viernes, 18 de marzo de 2011

"Low Cost" a ocho mil metros de altura

Desde que comenzó la era del “bajo coste” mi vida ha cambiado radicalmente. De un zarpazo desapareció todo la magia que tenía el viajar en avión. Y es que para un paleto como yo, tenía algo de encanto eso de que te atendieran bien durante un vuelo y te dieran comida y bebida. Por más mala que fuera, por lo menos te entretenía –sobre todo en los vuelos largos- y te daba la sensación de que viajar en avión significaba algo.

Ahora todo es distinto y eso se percibe desde el momento en que compras el billete y la chica del mostrador de la agencia te lee todas las “contra indicaciones” del producto con el mismo tono de voz y rapidez que lo hacen en los anuncios de medicamentos de la tele: No se admiten reservas anticipadas ni cambios en las fechas, las cancelaciones no se reembolsan, no se permiten equipajes de más de 5 kgs, los horarios están sujetos a cambios (por lo que hay que llamar la víspera),por favor presentarse con tres horas de antelación en el aeropuerto y tenga en cuenta que el servicio de restaurante NO está incluido (esa es la frase que peor llevo). Al final la pobre chica queda exhausta y uno sale desmoralizado de la agencia.

Ya en el aeropuerto uno comprende que por algo la chica de la agencia dijo todo lo que dijo, sobre todo cuando te encuentras con una cola gigantesca que parece no moverse, gente sobornando al del mostrador para que no les cobre como sobreequipaje el gramo de más que pesó su maleta, y un rótulo escrito a mano en el que se anuncia que el vuelo saldrá con retraso. En la sala de espera la confirmación de que el glamur en los aeropuertos ha muerto es absoluta, sobre todo cuando uno empieza a ver que en el equipaje de mano asoman barras de pan enormes, botellas de Coca Cola de 2 litros, churros para el desayuno, bolsas de patatas y chucherías. (Obvio, nadie quiere morirse de inanición a 8 mil metros de altura, y menos en una aerolínea de “bajo coste”).

Sentado cómodamente en el avión, la bienvenida te la da una azafata con delantal que te vende los cascos para ver la peli, la prensa del día, todo lo que necesites para hacer tu viaje más cómodo y de paso resolver los interrogantes existenciales que tenemos todos los viajeros, como por ejemplo el precio de un vaso de agua y si hay que pagar para usar el servicio.

Horas más tarde la misma chica repite su pase, esta vez para vender comida y bebida. Ahí va la pobre, empujando su carrito por un estrecho pasillo y preguntando a 200 pasajeros si quieren comprarle algo. Lo mejor es que la mayoría vilmente la ignora, otros le responden con un NO que más bien suena a reclamo, y solo unos cuantos se animan a comprar algunas golosinas. La escena rompe el corazón sobre todo si uno piensa en que a lo mejor a la criatura le pagan por comisión, y en lo mal que debe sentirse porque basta con que escuchen las ruedas del carrito, para que todo el pasaje empiece a sacar su propia comida. Hay que ver lo ingrata que es la gente, podrían esperarse hasta que terminara la venta pero no, lo hacen justo en el momento, como para humillar más a la chica, a eso se le llama competencia desleal.

Ahí es cuando uno se da cuenta quien es quien. Los más pulcros sacan con discreción su sándwich, y se lo comen con disimulo, como si la cosa no fuera con ellos. Los más descarados organizan su picnic a la vista y paciencia de todo el mundo y ahí mismo se ponen a hacer su bocata de chorizo y a pasarse entre ellos la litrona de cerveza. Al parecer de lo que más se quejan las tripulaciones, sobre todo las de vuelos de larga distancias, no es de su fracaso como vendedores de comida, sino de los olores tan diversos que deben soportar – mezcla de queso roquefort, sardinas, fritangas y el tufo de los pies de algunos – y de la cantidad de basura que se acumula al final del vuelo. (No pretenderán que los pasajeros nos pongamos a fregar el suelo, a recoger la basura y dejemos todo como una patena).

Muchos viajeros son más considerados y no tan cutres. Un matrimonio de ejecutivos yanquis comentaban en una página de Internet que cada vez que tenían que hacer un viaje de “bajo coste” – una de dos o eran unos tacaños o les iba muy mal – para animarse solían llevar un menú especial (Por ejemplo: un buen queso para picar, un poco de caviar, una ensalada de langostinos, un vino de reserva y champaña), y su propia cubertería. Así el viaje se les hacía más llevadero…por supuesto que como tenían buenos modales confesaban que siempre llevaban de más para ofrecer a sus vecinos de asiento.

