jueves, 23 de septiembre de 2010

La vida desde un árbol

Decía mi abuela que se dio cuenta que estaba envejeciendo el día en que no pudo subirse más a los árboles. Según ella, subir a un árbol, sentarse en una de sus ramas, sentir como te acaricia el viento y ver el sol brillar por entre sus hojas era una de esas experiencias por las que valía la pena haber nacido. De niña lo hacía todos los días aún a riesgo de romper vestidos nuevos o de que su madre la castigara por perder el tiempo. En la adolescencia, en esa edad del recato y del pudor, mi abuela confesaba que seguía haciéndolo a hurtadillas para no dar de qué hablar a la gente, si estaba dando un paseo y de repente descubría que nadie la veía corría al primer árbol para subir a él y tener esa maravillosa sensación de libertad, “¡cómo gozaba haciéndolo!”, contaba mientras se reía como solo ella sabía hacerlo.

Casada y convertida en madre de familia los niños fueron la excusa perfecta para seguir subiendo a los árboles, no quedaba tan mal porque estaba jugando con sus pequeños, “eso sí muy de vez en cuando”, puntualizaba para dejar claro que primero estaban sus obligaciones con su marido y sus ocho hijos, “es que nadie se imagina lo que trabajábamos las mujeres en aquellos años, había que salir de la pobreza y no quedaba tiempo para nada”. Convertida en abuela, siguió amando a los árboles y aunque con menos energía se subía unos segundos a las ramas más bajas para cumplir con el mágico ritual. “Hasta que un día no pude más. Fue lo más triste del mundo”, concluía pensativa mirando por la ventana los árboles de su jardín.

viernes, 17 de septiembre de 2010

El caribeño

Mi jefe estaba desesperado. No sabía que hacer conmigo. Me había contratado para ser la alegría de la redacción, ejercer de “caribeño” cachondo en suelo español y había resultado un muermo de inmigrante. No vestía con colores chillones, no hablaba con ese acento cantarín de los cubanos y dominicanos -sino con uno “indefinido latinoamericano”- encima no me gustaba la salsa. “A decir verdad de aburrido pareces inglés”. Era un buen tipo, se notaba que me apreciaba y la verdad que me daba pena ser causa de su tristeza. Fue inútil que le explicara los mil acentos que existen en América Latina, que le dijera que lo mío era un defecto de fábrica pero que si buscaba bien, tarde o temprano, encontraría al caribeño de sus sueños. El hombre estaba acabado y yo más porque no había estado a la altura de los estereotipos, algo inaceptable aquí y en medio mundo. Así que días después para evitar que me despidieran por falta de vocación “sudaca”, y de paso alegrar al pobre hombre que bastante tenía con lo mal que iba el programa, decidí cantar un Calypso en vivo y directo en el programa.

El ranking de ese día cayó en picado pero mi jefe no paraba de reír…y nunca más me volvió a pedir que sacar al caribeño que hay en mí.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La Negra

La Negra le dijo a mi madre que de eso nada, que ella no se daba por despedida, que era parte de la familia, que hasta donde se sabía la familia estaba para las buenas y para las malas y que se quedaría junto a nosotros sin cobrar un duro, el tiempo que fuera necesario. Así fue como nuestra asistenta dio por zanjado el tema de su posible despedido. Días antes mis padres habían llegado a la conclusión que la economía familiar iba de mal en peor y que una asistenta era un lujo que ya no podíamos permitirnos, lo que no contaban era que La Negra – que en realidad era “color hormiga”, como ella solía decir – no se consideraba un lujo, sino parte de la familia.

