domingo, 15 de noviembre de 2009

Ese nombre me suena

La sala de Urgencias estaba hasta arriba. Era domingo, y había llegado así para un tema tan urgente que dos años después no logro recordar si era que me dolía la tercera pestaña del ojo izquierdo o más bien el pelillo nº45 de mi fosa nasal derecha. Vamos, que había ido ahí por costumbre como suele pasar a partir de cierta edad en la que todo el mundo te repite hasta la saciedad que al menor síntoma de lo que sea, hay que salir corriendo a Urgencias. Aunque en ese entonces creo que se me fue un poco la mano y eso lo entendí ese día apenas crucé la puerta: el conserje me saludó en “plan amiguete”, la enfermera me preguntó como seguía de mis achaques y el médico de guardia me dijo algo como “¡Hombre, hace una semana que no nos veíamos! ¿Qué te ha pasado ahora?” y a continuación me mandó a esperar un par de horas mientras atendía, “urgencias realmente urgentes”.

Estaba en ese estado de somnolencia tan solo interrumpido por la llegada de un nuevo paciente a la sala de Urgencias, que aunque efímero suele ser todo un acontecimiento porque en la monotonía hospitalaria el nuevo siempre despierta curiosidad. Todas las miradas se posan sobre él tratando de adivinar que lo habrá traído hasta ahí, si tiene pinta de estar realmente enfermo - o si es un farsante como la mayoría de los que estábamos ahí - y en caso de que parezca estar mal, si habría que aconsejarle a los familiares tomarle una fotografía para tener un recuerdo del futuro difunto. “¡La gente es cruel!” pensaba mientras mi mirada se cruzaba con la Maruja de enfrente, que no solo seguía con detalle lo que pasaba en la sala sino que además lo comentaba en vivo y en directo.

Fue gracias a la “comentarista” espontánea que me di cuenta que a mi lado había un anciano de unos 90 años - aunque después descubriría que entonces tenía 101 años - menudo y sin más compañia que la de su bastón. La Maruja no paraba de decir que aquello era una barbaridad, que a esas edades no se podía andar solo por el mundo y qué clase de hijos tendría para estar en urgencias completamente solo. De pronto una de las enfermeras lo llamó “¡Francisco Ayala!”, lentamente él se levantó y recorrió los diez metros de la sala para recoger su informe médico. Tras eso el personal sanitario le preguntó si quería que le llamara un taxi o si necesitaba que lo acompañaran a casa, con amabilidad declinó el ofrecimiento con un “Ya me las apaño solo” mientras se despedía. “¡Francisco Ayala! Ese nombre me suena” dijo con aire reflexivo mi Maruja, y por supuesto que le sonaba pero no solo a ella sino a toda España...

sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi padre y las corbatas

A estas alturas de la vida creo que nunca cumpliré el sueño de mi padre, de volverme un señor muy formal “y con corbata” como suele aclarar cada vez que habla de gente importante. Lo dice enfatizando las palabras, recalcando cada una de ellas y, por supuesto, lanzando una indirecta muy directa a un hijo que le tiene absoluta manía a la corbata. Da igual que uno le diga que es una prenda “demodé”, que nadie la usa ya, que se puede ir bien vestido sin llevarla, para él no existe profesional digno si no lleva corbata. Si por ejemplo va al médico, lo atiende de maravilla pero tiene la “desfachatez” de no llevar corbata llega casa quejándose de lo mal que está la medicina en el país, “que ni los médicos usan corbata”.

Si lo llamo para contarle que conseguí un buen trabajo, que me tratan de maravilla, que me pagan bien tarde o temprano sé que me va preguntar si voy bien vestido y “si llevo corbata”. Claro, el pobre está traumatizado desde la vez en que conseguí mi primer trabajo como periodista y me vio salir en vaqueros y camiseta, “¡tanta universidad para eso!” aquello fue el acabóse y…continua siéndolo a menos que un día me decida a contarle la teoría, de un exjefe que, muy freudiano él, entre cubata y cubata me definió lo que era una corbata: “una flecha enorme que apunta a tus genitales y que encima te asfixia". ¡No quiero ni imaginar la cara que pondría!

sábado, 31 de octubre de 2009

Bye, Bye terrazas

Uno de los problemas básicos de vivir en una zona güay, glamurosa y fashion -y cuanto adjetivo inn quieran los cool hunters - es que tarde o temprano los vecinos terminan hasta las narices de las mareas de curiosos nacionales, y del resto del mundo, que se acercan para “impregnarse” del ambiente “bohemio y urbano”, que es como catalogan todas las guías turísticas al barrio donde vivo y respiro diariamente ese tufillo de postmodernidad: la Latina.

