jueves, 13 de octubre de 2011

Los hombres ya no son lo que eran

Me contaba una amiga divorciada que harta de ser la eterna soltera, la que siempre va sola a las fiestas y cenas, se apuntó a una web de contactos. Tras el temor inicial del “quedirandemi”, ilusionada creó su perfil con una breve y “honesta” descripción: chica de 50 años, profesional y de buen ver busca chico para salir. Agregó un par de fotos, las mejores de sus últimas vacaciones en Ibiza, una con la melena al aire en plan leona y otra más formalita con traje de ejecutiva para reforzar la idea de mujer independiente. Al principio los resultados no se hicieron esperar: mensajitos, piropos, propuestas de noches de pasión y hasta de matrimonio. Se sentía en la gloria porque otra vez estaba en el mercado y no paraba de responder mensajitos picantes. Sin embargo, con el tiempo su ánimo se fue desinflando porque con los chicos que quedaba o querían enrollarse en el momento o casarse ipsofactamente, y la verdad es que tras un traumático divorcio no se está para ninguna de las dos cosas. Así que, visto lo visto, volvió a utilizar los mecanismos tradicionales: pedirle a los amigos que le presentasen tipos atractivos, a hacerse la interesante en mitad de un reunión de trabajo, en el metro a las siete de la mañana mientras intenta no dormirse o cuando hace la compra con chandal y tacón alto -antes muerta que sencilla- con resultados prácticamente nulos, salvo que la mayoría la agrega a Facebook o le manda mensajitos cariñosos por whatsapp, sms, por msn, gtalk, es decir, que sigue en las mismas, en el mundo virtual. Su teoría es que las redes sociales nos están volviendo vagos hasta para ligar y que el arte del cortejo se está perdiendo aceleradamente porque nadie quiere perder tiempo. “Los hombres ya no son lo que eran”, me dice melancólica, al tiempo que saca su Iphone del bolso para devolverle un "toque" a uno de sus pretendientes, un compañero de Pilates con el que nunca ha quedado.

jueves, 22 de septiembre de 2011

El equilibrista

El otro día me contaba un amigo que nunca se imaginó la clase de cosas que la gente buena era capaz de decir hasta que se murió su madre. Había decidido no doblegarse ante la pena y enfrentar el momento con filosofía, después de todo su vieja había tenido una vida plena, había amado a sus hijos y ellos sencillamente la adoraban por lo que desde su óptica no se merecía un funeral lúgubre.  “Es una pérdida irreparable, vas a ver como toda tu vida las vas a echar de menos”, “¡ Pobrecito mío ¡¡Que solo te has quedado en el mundo” eran algunas de las perlas más light que entre lagrimones le soltaban sus piadosos vecinos mientras él trataba de consolarlos.

Algo similar le pasó a otra amiga. Estaba internada en el hospital, recién operada de la matriz y tratando de poner al “mal tiempo buena cara” sobre todo después de que el médico le advirtiera que nunca podría quedar embarazada. Para animarla, que ya se sabe que para eso están los “buenos" amigos, una colega de curro lo primero que hizo fue felicitarla “¿Te imaginas? ¡Ya puedes olvidarte del rollo de la planificación familiar!” La pobre cuenta que si no hubiera estado entubada y atontada por la anestesia viviría hoy en la cárcel acusada de feminicidio.

Anécdotas del estilo las he tenido muy presentes en los últimos meses. Como uno está en paro se ve que la gente se agobia, se inquieta y algunas veces para demostrarte su incondicional apoyo llegan a decirte verdaderas atrocidades como la que me soltó una conocida sobre lo bien que estábamos todos los parados de España sin hacer nada, “¡Me dais una envidia!”. Otros te inundan de consejos sobre cómo escribir CV, comportarte en entrevistas y te envían cuanta oferta de trabajo pase por sus manos sea de lo que sea. Por ejemplo, el otro día un amigo con el firme propósito de ayudar –como él bien señaló-  me envió una que a su juicio cuadraba perfectamente con mi perfil y mis estudios académicos: la de equilibrista en el Circo de Sol.  De no ser porque me amigo es poco dado a las bromas, había pensado que se trataba de un chiste metafórico pero no, estaba hablando muy en serio.

