Cuando mi abuela veía la tele, el espectáculo era ella. Si había una persecución policial jaleaba a los defensores de la ley Cuando mi abuela veía la tele, el espectáculo era ella. Si había una persecución policial jaleaba a los defensores de la ley "¡Corran, que si no se les escapa...está escondido en la bodega!" y cuando lo atrapaban aplaudía con satisfacción: "¡Que bien, todo sapo muere estripado!" Durante los telediarios si salía Margaret Thatcher o Golda Meir movía la cabeza en gesto afirmativo y daba golpecitos en la mesa, "¡Sí señor, eso es lo que hay que hacer y punto!" Si por el contrario salía un político que le caía mal solía proferir algún insulto "Viejo más mentiroso, usted es un sinverguenza" o si salía algún grupo musical hacía el ademán de ponerse a bailar y movía las manos con alegría. Cuentan que la vez que participé en un debate en TV -la cosa más surrealista que he hecho en mi vida- durante las dos horas mi abuela no se levantó de la silla y cada vez que hablaba mi contrincante golpeaba la mesa "¿Pero que se cree ese traspalmejas hablándole así a mi nieto?" y cuando yo lo rebatía, no paraba de aplaudir con orgullo. Mi abuela vivía la televisión. A lo mejor por eso es que cada vez que veo a la gente frente al TV sin hablar, sin decir ni mú, mirando atentamente con gesto serio, siento que nos hemos vuelto muy aburridos y que al universo y a la vida les hace falta algo: les falta mi abuela.
lunes, 8 de abril de 2019
miércoles, 13 de febrero de 2019
Carlitos
Desde los cinco
años tenía claro que tenía que no podía darse el lujo de jugar como los otros
niños. Como era "pobre", como el mismo decía, no tenía más remedio
que acompañar a su madre mientras limpiaba casas a limpiar casas ajenas.
Mientras su vieja fregaba suelos, él se dedicaba a sacudir, a limpiar vidrios o
hacer cualquier trabajito para que le dieran unas monedas demás. Así fue como
conocí a Carlitos, acompañando y asistiendo a su vieja mientras limpiaba la
casa de mis padres y correteando conmigo por el barrio.
La verdad que era
un chiquillo rubio encantador y divertido, con esa voz de soprano que mantuvo
hasta los 15 años y de la que él era el primero en reírse -"¡Qué vocecita la
mía!"- era el alma de la fiesta, siempre feliz y encantado de estar con
nosotros al punto que siempre decía que si algún día se sacaba la lotería lo
primero que haría sería comprarle una casota "Madrina", mi madre, y
otra más pequeñita para él, "¿Se imagina que bonito?", decía con un
brillo en sus ojos traviesos.
Durante muchos
años nos visitó religiosamente cada semana pero fue crecer para comenzar a
espaciar más y más las visitas. Lo único que sabíamos por referencias era que
no paraba de trabajar en restaurantes, fábricas y en cuanta cosa hiciera falta
y que "llevaba una mala vida", según su madre. Nosotros en cada
visita lo veíamos más serio, ya no se
reía con esa risa cristalina, ni decía ocurrencias, tenía ese aire melancólico
de quienes han sufrido más de la cuenta y según decía no paraba de enfermarse.
Fue así como por
vez primera escuchamos hablar del HIV, entonces una enfermedad mortal casi desconocida
y de la que se tenía muy poca información. Ante la pregunta nuestra de cómo había
que tratarlo porque no sabíamos nada de nada, mi madre fue contundente: "¡Pues con
más cariño que de costumbre! ¿que otra cosa va a ser?"
Siguió
visitándonos hasta que no tuvo fuerzas para levantarse. El último
recuerdo que tengo es la sonrisa que nos dedicó cuando entramos a la habitación
en la casa de la señora que lo cuidaba y las palabras con las que nos recibió mientras nos cogía de la mano:
"¡Ay pero que bonito, si son mis hermanitos!". Carlitos murió poco tiempo después...y yo lo lloré como suelo llorar
mis pérdidas, de a poquitos pero durante mucho tiempo pensando en que pocas
veces -o nunca- sabemos lo que realmente significamos en la vida de otra gente,
para ese chiquillo rubio de la voz de soprano no éramos unos conocidos más o
los patrones de su madre, siempre fuimos su familia.
martes, 5 de febrero de 2019
Nunca me olvides
Fue en el Supermercado, un día cualquiera, cuando él la miró fijamente preguntándole quien era. En un primer momento ella creyó que se trataba de una broma, a lo largo de 40 años de matrimonio su marido a menudo le gastaba alguna broma para hacerla sonreír -"es que estás más guapa cuando te enfadas"-sin embargo esta vez fue diferente, había algo en su mirada y en su voz completamente distinto, no rompió en una carcajada ni le dio un abrazo travieso, caminó desorientado por el pasillo mientras ella lo perseguía, "Cariño, ¿a donde vas? Soy tu esposa", mientras él repetía con insistencia en que había perdido el camino a casa. Aquello fue tan solo el principio de una cadena de despistes a los que el médico, dos semanas después , puso nombre: "su marido tiene Alzheimer".