Yo por ejemplo, acabé hasta el moño de las terrazas de la acera de mi casa, que durante cuatro años martirizaron a todos los vecinos. No es que uno sea un amargado, pero es que eso de tener que abrirse paso entre turistas, borrachos, camareros y espontáneos para entrar a tu casa era un suplicio, sobre todo cuando uno tenía alguna urgencia muy concreta, tan concreta como la de ir al baño. Uno venga a aguantar, a ponerse rojo mientras el gentío avanzaba lentamente por la acera, ellos pensando en lo bonito que es vivir en el centro, y uno solo pensando en la hora de llegar a casa.

Lo mismo me pasaba al tirar la basura. Salía de casa con lo primero que tenía puesto, despeinado y sudoroso y me podía encontrar en la calle con todo tipo de gente, desde el típico macarra hasta un grupo de modelos sentadas cómodamente en las terrazas que con mojito en mano te miraban y exclamaban pijamente : “¡Pero es que vive gente en estos edificios tan antiguooooos!”. A veces tenía "suerte" y podía encontrarme con algún famoso de los de verdad. Aún recuerdo el día en que abrí la puerta y lo primero que ví fue a todo el elenco de “Hablé con ella”. Ahí estaban todos sentaditos, frescos como lechugas y yo al pie de las escaleras en chanclas, bermudas, sin ducharme, con cara de pocos amigos y con una enorme bolsa de basura. ¡El momento perfecto para saltar a la fama pero desperdiciado por mis pintas! Desde entonces se la tenía jurada a las terrazas y todos los días me pasaban por la cabeza mil ideas siniestras para acabar con el problema.

Menos mal que la policía municipal vino a mi rescate…o más bien al de todos los clientes de la terrazas.

viernes, 23 de octubre de 2009

Mechas y Fútbol

¿Cuál es el sitio del mundo con más mechas por metro cuadrado? Los vestuarios en los partidos de los archiconocidos equipos de fútbol. Desde la llegada del metrosexual hace varios años, no hay cabellera de jugador que se precie que no haya conocido un poco de peróxido, de tratamiento para alisar el pelo y de cuanto producto haya para mantenerlo siempre brillante, sedoso “y libre de caspa”.

Expediente X: durante casi dos horas juegan bajo las aclamaciones o abucheos de un fervoroso público que contiene la respiración en cada moviendo suyo, viven el estrés más absoluto y al final del partido aparecen divinos de la muerte, repeinados con sus mechas deslumbrantes y con las manchas de sudor a juego con el logo de su equipo. Siempre perfectos y dispuestos al flash. Uno en cambio se pasa el día frente al ordenador, sin moverse de su mesa y al final de la jornada luce como la Niña del Exorcista en sus peores momentos. No hay derecho.

Una amiga muy fashion me comentó el otro día que su mundo cambió por completo desde el día en que le pidió a su estilista las mechas de Fernando Torres y un corte similar al de Guti. Había pasado noches enteras buscando ese cambio de look, “femenino y atrevido” en revistas de moda y lo encontró en un Semanario Deportivo, dice que al paso que va cambiará la suscripción de Vogue por la de “Fútbol y pelotas” para estar al día de lo más “cool” del momento.

¿Quién iba a decir que el fútbol, ese deporte para machos de pelo en pecho y ensalzado por nuestra ancestral cultura patriarcal se iba a convertir en una pasarela de divos? Aunque algunos esos cambios les tiene el pelo de punta por aquello de “lo mal que va la sociedad” a otros nos hace reír y mucho.

domingo, 18 de octubre de 2009

Las cuñadísimas

Notición del año: las Infantas no soportan a Letizia. El País nos despertaba este 19 de octubre con esa “jugosa” información, algo que pasa en todas las familias del mundo y especialmente en las más reales donde las cuñadas son cuñadísimas, señoras y princesas de su hogar.

La historia tiene mucho de trivial y cotidiana y mucho de culebrón latinoamericano: chica de clase obrera, nieta de taxista y periodista –peor imposible- conoce al príncipe –nunca mejor de dicho- de sus sueños, se casa y viven felices para siempre para disgusto de las cuñadas que ven con recelo como la recién llegada poco a poco las va desplazando hasta convertirlas en una anécdota de la prensa del corazón. Y ser desplazado a nadie le gusta, duele y mucho, sobre todo porque ya se sabe que al final reina solo habrá una, le pese a quien le pese.

