desde mi tierna infancia y lo tuve muy presente el día en que el mejor y más célebre fotógrafo de Costa Rica nos tomó la foto de fin de curso de la primaria, pasamos toda la mañana posando una y otra vez, flanqueados por el director y una maestra a la que tenía atravesada porque me pasaba regañando el día entero. No sé cuantas veces el fotógrafo habrá pedido que "el de las gafas" mantuviera la compostura, que no hiciera muecas, que simplemente mirara fijamente la cámara pero me parece que fue inútil porque al final en la fotografía seleccionada salgo con la cabeza agachada, mirando al suelo. El enfado fue mayúsculo entre mis compañeros sobre todo entre los alumnos "alfa", los consentidos de la maestra, que querían tener un recuerdo perfecto de sus años escolares, el único que se rió a carcajadas fue Douglas, mi mejor amigo, que siempre sostuvo que lo había hecho a propósito para boicotear a los creídos de la clase, "qué bueno, les echaste a perder la foto".

jueves, 22 de agosto de 2019

Como en las telenovelas

Hace unos meses un amigo me contaba que siempre se había reído de las telenovelas, que le parecía una exageración todo lo que le pasaba a los protagonistas, que era absolutamente imposible que en la vida real la vida de la gente fuera tan excesivamente complicada. A él, químico de profesión, racional, contenido en sus emociones, reservado en su vida privada y la persona más discreta del universo le resultaba creer todos esos enredos en los que se metían los personajes: nadie con dos dedos de frente se mete con la mujer de su mejor amigo, ninguna mujer se puede enamorar de un farsante que ama a otra, ninguna joven becaria puede creer que el jefe dejará a su mujer para casarse con ella, nadie puede amar a dos personas a las vez, nadie puede ser pareja de alguien a quien no ama y pretender ser feliz. Mi amigo pensaba y pensaba entre risas que eso en la vida real nunca pasaba hasta que el año pasado su madre le reveló que su padre era otro y que se había casado estando embarazada de él. Dice que en el fondo lo sospechaba porque había cosas que no cuadraban para nada y que su vieja cada vez que hablaba del tema cambiaba abruptamente de tema, se enfadaba y que no fue hasta que la amenazó con no volver a verla nunca más que le contó su secreto, un secreto que le pertenecía también a él. Así que a sus 42 años la vida de mi amigo se convirtió en una telenovela.

miércoles, 14 de agosto de 2019

El clarinete

Durante años estuvo guardado como una joya, mi abuela lo tenía en la parte más alta del armario donde solía poner las cosas entrañables de su vida, como fotos, una caja de metal pequeña con recuerdos y papeles importantes. Si le suplicábamos mucho nos lo dejaba ver, era el clarinete de mi abuelo, un músico en sus tiempos libres y que tiró la toalla con el arte cuando se puso de moda el cine sonoro porque llevaba años con sus amigos de la orquesta animando las películas de Buster Keaton, el Gordo y el Flaco, Harold Lloyd y por supuesto, Charlie Chaplin. Se habrá sentido desilusionado y de pronto absolutamente inútil porque él y sus amigos no tenían nada que hacer frente a la espectacular música Made in Hollywood. Cuentan que durante una temporada siguió tocando en las veladas del barrio hasta que un buen día, sin saberlo guardó para siempre el clarinete. Hace mucho que mi abuelo no está y que demolieron el cine en el que actuaba pero yo sigo sintiendo una rara nostalgia familiar cuando escucho a alguien tocar el clarinete, me imagino a ese veinteañero, delgadísimo volviendo a casa con su querido instrumento, tarareando alguna canción de la época y pensando que tarde o temprano algún día sería una gran estrella.

lunes, 29 de julio de 2019

Finales felices

El otro día me contaba un amigo de Israel que tiene una tía abuela que nunca ha visto completa "The Sound Of Music" llega hasta la boda y luego se para a seguir con sus cosas porque le deprime ver la llegada de los nazis y que esa pobre gente tenga que salir huyendo, para ella no tiene ninguna gracia y no es un final feliz que una familia tenga que atravesar las montañas huyendo de la barbarie. Visto así, una lógica implacable desde todo punto de vista y a lo mejor algo que habría que aplicar no solo a todas las películas y series de TV -dejar de verlas como queremos recordarlas- sino a cualquier situación que atravesamos por la vida, todo tiene un final implacable pero nosotros decidimos hasta donde llegamos y con qué recuerdos nos quedamos, sea un trabajo, una relación, o una situación que a priori juzgamos desagradable, puede ser que las cosas no vayan como queramos pero tenemos derecho a vivir nuestro propio y muy personal final feliz.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...