La verdad que por ahí no paso, (aunque nunca se sabe). A lo más que he llegado es a llevar ensaladilla en un tupper, y eso porque mi madre – a la que las ventajas del “bajo coste” no acaban de convencerla– insistió en prepararla mientras me preguntaba una y otra vez con cara de incredulidad “¿estás seguro de que no dan nada de comer en un vuelo tan largo?”. Aquella ensaladilla me supo a gloria pero no pude disfrutarla mucho porque una niña que iba al lado mío no me quitó los ojos de encima hasta que acabé. (A la fecha no sé si fue porque le pareció lo más cutre del mundo o si era porque en una ocasión anterior había coincidido con el matrimonio yanqui y esperaba a que la invitara).

Del “bajo coste” no se salva nadie, ni siquiera los que viajan en las aerolíneas de “alto coste” (¿?) porque es una política que lo impregna todo, aunque los grandes directivos no lo quieran reconocer. Por ejemplo, en uno de los últimos vuelos que hice por una de estas compañías, las azafatas no entregaban las bandejas: las lanzaban, uno tenía que estar listo a pillarlas en el aire. Lo más difícil era pillar las bebidas en el aire. (Encima el vino era de tetrabrik).

Total que el “bajo coste” empieza a sonar como sinónimo de cutredad y uno acaba preguntándose si en realidad esta nueva modalidad no es más excusa de las aerolíneas para cortar de tajo la calidad de sus servicios sin riesgo de ser criticadas o censuradas. Como es de “bajo coste” todo se perdona, incluso las borderías de la tripulación, los retrasos de los vuelos y cualquier incidente. Al final la lección es más que clara: el bajo coste, tiene su coste.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Como perder amigos en Facebook

Hacer amigos en Facebook es lo más fácil del mundo, perderlos es todavía más fácil sobre todo cuando se olvida que al igual que en todo los marcos que implican alguna interacción social requiere que se cumplan ciertas normas mínimas que aseguren una feliz “convivencia virtual”, normas que no son muy distintas de las que se aplican en la vida cotidiana; después de todo detrás del perfil hay una persona, alguien de carne y hueso –en la mayoría de los casos- con aspiraciones, problemas y manías. Y eso es algo que no hay que olvidar si queremos tener un millón de amigos en el ciberespacio.

¿Qué cosas nos molestan en nuestro mundo virtual? Es una pregunta que suelo hacer a la gente y las respuestas suelen sorprenderme sobre todo por la coincidencia:

Que nos etiqueten en fotos en las que aparecemos. En los últimos años todos nos hemos vuelto un poco paparazzi, siempre dispuestos a captar ese momento especial para colgarlo en la red y compartirlo con amigos y desconocidos. Muy entrañable para algunos pero para otros una auténtica pesadilla sobre todo si en las fotos aparecen ex parejas o son imágenes que fueron tomadas mientras estábamos borrachos como cubas. Así como en la vida real no andamos publicando fotos privadas de nuestros amigos sin su autorización, a menos que queramos terminar en los tribunales, en las redes sociales debe ser igual. Antes de subir una foto o de etiquetar,mejor preguntar.

• Que nos etiquete en imágenes en las que NO aparecemos.
(Y en las que no tenemos nada que ver). Es lo peor de lo peor: que alguien decida por ti que una imagen personal o de un negocio te pueda interesar y pase el día etiquetándote. El otro día me comentaba un colega que estaba harto de que medio mundo se cachondeara de él desde que Herbolario decidió etiquetarlo a él (y todos los fans de su empresa) en imágenes de remedios contra el estreñimiento, caída del pelo, resaca, gases estomacales, impotencia y todos los males inimaginables. Mejor no saturar a nuestros amigos y que sean ellos mismos quienes se interesen por nuestros temas.

• Que interrumpan nuestras conversaciones. Aunque sean “públicas” en el mundo virtual se realizan conversaciones en las que no estamos invitados a participar, cierto que para eso están los correos de tú a tú pero hay muchísima gente que recurre con frecuencia al muro para tratar temas sobre trabajo y su vida. Hay que saber leer entre líneas para distinguir si podemos o no participar en esas conversaciones. ¿Qué pensaría usted del invitado a una fiesta que quiere meterse en todas las conversaciones que se mantienen en todos los rincones de una casa? Lo mismo en el ciberespacio.

