Como bizqueo un poco del ojo derecho –sobre todo cuando estoy cansado o nervioso–, hace ya muchos años me inventé un truco para disimularlo: guiñar el ojo. Una solución ideal y divertida si uno se pasara toda la vida en un bar, porque las camareras te invitan a una ronda, ligas mogollón aunque no lo quieras – “Perdona, he visto que querías coquetear conmigo porque me guiñabas el ojo. ¿Qué plan tienes para esta noche?”–, los amigos ríen tus bromas y te devuelven el guiño por aquello de crear una atmósfera de complicidad, el pinchadiscos te complace con grandes éxitos de los 80 porque le has guiñado el ojo en plan colegueo. En fin, la alegría de la huerta.
Sin embargo, la cosa cambia en otras circunstancias, por ejemplo en una entrevista de trabajo. En la última que tuve, mientras explicaba con detalle y profusión mis funciones como editor web en mi empresa anterior, al decir con orgullo que también le hacía otros trabajitos a los jefes –para dejar claro que era un empleado más que entregado a la causa– guiñé el ojo. De inmediato las dos entrevistadoras intercambiaron miradas, sonrieron maliciosamente y dieron por concluida la entrevista recordándome que su organización se regía por un estricto código ético. Fue ahí donde me percaté del malentendido, pero ya era demasiado tarde: por más que les expliqué que por otros trabajitos me refería a cosas como maquetación de documentos, presentaciones en Powerpoint, análisis estadísticos y una largo etcétera, fue inútil. “Ya lo llamaremos”.
Han pasado seis meses y sigo esperando la llamada
jueves, 10 de noviembre de 2011
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