Como dicen en mi pueblo, calladitos más bonitos.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Encontrar al padre

Cuenta mi amiga que un día de tantos se despertó con ganas de conocer a su padre. Durante mucho tiempo había estado posponiendo ese momento – a veces por miedo, otras por rencor y casi siempre por evitar un enfrentamiento con su madre con la que era un tema que simplemente no se podía tratar – pero de repente sintió que para completar el rompecabezas de su vida necesita precisamente esa pieza. Es lo que tiene llegar a los cuarenta, que de repente te entran ganas de hacer las paces con el mundo y poner un poco de orden dentro del caos cotidiano.

De niña y adolescente le gustaba observar con detenimiento a los señores mayores con los que se encontraba en la calle intentando encontrar algún parecido y siempre los veía alejarse con cierta tristeza “¿Y si ese era mi padre?” pensaba al tiempo que se imaginaba un final feliz yendo a casa con él de la mano y sintiendo que era la chica más afortunada del mundo por tener un papá “tan bueno y tan guapo”.

Hallar a su progenitor resultó menos difícil de lo que esperaba. Vivía a pocos kilómetros de su casa. El encuentro no fue tan emotivo como esperaba, no hubo el clásico abrazo de “perdona hija por haberme olvidado de ti”, tampoco ningún gesto que denotara la más mínima sorpresa por parte de él pero para mi amiga era el momento más importante de su vida, por fin le ponía rostro al gran ausente de su vida. Tras ese brevísimo encuentro decidieron seguir quedando de vez en cuando.

Al poco tiempo murió el padre, quizá en el fondo él también había estado esperando conocer a esa hija que abandonó siendo muy pequeña y  así terminar su ciclo en esta vida. Para mi amiga fue un duro golpe, nadie se resigna a encontrar algo por lo que ha luchado toda su existencia para perderlo de inmediato. El mundo nunca es justo.

Han pasado dos años desde entonces, hace poco me comentaba con una sonrisa que la vida da muchas vueltas porque gracias aquellos fugaces encuentros y a esa muerte repentina descubrió que tenía muchos hermanos y sobrinos que no estaban dispuestos a perderla de nuevo ni ella tampoco, “Toda mi vida creyendo que era hija única para descubrir que tenía un familión por parte de padre”. A sus 44 años mi amiga está más que encantada con sus nuevos "hermanitos”.

lunes, 18 de julio de 2011

Sangre Azul

Fue durante el saludo a la bandera, que todos los lunes hacíamos en la escuela, cuando Perera me reveló su gran secreto, que tenía sangre azul. A los siete años aquello me pareció la cosa más terrible que había escuchado. A decir verdad Perera no era muy simpático que digamos, pero ¿por qué la vida se había burlado de aquel chico? ¿Qué atroz destino tendría alguien que tuviera ese problema en la sangre? y lo que era peor, ¿sería contagioso? Desde aquel día se acabó la paz, dedicaba mis ratos libres a pensar si mi colega llegaría al final del curso o si caería muerto en mitad de la clase. Menos mal que tuve la suerte de que un día Perera se hiciera una herida en la mano mientras jugábamos, para así descubrir el embuste: su sangre era roja, rojísima, como la mía. ¡ Era un impostor !

Como la polémica llegó a oídos de la maestra y ella era una sabihonda en una clase, nos explicó con todo lujo de detalle lo que significaba tener sangre azul, mientras Perera se crecía a vista y paciencia de todos: era un futuro príncipe. Así terminó mi breve amistad, y de la mitad de la clase, con nuestro compañero, no solo por la cochina envidia, sino porque el susodicho, cada vez que se hablaba en clase de un rey, daba igual si era de España o de la India, del siglo XX o de la Edad Media, apostillaba con aire autosuficiente “mi tío”, “mi abuelo”, “mi primo”, ¡qué familia!