• Que traten temas de nuestra vida privada en el muro. Se agradece que alguien se preocupe por nuestra vida laboral pero que pongan en nuestro muro algo como “¿Tu jefe sigue siendo el mismo tonto de siempre?” es un flaco favor y puede complicarnos la vida porque siempre existe una elevada posibilidad que se entere directa o indirectamente. La regla de oro en Facebook es que se habla públicamente solo de lo que dueño del perfil habla públicamente. En caso de duda mejor hacerlo por la vía privada, es decir por un mensaje de tú a tú.

• Que nos envíen invitaciones “pa todo”. Se agradece que nos tomen en cuenta para causas nobles y para celebraciones varias pero resulta un incordio recibir diez invitaciones a la semana para unirnos a cualquier causa, sea la defensa del pino silvestre o para que le hagan un monumento a las señoras que "cuando llueve se ponen bolsas en la cabeza". Hay que invitar pero no tanto.

viernes, 11 de marzo de 2011

China y mi madre

Este año el gran acontecimiento en mi pueblo es la inauguración del Estadio Nacional construido gracias a la “desinteresada generosidad de China”, como rezan todos los comunicados oficiales. En pocos días posiblemente todo el país en pleno asistirá a tan magno evento, todos menos mi madre. No por que no pueda, como ella deja bien claro cuando en casa se saca el tema sino porque lleva años realizando un boicot unilateral y solitario contra todo lo que sea hecho en China.

Ropa, electrodomésticos, adornos, domésticos en su casa no entra nada que esté hecho en China y para asegurarse que se cumple al pie de la letra su “embargo comercial” ella se encarga pacientemente de revisar las etiquetas de todo. El otro día me llamó para contarme que estaba indignada porque el Seguro Social le había mandado unas pastillas hechas en China. Apenas llegó de la clínica arrojó todos los botes al basurero para “prevenir” una intoxicación familiar. Está convencida, y no se corta en proclamarlo ante extraños y desconocidos, que todo lo que está hecho en ese país es de mala calidad y de procedencia dudosa que con “gobiernos así, que hacen lo que les da la gana con los derechos humanos, nunca se sabe”, así resume brevemente su posición frente al gigante asiático.

Así que me la imagino el día de la inauguración del nuevo Estadio Nacional, construido gracias a la “desinteresada generosidad de China”, sentada frente a la tele esperando a que la gramilla de la cancha de pronto se despegue, a que una puerta se quede atascada o que alguien comente que los grifos del baño no funcionan para decir con satisfacción, “¡Ya lo sabía!”

sábado, 29 de enero de 2011

El abuelo

Total que mi abuelo Mario se murió sin decirme nada trascendente, una frase de “esas” con las que uno encabezaría su autobiografía, en caso de ser famoso, Se fue a como pasó toda su vida: bromeando. Daba igual que estuviera en una cena formal, en un funeral o en un hospital recién operado, siempre se las ingeniaba para soltar algún chiste políticamente incorrecto que nos hiciera reventar de risa.

Mi abuela tenía toda la esperanza de que en sus últimos días se formalizara y se comportara “de una vez por todas” como un venerable anciano, pero ni caso. El seguía con sus bromas de siempre, como si el final no se estuviera acercando y como si la vida no hubiera que tomársela en serio. Cuando estaba agonizando, a menudo me decía con solemnidad, “Hijito mío tengo algo muy importante que decirte” y yo, con un nudo en la garganta acercaba el oído para poder escuchar su voz casi inaudible y me decía: “resulta que había una señora con una dentadura postiza…”, el chiste me lo sabía de memoria porque lo contaba desde niño pero me reía con ganas, de nuevo el abuelo me había tomado el pelo.

Murió hace unos veinte años, a menudo me sorprendo recordando alguno de sus chistes y me entra la risa floja. A lo mejor eso era lo que quería el viejo: que lo recordara con una carcajada.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Jamón Jamón

No falla. Siempre que en cualquier mesa de tragos comento que no como -y que no me gusta- el jamón pasa lo que pasa. Primero un silencio sepulcral, el típico de cuando alguien ha metido la pata y el público espera la rectificación inmediata, luego las miradas de espanto cuando se descubre que no se trata de una broma, a continuación el período de preguntas (“¿Qué dices? ¿Estás en tus cabales?) y finalmente el homenaje de cada uno de los comensales al mejor jamón que han probado, el de su pueblo claro está. Tengo amigos que en ese momento lloran de emoción al recordar todos los jamones de su vida, esos “que de tan buenos se deshacían en la boca”. Conclusión unánime: si alguien no come jamón es porque nunca ha probado un buen jamón y punto pelota.