Yo en lugar de las Infantas en lugar de marginarme discretamente, me abriría paso a codazo y a la menor ocasión trataría de arreglar las cosas como se deben arreglar todas las intrigas en las familias de verdad, al estilo Krystle y Alexis Carrington, es decir a gritos y a golpes en la Zarzuela. Menos mal que ellas son la mar de diplomáticas, la posibilidad de que el vulgo observe alguna escenita o al menos un pisotón “involuntario” de una de las infantas a la princesa en acto público, está descartado…de momento porque por la foto pareciera que doña Elena no solo lo está pensando seriamente sino que además está tratando de convencer a su hermana en plan "¿Has visto la cara que tiene? ¡Venga solo un empujoncito!".

sábado, 3 de octubre de 2009

Nada amarga más que el buen humor

Nada amarga más que el buen humor. Y eso lo comprobé empíricamente, como debe hacerse con todas las cosas de la vida para hablar con la autoridad que solo confiere la experiencia. Y dicho esto paso a confesar mi “traumática” experiencia: durante dos años trabajé en un programa de humor y eso no es ningún chiste. Se trataba de una fórmula en lo que lo básico era transmitir al público ese “buen rollito” tan necesario para enfrentar los baches de la vida, como reza la publicidad de los libros de autoayuda, esos que también dicen que hay que “pensar positivamente y sonreír con amabilidad” aunque estén a punto de fusilarnos.

“¡Divertidísimo! ¡Hilarante! ¡Disparatado!” No, no se referían a una comedia de Mel Brooks, eran algunas de las cosas que la gente me soltaba cuando contaba a lo que me dedicaba, sin lugar a dudas tenía el trabajo más feliz de España y el resto del mundo pero no me sentía ni lejanamente feliz. Tanto buen humor, tanta felicidad, tanto buen rollito tanto de tanto que al final yo, optimista contumaz y hombre de risa fácil terminé con el alma en pena, totalmente deprimido como chico de pompas fúnebres. Ahí descubrí que el buen humor no solo amarga sino que enferma porque al poco tiempo acabé en el hospital. Los médicos me sometieron a mil pruebas y ninguno pudo diagnosticar nunca el origen de mis males pero yo sí…exceso de felicidad.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Mi primera vez

Las primeras veces siempre son inolvidables. Yo por ejemplo a menudo recuerdo mi debut. Fue al final de la tarde un viernes de 1993, al cierre de edición de un periódico en el que trabajaba, estaba tratando de terminar un reportaje sobre Clinton cuando una maquetadora se acercó y con gran sigilo me dijo “creo te puedo dar lo que necesitas”. De inmediato me levanté y corrí hasta el departamento de diseño. Ahí con el más absoluto misterio advirtió “si los jefes nos pillan estamos despedidos”, mientras me contaba que era su primera vez y que se trataba tan solo de una excepción, “hasta el momento solo lo ha probado el director”.

Dicho esto y en medio del mayor misterio nos sentamos frente al ordenador, digitó una clave y el primitivo módem comenzó a emitir unos extraños ruidos. “Nos estamos conectando” y se puso a explicarme lo que estábamos haciendo: “Vía teléfono vamos a acceder a los archivos de la biblioteca del Congreso de Estados Unidos para buscar la imagen que necesitamos”. Aquello me dejó atónito y empecé a preocuparme que estuviéramos haciendo algo ilegal, me parecía cosa de espías andar cotilleando por los archivos de instituciones sin ninguna autorización. Por fin, cuando yo ya empezaba a sudar a chorros del agobio que tenía apareció en pantalla un magnífico infográfico de la trayectoria política de Bill Clinton, justo lo que necesitaba. “Lo dejo descargando, mañana lo tendremos”, me dijo con aire triunfal al despedirse.

Llegué a casa perplejo. Con incredulidad mis padres escucharon mi historia con todo lujo de detalles y de cómo en cuestión de minutos habíamos “entrado” al Congreso de EE.UU. “Eso suena a delito, ¡mucho cuidado!” sentenció mi hermana la juez mientras cenábamos y me hacía prometerle que no volvería hacerlo nunca más.

Así fue mi primera experiencia con Internet.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...