A ella le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo, a los 75 años se es demasiado joven para olvidar una vida y sobre todo una historia de amor. El primer beso, la luna sobre el mar en la Luna de Miel, el minúsculo apartamento de recién casados, los bailes de fin de año (cómo bailaban), la llegada de los hijos, las cálidas tardes de verano en la playa, las despedidas cuando él se marchaba a trabajar a otra ciudad, la alegría del reencuentro, la ilusión del primer nieto...toda una vida a punto de esfumarse.
Habían prometido amarse toda la vida y no olvidarse nunca y ahora precisamente él estaba a punto de hacerlo...
A ella le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo, a los 75 años se es demasiado joven para olvidar una vida y sobre todo una historia de amor. El primer beso, la luna sobre el mar en la Luna de Miel, el minúsculo apartamento de recién casados, los bailes de fin de año (cómo bailaban), la llegada de los hijos, las cálidas tardes de verano en la playa, las despedidas cuando él se marchaba a trabajar a otra ciudad, la alegría del reencuentro, la ilusión del primer nieto...toda una vida a punto de esfumarse.
Habían prometido amarse toda la vida y no olvidarse nunca y ahora precisamente él estaba a punto de hacerlo...
lunes, 14 de enero de 2019
Una canción para mi abuela
Daba igual lo que
estuviera haciendo o que estuviese en mitad de una conversación, cuando mi
abuela escuchaba Anillo de Compromiso el mundo parecía detenerse y
ella parecía perderse en sus recuerdos. Sonreía y movía la cabeza con una
ternura infinita como quien acaricia recuerdos y revive por un segundo un pasado lejano. Mi
abuelo, como mucha gente de su época, fue un pobre de solemnidad que hasta el
último día de su vida aseguró que había conocido a Anita, mi abuela, en un sueño...fue
ver a esa chica guapa paseando por el Parque Central para saber que era ella,
el gran amor de su vida. Y como mi abuelo era de los que creía que cuando el
destino decide a los mortales no nos toca más que obedecer, a los tres meses la
boda se celebró. Aquello fue el inicio de una historia de idas y venidas, de
ocho retoños, de pobrezas y riquezas, de un porvenir dibujado un mantel de
cocina y de muchos veranos entre árboles de mango y de guayaba y la certeza de
tenerse el uno al otro para siempre a pesar de las ausencias, una vida que
parecía evocar en los dos minutos de una canción.
lunes, 7 de enero de 2019
La madre suicida
A los ocho años,
Juanito, mi compañero de Escuela ya no daba más de sí, todos los lunes llegaba
a la Escuela tristón, pensativo y ojeroso. Durante meses yo pensaba que mi
amigo estaba aquejado de una terrible enfermedad y le tenía toda la
consideración y estima que se le tiene a quienes van a dejar este mundo en
breve hasta que un día me confesó que su madre padecía de depresiones y a
menudo intentaba suicidarse. Al parecer no escatimaba esfuerzos en todos sus intentos, y fin de semana de por
medio se tomaba un cóctel de pastillas, intentaba ahorcarse, se cortaba las
venas y hacía lo imposible por poner fin a su vida.
A mi en lo
personal, como amigo de Juanito, me importaba un comino que la señora cayera
fulminada por un rayo pero me parecía injusto que el pobre chico viviera un eterna
pesadilla, en una constante zozobra y más me enfadaba que los compañeros se
burlaran de él porque lloraba por cualquier cosa, en el fondo yo sabía que mi
amigo era más valiente que ninguno porque a su tierna edad, mientras su
progenitora estaba en el hospital o sedada en casa, él tenía que apañárselas
para prepararse la comida, planchar el uniforme y luchar por tener una vida
normal como si nada pasara.
