viernes, 19 de julio de 2024

Remedio casero

La salud de cualquier enfermo en la famila mejoraba radicalmente en cuanto mi abuela atrevesaba la puerta de la casa. No tenía coche, y a veces ni suficiente plata para coger taxi, pero ella se las ingeniaba para visitar al que estaba fastidiado por una gripe, mal del estómago o lo que fuera –“engatusaba” alguno de mis tíos para que la trajera o a un vecino que precisamente estaba sacando el carro mientras mi abuela se hacía la que esperaba el bus.

En mi caso, aparte de no tener que ir a clases lo bueno de estar en cama la más que probable visita de abuela. El protocolo siempre era el mismo: llegaba, te ponía la mano en la frente y decía “Este muchacho está hirviendo en calentura, pobrecito” y se iba a rebuscar en el botiquín qué había y al rato volvía con una pastilla deshecha en un vaso agua –para que no me maltrara la garganta-, café recién hecho y un bollo de pan con mantequilla. 

Se quedaba un rato en la habitación haciéndote mimos mientras conversaba con mi madre o simplemente viendo alguno de sus programas preferidos por la tele como “El Show de Cristina”. Después de un rato y sin pedir permiso, tomaba posesión de la cocina y la escuchabas trajinear, picando cebollas, lavando patatas, cocinando unas alitas de pollo porque estaba más que demostrado que el remedio infalible contra cualquier mal era una buena sopa, que siempre “anima y reconforta” como solía decir.  Cuando la veías estaba sentada frente a tí con el plato de sopa y sin preguntar si uno podía coger la cuchara, ella empezaba a dártela. “¿Se siente mejor papito? ¡Va a ver cómo mañana amanece mejor!” y entre cucharada y cucharada uno francamente se sentía mejor con esa sobredosis de cariño abuelil. 

Antes de despedirse, te pasaba por la espalda el ungüento que hubiese en la casa, se ocupaba de tensar bien las sábanas, de cobijarte y de estamparte el beso de las buenas noches. Entonces uno caía en un dulce, profundo y reparador sueño…al día siguiente no había rastro de la gripe, ni de ninguna enfermedad. 

La abuela me había curado. 


jueves, 11 de julio de 2024

Un lujo de vida

 

A mi viejo todo le parecía maravilloso. