martes, 25 de junio de 2024

Un ratico de gloria

 Como ya era tradicional, una semana antes de regresar a Madrid mi vieja se había empezado a poner nostálgica sobre todo cuando me veía haciendo el equipaje, se paraba en la puerta de la habitación, suspiraba y alguna lágrima se le escapaba mientras decía en voz alta “mejor me pongo a cocinar”. Mi viejo disimulaba un poco más, se ponía ayudarme y a revisar que no dejara nada en el armario o en la mesa de noche, una y otra vez me preguntaba si llevaba todo conmigo: “¿El pasaporte?¿La plata?¿Dónde echó los documentos?” y de vez en cuando se quedaba callado, cabizbajo, según mi madre era su forma de llorar (según ella mi padre lloraba en seco, sin lágrimas). Eran días en los que nos prodigábamos más en besos y abrazos, por las noches antes de dormir mi vieja y yo no sentábamos abrazados a la orilla de la cama para decirnos lo mucho que nos queríamos y que todo iba a estar bien porque nos teníamos.


Ese día como de costumbre mi madre se coló en el aeropuerto –en mi pueblo solo los viajeros pueden ingresar a las instalaciones-, siempre lo hacía: cogía mi maleta de mano, toda campante daba las buenas tardes al policía y entraba del brazo conmigo hasta los mostradores, como si fuesemos a viajar juntos: “¿Se imagina qué maravilla? ¿Que me fuera con usted a Madrid?”. Era su forma de “rascar” un poco más de tiempo conmigo. Al llegar al mostrador la chica con aire de gravedad nos anunció que el vuelo había sido cancelado por mal tiempo y que no saldría hasta el día siguiente a las 11 de la mañana que diculpáramos la molestia. Mi vieja estalló en júbilo como si se hubiese ganado la lotería, dándole las gracias efusivamente al personal y respondiendo por mí, que no necesitaba hotel, ni voucher de comida…”yo me lo llevo, no necesita nada de eso” mientras iniciábamos triunfales el camino de regreso a la salida del aeropuerto frente a las caras sombrías del resto de pasajeros que tenían que retrasar su partida.

Aprovechando que la tarde soleada y lo felices que estábamos acabamos tomando café en un restaurante típico en mitad del campo que a mi me gustaba mucho y que en ese viaje no había tenido tiempo de visitar mientras mi viejo veía el reloj y decía contento: “Huy que pereza a esta hora estaría depegando el avión y nosotros todos tristes regresando a la casa en cambio estamos aquí tomando cafecito y tortilla de queso”.  Curiosamente esa vez mi regreso a España fue menos triste, esas 24 horas de más que la vida nos regaló, ese ratico de gloria fue un bálsamo cuyos efectos, ahora que mis viejos no están, sigo sintiendo. Si me siento triste, cierro los ojos y pienso en ese y otros días, en los que fuimos, como decía Mario Benedetti, inadvertidamente felices. 

lunes, 6 de mayo de 2024

El club de los cinco

Por aquella época después de cenar mi madre y yo solíamos hacer un poco de sobremesa, a veces charlando y otra vez mirando lo que echaran en la tele sin pensar en nada como esa vez en la que pusieron “El Club de los cinco”. Desde hace mucho quería ver esa película, había pospuesto infinidad de veces las idas al cine hasta que por fin, ese día ponían en la tele. Comencé a verla seguro que mi vieja en cualquier momento se iba a levantar, era una temática que desde mi perspectiva resultaba ajena a una señora de más de cincuenta años, más preocupada por su jubilación que por los problemas de un grupo de adolescentes.

Pese a mis expectativas ese momento nunca llegó, desde el primer momento mi madre parecía hechizada por la historia incluso mucho más que yo, cada cierto tiempo la volvía a mirar con incredulidad en plan “¿Qué le ha pasado a ésta?” pero ella ni rechistaba. Por fin en cuanto aparecieron los créditos finales y la mítica canción “Don´t you forget about me” mi vieja se levantó de la mesa triunfal y satisfecha diciendo que aquello había sido un peliculón y “qué pobrecitos los jóvenes lo mucho que sufríamos por la incomprensión de los adultos” mientras me estampaba un beso.