Y la verdad que tenía razón. Desde que llegó a nuestra casa se ganó el corazón de todos, no era muy buena limpiando y la plancha tampoco era lo suyo – perpetraba el planchado, lo quemaba todo – pero era cariñosa a raudales sobre todo con los chiquillos de la casa y tenía una alegría contagiosa. Era fácil verla cantando boleros de Antonio Machín o bailando mientras limpiaba ventanas o barría. Si por la radio sonaba alguna de sus canciones preferidas no se aguantaba las ganas, se “tiraba a pista” y se ponía a bailar con la escoba o con quien estuviera pasando por ese momento por el salón, daba igual si era de la casa o se trataba de alguna visita.

Sin embargo la Negra también tenía mucho carácter sobre todo para pelear por Gerardo, su novio de toda la vida, eternamente pretendido por todo su círculo de amigas (a la fecha una incógnita para todos nosotros porque el chaval no era muy agraciado que digamos). Desde el día que llegó a casa con un ojo morado mi madre entendió que había tomado al pie de la letra su consejo de que había que luchar por los que uno ama. A menudo pillaba a su “dandy” abrazado a otra y ella optaba por resolver la situación de la forma más diplomática posible: de un solo golpe neutralizaba a Gerardo, y con tirones de pelo y carterazos se encargaba de la otra chica. A golpes entiende la gente, era su lema.

La Negra dejó de trabajar para nosotros en 1979 pero desde entonces no ha dejado de estar en contacto con nosotros. Siempre que pienso en ella, veo los rostros de todos esos familiares adoptivos que la vida me ha regalado y que se han convertido en parte de uno. Gracias a esos familiares que escogemos –o que nos escogen- nos sentimos menos solos y sin querer nos acercamos al misterio del amor.

martes, 24 de agosto de 2010

Unos dientes para Miguelito

Miguelito se arrancó con esas rancheras que suele cantar la gente de pueblo, esas canciones que llegan al alma sobre todo si uno pasa casi todo el año a 8 mil kilómetros de distancia de la otra mitad de su corazón. La idea era ir a recoger a un amigo al aeropuerto pero de camino nos “tropezamos” con un bar – que manía tienen los bares de meterse en el camino de la gente – y pedimos unas cervezas para “hacer tiempo” pero lo de siempre, entre zarpe y zarpe*, nos dieron las tantas y nos olvidamos de aviones y de historias.

Así fue como conocimos a Miguelito, camarero y cantante. Venti y pocos años, mirada triste, delgadísimo, traje de charro desteñido -y probablemente de segunda mano- y un vozarrón que contrastaba con su apariencia de niño abandonado. Como todo buen cantante y con la ayuda del karaoke, que con la crisis no alcanza para un mariachi, se dedicó toda la noche a complacer al público con boleros de siempre, rancheras y alguna cumbia por si alguno se animaba a bailar.

Finalizada su actuación y tras agradecer el apoyo del estimable público, el dueño de aquella cantina agradeció la participación de Miguelito, camarero y cantante, y anunció que el artista pasaría por las mesas para recoger una “ayudita” y de paso, vender números para una rifa cuyos fondos serían dedicados a una noble causa: comprarse una dentadura postiza. Así que en medio de las risas incrédulas del público, Miguelito inició su periplo sonriéndole a todos los asistentes y enseñando sus encías sin ningún pudor. No se sabe si por accidente, por descuido o por pobreza había perdido todos sus dientes delanteros pero él estaba más que dispuesto a recuperarlos cantando noche tras noche en un humilde bar.

*En Costa Rica, la “última” copa antes de marcharse.

lunes, 16 de agosto de 2010

Cartas de amor

Nunca pensó esa receta de cocina, no se sabe si copiada de un libro o de un programa de TV, que algún día se convertiría en una carta de amor. Como cualquier receta está escrita en forma metódica, en un lenguaje preciso con las instrucciones necesarias para conseguir el objetivo final. Lo único que la diferencia es que es del puño y letra de la madre de un amigo mío, fallecida hace más de una década. Cuando se mudó de casa entre los papeles de su vieja encontró esa receta de cocina y decidió que aquel papel amarillento y desgastado se merecía ocupar algo más que un rincón en el cajón de su armario así que lo desdobló con mimo y lo pegó con un imán en la puerta de la nevera, al lado de otros papeles en los que anota temas cotidianos y cosas que nunca se deben olvidar. Dice que tener ahí esa receta le da la sensación que su madre pasó por la casa, y que, como tantas veces lo hiciera, decidió dejarle un mensaje en la nevera, es su manera de sentir que sigue a su lado. La vida obra milagros y las cosas pequeñas y simples, muchas veces acaban convirtiéndose en poemas de amor.