La verdad que soy un poco temario porque criticar el jamón en este país no solo es muestra de ignorancia absoluta sino que es considerado un insulto: después de la selección española en la final de un Mundial no hay nada que una más a los españoles que el jamón. Ni la constitución del 78, ni la boda de los Príncipes de Asturias, ni la posibilidad remota de que Madrid sea algún día sede Olímpica, para eterno regocijo de Gallardón, generan un consenso tan abrumador y avasallador como el del jamón. Aquí el jamón es el rey.

El problema es que como soy republicano no me doy me enterado y sigo con manía absoluta al jamón sobre todo desde el día en que me regalaron uno en un antiguo trabajo, en plena huelga de transportes, y tuve que cargarlo dos kilómetros a sabiendas de que nunca le hincaría el diente, todo por no hacerle el feo a los jefazos que no entendieron mi cara de horror cuando me dieron aquella cosa. Durante dos años estuvo aquel jamón en casa, detrás de una puerta, a la espera de que algún valiente aceptara mi regalo y bajara cuatro pisos con ese “manjar” pero ni caso, mucho amante del jamón pero cero sacrificio. Al final aquel símbolo de concordia nacional terminó en un contenedor de basura. Lo dicho, no me regalen jamón.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Consejos

Cada vez que la Negra, en teoría la asistenta de la casa pero en la práctica una más de la familia, contaba entre lagrimones el melodrama de su noviazgo, mi madre se enternecía y le aconsejaba durante horas. Su historia se resumía a la típica “chica ama chico pero chico ama a todas” y eso le rompía el corazón a ella que tenía el dormitorio empapelado con fotos de su galán, un tirillas pelirrojo con cara de no matar ni una mosca pero todo un don Juan a juzgar por las historias míticas que se contaban de él.

Una y otra vez mi madre la aconsejaba que tuviera paciencia, que recordara que en esta vida todo se consigue a base de esfuerzo y que veces en la vida había que luchar con uñas y dientes por lo que uno quería. Ella asentía con la cabeza como niña obediente y mi vieja se daba por satisfecha, convencida de que le hacía un gran favor a la humanidad animando a una muchacha de pueblo a seguir por el buen camino del recato y a encontrar su sitio en la capital.

Sin embargo todo cambió radicalmente la noche en que la Negra llegó a casa con un ojo morado, con algunos raspones en los brazos pero más feliz que nunca. Nos contó que cuando vio a su novio besando a otra decidió que era hora de poner en práctica los sabios consejos de la patroncita y se lió a golpes y a carterazos con esos sinvergüenzas, le había dado su merecido a la buscona, y al inútil y bueno para nada le había dejado bien clarito que o terminaba de perrear o lo mandaba directo al cementerio. Tras terminar de contar su odisea, que finalizó “por desgracia” con la llegada de la policía que los separó a los tres, le dio las gracias a mi vieja por haberle dicho que en esta vida había que pelear duro.

Desde ese día mi madre no volvió a darle ningún consejo.

viernes, 29 de octubre de 2010

Muertitos

La primera semana de noviembre la publicación más esperada en mi pueblo no eran los diarios, ni las revistas del corazón, ni los cómics, ni siquiera los semanarios deportivos sino el especial de los muertos, un suplemento que editaba un periódico cada dos de noviembre y que no era otra cosa que una sucesión de esquelas y obituarios de todos los muertos del año o que estuvieran celebrando sus las bodas de plata o de oro en el más allá. Era el acontecimiento del mes, las ediciones se agotaban, las vecinas se lo iban pasando de en mano en mano y sustituía el Hola en consultorios y peluquerías. Si usted quería saber quien y cómo había muerto ese año, tenía que leerlo. Había muertos de todas las clases y para todos los gustos, desde el pobre al que solo le sacaban un octavo de página con su nombre y fecha de fallecimiento hasta el rico, al que le dedican página completa, foto enorme y un poema casi siempre cursi en el que la familia mostraba su dolor por pérdida tan lamentable. “Abnegado, fiel, honrado, leal, comprensivo, alegre…” los adjetivos positivos eran el denominador común junto con las fotos de pésima calidad en las que homenajeado salía horrible, si fuera por las fotos uno pensaría que los dolientes tenían muy mala uva sobre todo con el difunto. La verdad que era muy divertido, sobre todo para mi abuelo que solía pasar horas riéndose de todos y cada uno de los muertos, su conclusión era que con esa cara probablemente se habrían muerto al mirarse al espejo. Quizá por ello prohibió terminantemente a sus hijos publicar esquelas con su foto el día en que falleciera, además los hizo jurar que por nada del mundo lo sacaran en el especial de muertos.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...