Juanito, que era
una eminencia en muchas cosas, era un fan de la película "El Mago de
Oz". Podía pasarse horas de horas hablando de la historia y de cómo
Dorothy era una tonta de cuidado porque pudiendo quedarse en la Ciudad
Esmeralda siendo feliz con sus amigos había escogido regresar a su casa en
Kansas. "¿Quien la entiende?" me se decía mirándome detrás de esas
gafotas, "yo ni loco vuelvo".
martes, 2 de octubre de 2018
Que la pobreza no se note
Hasta sus últimos días mi abuela siempre decía que una de las cosas de las que más orgullosa se sentía era que sus hijos siempre habían usado zapatos. Un sentimiento que cuesta entender sino uno no se traslada a esos años en los que casi todos eran pobres de solemnidad y andar con zapatos eran un privilegio de los "ricachones", que con sus zapatitos lustrosos cada día salían a conquistar al mundo mientras la mayoría de los mortales andaba por la vida con los pies desnudos.
Contaba mi abuela que desde que jovencísima se convirtió en madre decidió que aunque la criticaran por querer aspirar a algo más -"me decían que qué me creía- y el dinero no alcanzara, sus hijos llevarían siempre zapatos porque que la vida calzado se disfrutaba más.
Detrás de ese gesto, a lo mejor banal para una madre de 8 hijos, que tenía que hacer equilibrios para llegar a fin de mes, se escondía el deseo de mi abuela de mantener siempre la dignidad, de demostrar que por más mal que se estuviera pasando a nadie le tenía que importar, los apuros económicos y las penas se quedaban en casa y pasara lo que pasara la pobreza nunca se tenía que notar:
"Usted con zapatos limpios y siempre con la cabeza bien alta, ¿me entendió?"
Si, abuela, siempre, siempre.
Contaba mi abuela que desde que jovencísima se convirtió en madre decidió que aunque la criticaran por querer aspirar a algo más -"me decían que qué me creía- y el dinero no alcanzara, sus hijos llevarían siempre zapatos porque que la vida calzado se disfrutaba más.
Detrás de ese gesto, a lo mejor banal para una madre de 8 hijos, que tenía que hacer equilibrios para llegar a fin de mes, se escondía el deseo de mi abuela de mantener siempre la dignidad, de demostrar que por más mal que se estuviera pasando a nadie le tenía que importar, los apuros económicos y las penas se quedaban en casa y pasara lo que pasara la pobreza nunca se tenía que notar:
"Usted con zapatos limpios y siempre con la cabeza bien alta, ¿me entendió?"
Si, abuela, siempre, siempre.
martes, 3 de julio de 2018
Silvia, la reina
Que fuera guapa, simpática y que sobre todo, apuntada. Fueron los tres requisitos que me dieron para buscar una reina para la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva, estábamos en la Asociación de Estudiantes y ese año queríamos lucirnos como nadie. De inmediato pensé en Silvia, que de sobra reunía de sobra todas las condiciones y que por nada del mundo se perdería una oportunidad así porque si algo sabía ella era disfrutar el momento.
-"Hmmm, y que hay que hacer?
-Nada, solo ir montada en la carroza el día del desfile, saludar y tirar besos así (haciendo la mímica).
-Hmm déjeme pensarlo (medio segundo después)...bueno sí, está bien. Usted si que es embarcador!!"
Fue así como entre risas Silvia fue nuestra reina durante una semana y aguantó estoicamente el desfile universitario, con un vestido hecho para la ocasión, saludando sin parar al público y sonriéndonos con complicidad de vez en cuando porque por una vez más yo la había embaucado a hacer algo y ella no había defraudado.
Creo que ese momento selló nuestra amistad para siempre y se convirtió en esa anécdota histórica que provoca la risa entre amigos hasta las lágrimas cada vez que se encuentran -"Más respeto, acuérdese que fui reina de la Escuela!"- y alivia las penas del alma, como ahora que sé que nunca más nos volveremos a ver.
En memoria de Silvia Cabezas Bolaños
-"Hmmm, y que hay que hacer?
-Nada, solo ir montada en la carroza el día del desfile, saludar y tirar besos así (haciendo la mímica).
-Hmm déjeme pensarlo (medio segundo después)...bueno sí, está bien. Usted si que es embarcador!!"
Fue así como entre risas Silvia fue nuestra reina durante una semana y aguantó estoicamente el desfile universitario, con un vestido hecho para la ocasión, saludando sin parar al público y sonriéndonos con complicidad de vez en cuando porque por una vez más yo la había embaucado a hacer algo y ella no había defraudado.
Creo que ese momento selló nuestra amistad para siempre y se convirtió en esa anécdota histórica que provoca la risa entre amigos hasta las lágrimas cada vez que se encuentran -"Más respeto, acuérdese que fui reina de la Escuela!"- y alivia las penas del alma, como ahora que sé que nunca más nos volveremos a ver.
En memoria de Silvia Cabezas Bolaños
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