viernes, 6 de agosto de 2010

Mi madre y Facebook

“¿Quién me mete a mi?” pensé mientras le explicaba a mis padres de que se trataba Facebook. Como llevaban meses escuchando hablar del tema en los periódicos y en todo lado tenían curiosidad en ver de cerca ese “invento” y saber si de verdad era tan revolucionario como todos decían. Así fue que me puse al frente del ordenador y abrí mi perfil para explicarles con todo el entusiasmo del mundo, como si fuese un vendedor de alfombras que quiere ganarse una jugosa comisión, las maravillas del Facebook.

Mi padre, que a sus años se ha vuelto un apasionado por las nuevas tecnologías y por Internet, escuchaba con atención cada una de mis explicaciones y asentía con la cabeza cada frase mía, se notaba que estaba más que encantado y que la idea de entrar en contacto con sus colegas de antaño le parecía fenomenal. Por el contrario a mi madre, la sola idea de hacer pública parte de su vida privada le parecía la cosa más terrible por lo que, para no alargar la sesión y ponerse a cocinar cuanto antes, optó por acribillarme a preguntas.

“¿En serio considera a esas 250 personas amigas suyas? ¿Cree que para todas ellas tiene alguna relevancia lo que usted piensa? ¿Y para usted, es importante, por ejemplo, que esa muchacha que está Sudáfrica haya ido hoy a la piscina? ¿No es un poco peligroso que gente desconocida conozca todo sobre uno? ¿De verdad usted controla todo lo que otros ven sobre usted?” A cada explicación la cara de espanto de mi madre aumentaba. Sin embargo el acabóse fue el tema de las fotografías “¿Eso quiere decir que, por ejemplo, otra gente sin mi permiso puede poner fotos mías, así sin más? ¿La gente vería entonces lo arrugada que estoy?” y dicho esto abruptamente se levantó de la silla dando por concluida la charla y amenazando con desheredarme si me atrevía a publicar una foto suya. “Digan lo que digan me parece una cosa horrorosa, una pérdida de tiempo”, sentenció mientras se marchaba a la cocina.

Han pasado varios meses y sigo pensando en las preguntas mi madre.

lunes, 2 de agosto de 2010

Una vieja historia

De la noche a la mañana el mundo, gracias a esta crisis económica que amenaza con extinguirnos como los dinosaurios, ha descubierto que existen los parados, esa gran masa que daría todo el dinero en el mundo por tener un trabajo digno. Uno no deja de sorprenderse como de repente los medios de comunicación se han empezado a fijar en las miradas de desesperanza que todos los días inundan las oficinas del INEM*, como si se tratase de una novedad, como si en España el paro nunca hubiese existido. A decir verdad se trata de un viejo problema, invisible para una minoría que no logra entender cómo existe gente que no trabaje “habiendo tanto por hacer en el mundo” y una realidad cotidiana para una gran masa humana que se pregunta si esta sociedad no será un poco injusta al negarles el derecho a ganarse su sustento. Frustración, rabia y desesperanza, digan lo que digan los sentimientos de un parado solo los conoce quien ha vivido esa misma situación. Y quizá ahí este la salvación: al paso que van las cosas más y más gente se sumará a ese colectivo. Más y más gente sabrá que se siente despertar cada mañana sin saber que hacer ese día, más y más gente entenderá por fin las lágrimas del parado.

*En España: Oficina de Empleo.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...