La anécdota quedó guardada en algún rincón de mi memoria hasta el año pasado en que me “tropecé” en Youtube con los créditos finales de la película y su banda sonora y volví a vivir esa noche de finales de los ochenta en mi casa de Costa Rica, un momento mítico entre mi vieja y yo. 

Y comencé llorar mientras escuchaba ese “Don´t you forget about me…”


viernes, 3 de mayo de 2024

Lugares felices

Solíamos pararnos a mitad de camino a casa justo en esa frutería. Durante los meses que duró mi rehabilitación cardíaca siempre repetíamos el mismo ritual: mi viejo aparcaba el coche para comprar algo de fruta para “aguantar” hasta el almuerzo. Era tan solo una ventana pero estaba cargada de mangos maduros rojiamarillos , doradas piñas, jugosas sandías, naranjas que parecían sacadas de un libro de cuento y toda la fruta tropical que uno soñara. A pesar de lo surtido siempre comprábamos lo mismo: mi padre un trozo de piña y yo otro de sandía. Era uno de “nuestros” momentos del día, sentados en el coche, en pleno meses de verano, mientras saboréamos la fruta,  aprovechábamos para conversar un ratico, siempre acabábamos charlando sobre el mismo tema: lo maravilloso que sería vivir en la hilera de casas que estaban en frente de la frutería, casas sencillas pero abrigadas por árboles con un coqueto parquecito en medio:

“Yo me saco la lotería y lo primero que hago es comprarme una casita ahí. Se imagina que bonito? Tu monchita (mi madre) y yo sentados en un banco de ese parque, tardeando, viendo pasar gente”.

Siempre le daba la razón y me imaginaba a mis padres paseando de la mano por esa vereda llena de árboles y flores, haciendo recuento de sus días.

La lotería nunca llegó y mi rehabilitación pasó antes de lo pensado pero la frutería y esas casitas de ensueño siguen ahí, dormidas a la orilla de la carretera como mudos testigos de un tiempo cercano que parece hoy muy lejano en el que, por unos meses, fue uno de los lugares felices un padre y de su hijo. 


miércoles, 10 de abril de 2024

Los Munster

El primer hipster de Costa Rica fue mi padre.

Mucho antes que se pusiera de moda ir en bicleta a todo lado, llevar cazadora a cuadros y botas amarillas Cartepillar mi viejo andaba por el mundo vestido así, yendo y viniendo en bicicleta, no por moda, sino porque como en esa época no teníamos coche era la forma más rápida y barata de moverse. La culpa de todo la tuvo la temporada que vivió en Estados Unidos, se fue a probar suerte intentando todo tipo de trabajo pero pudo más la nostalgia por mi vieja y por nosotros, sus hijos, que la necesidad de hacer dinero. 

Se regresó y se trajo con él ese “look obrero”. Por aquella época cada vez que aparecía mi padre en mi cole alguien me decía, que me portara bien porque habían visto por el pasillo al señor con los “zapatotes” de Herman Munster. Mi mejor amiga en ese entonces, Magaly,  aseguraba que caminaban igual, que eran “idénticos”, y que si mi papá era Herman Munster yo no era otro más que Eddie Munster y eso explicaba muchas cosas de mi. No parábamos de reírnos mientras mi viejo en la inopia absoluta, aparecía en el aula.

Con los años he llegado a la conclusión que además de los “zapatotes” mi viejo compartía con el célebre personaje su ternura y ese optimismo a prueba viento y marea para esperar siempre lo mejor de la vida y de todo el mundo.



martes, 26 de marzo de 2024

Terapia

El mejor psicólogo resultó ser el oftalmólogo al que visité hace muchos años, aprovechando que tenía un seguro médico muy bueno pensé que era buena idea preguntar si se podía hacer algo con muy estrabismo del ojo izquierdo.

Después de revisarme a profundidad y mirarme desde todos los ángulos posibles me explicó en qué consistía los tratamientos que se aplicaban y aunque no eran peligrosos corrían el riesgo de agravar el problema sobre todo en lesiones antiguas como la mía pero que en determinadas circunstancias podían hacerse:

“-¿Considera usted que su vida profesional ha estado determinada por ese problema?

-Ay no para nada.

-¿En sus relaciones sociales y familiares ha sido un factor determinante? ¿Se ha sentido menos querido?