Desde entonces no quiero ni oír hablar de reyes y princesas.

martes, 12 de julio de 2011

Que se mueran los guapos

No pienso poner un pie en ese restaurante. Dicen que colocan a sus clientes en las mesas según lo agraciados (o no) que sean. Guapos, cerca de las ventanas, normalitos al centro, y feos al sótano. Seguramente es tan leyenda urbana como la de los gatos bonsái o la del niño que quería recibir ocho millones de cartas antes de pasar a mejor vida, pero yo con la sensibilidad a flor de piel prefiero no correr riesgos, no sea que me dé un ataque cardiaco y me muera de felicidad si me sientan al lado de los enormes ventanales, o de tristeza si me colocan en el sótano, de espaldas a la pared y con una máscara encima, porque con los días que llevo fijo que me pasa. Así que para no confirmar mi fama de feo prefiero abstenerme de las delicias de este restaurante y dejar que participen en el casting los ingenuotes que los fines de semana hacen cola para entrar en él. Por mí, que se mueran los guapos.

miércoles, 15 de junio de 2011

Pe y yo

Lo mío con Penélope Cruz es algo muy personal y punto. La culpa de todo la tiene un rodaje en el que fui figurante o extra, como dicen en mi pueblo y que me parece más justo para describir ese trabajo en el que uno es solo parte del decorado para darle “credibilidad” a una escena, para que nadie se piense que en este mundo todos van a ser ricos y famosos. Fue una madrugada en una estación de metro. En la escena de “profunda complejidad”, a la voz “Acción” yo tendría que salir corriendo con la mochila roja, prestada para la ocasión por mi compañero de piso, correr por todo el andén e intentar sin resultado coger el metro. A los pocos segundos, en el mismo andén, aparecía Pe –melena al viento, vaqueros ajustados y camiseta de tirantes blancos– y ambos esperábamos el próximo tren. Finalmente llegaba, nos subíamos –en vagones separados para mi pesar– y listo, finalizaba la escena.

Decir que tuve que repetir mi parte unas sesenta veces es decir poco, una y otra vez tenía que correr por el andén (“ahora más rápido, ahora más lento, ahora caminando”) mientras que Pe solo aparecía fugazmente a repetir su parte, tras descansar en su camerino. En esos momentos estábamos los dos solos en el andén. Yo sudando a mares, despeinado y hambriento, y Pe, derrochando glamur, a tan solo tres metros de distancia y de espaldas porque está visto que las estrellas, salvo por exigencias del guión, nunca miran a los figurantes (sobre todo cuando están liadas –en esa época– con Tom Cruise, el más raro de todos los Cruises de toda la vida).

Llegué a casa a las cinco de la mañana, muerto de cansancio, dolido con Pe (con lo majo que soy habríamos hecho grandes migas), pero feliz porque por fin saldría en la gran pantalla. Años después, me descargué la película por Internet –que pagar por ver lo que la crítica por unanimidad calificó como un bodrio es masoquismo puro y duro–, la vi una y otra vez y, para mi sorpresa, la escena del metro había desaparecido por completo. Fijo que fue por capricho de la Pe esa.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La cochina envidia

Justo cuando enviar postales de viajes se había quedado demodé y podíamos vivir tranquilamente, sin pensar en lo bien que lo pasaban los demás durante sus vacaciones mientras nosotros nos asfixiábamos de calor en la ciudad, inventan Facebook, y con él la costumbre de que amigos y enemigos nos inunden  con miles de posts y vídeos de sus viajes y fiestas. Imposible no darse por enterado, sobre todo cuando te etiquetan o ponen pies de fotos del tipo “La pasamos tan ricamente que pensamos en ti” (salta a la vista lo tristes que estaban ), “Aquí estamos en plena fiesta, solo faltas tú” (haberme pagado el billete).

Mis padres no tienen Facebook pero sí teléfono, y para no quedarse atrás en esta moda han decidido llamarme cada vez que se la están pasando pipa. Da igual que sea verano o invierno, madrugada o la hora de la siesta, ellos con toda la tranquilidad del mundo mundial llaman para transmitir en directo el paseo que están haciendo a la playa o la visita a mi restaurante favorito. Mi madre incluso me ha llegado a llamar para anunciar el menú del día. “¿A que no sabes qué voy a cocinar?”.

Ellos felices y uno con la boca agua.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...