-Ay por supuesto que no.

-¿Ese problema le ha generado algún problema de autoestima?¿Se siente menos que los demás?

-Ay no, cómo se le ocurre.

-Finalmente, ¿En su vida sentimental eso le ha afectado? ¿A la hora de ligar, por ejemplo,le ha determinado?

-Ay no doctor, eso JAMÁS.  Siempre he sido muy ligón, más de la cuenta la verdad.

-Pues ya tiene la respuesta (riéndose). 
Regrese a su casa y no haga un problema de algo que no es problema para usted. "

viernes, 22 de marzo de 2024

Toda la vida

 

Como los días previos a mi regreso a España mi vieja se ponía muy nostálgica para animarla (y animarme), para consolarlos mutuamente, a la hora de darle las buenas noches siempre me sentaba a la orilla de su cama para tener una pequeña conversación en la que básicamente lo que hacíamos era permencer en silencio tomados de la mano:


-¿Se va a cuidar? ¿Vamos a estar bien? ¿Verdad?

-Sí Mamá, me voy a cuidar y vamos a estar todos muy bien ya verá.

-Nos vamos querer toda la vida ¿verdad? ¿Hasta el cielo?

-Sí Mamá, nos vamos querer hasta el cielo, ida y vuelta.

-Te quiero mucho. No lo olvides.

Apenas cinco minutos de conversación, un pequeño ritual que ha sido mi tabla de salvación  en los años posteriores a su partida.  Como mi vieja murió en tiempos de pandemia y se fue si que pudiérmos despedirnos en ese momento, mi memoria echa mano y se aferra a esos micro momentos en el que a lo largo de más de 25 años siempre nos dijimos lo mucho que nos amábamos.

-Si, Mamá, nos vamos a querer toda la eternidad. 


miércoles, 20 de marzo de 2024

Reflexóloga

 

Manuelita era Manuelita, no Manuela. A los cinco minutos de conocerla sabías de sobra que era entrañable y que decirle Manuela a secas era faltar el respeto a esa ternura que destilaba y a ese personaje vivaracho que era. A sus setenta y tantos se inscribió a  los cursos de uso de móviles que yo estaba dando en un Centro de Día, porque en esta vida “hay que aprender de todo” y decía que se le daba mal la tecnología, “es que no me entero de nada” y la verdad que así parecía porque cuando llegaba a las tutorías, si había alguien haciendome una consulta ella me daba el telefóno y me decía: “lo mismo de ella”. 

Debo confesar que al principio me ponía un poco de los nervios porque venía desde su casa sin ninguna consulta específica pero como era tan encantadora resultaba imposible enfadarse. Tenía unos nietos “preciosos” como ella decía aunque en honor a la verdad aclaraba que en realidad no eran sus nietos sino hijos de sus sobrinos, “como mi hermana falleció me tocó cuidar a sus hijos así que ahora digo que soy abuela”.

Ese día me contó que en una época de su vida había sido religiosa, “pero al final me salí de aquello porque rezar no era lo mío y, aquí en confianza, hasta un poco atea resulté” así que como quería ayudar se apuntó a la Cruz Roja y a cuanto voluntariado le permitiera ayudar a los demás. Su vida cambió el día en que por temas de trabajo se reunió con un señor que era mago “a mí la magia ni por asomo pero vi que entre sus cosas llevaba un libro de Reflexología y aquello me pareció una maravilla, le pedí que me explicara que era y que de paso me dejara ese libro para sacarle fotocopias”. 

Así fue como Manuelita se convirtió en reflexóloga autodictada, “y muy buena porque mi paciente más importante fue mi padre, le habían dado seis meses de vida y al final vivió cinco años”. Decía que se dedicó en cuerpo y alma a cuidarlo y aplicarle cuanto tratamiento había aprendido, “al final el médico hasta me felicitó, me dijo, Manuela no creo ni dejo de creer pero me parece que usted con reflexología le alargó la vida”, recordaba mientras se enjugaba las lágrimas frente a mi mesa en el aula, “Ay hijo, vaya trisca te he pegado contándote todas estas cosas, se me olvidó a qué había venido…la próxima vez apunto mis dudas”.

Manuelita no sabía a que había venido pero yo sí: a contarme su historia. 

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...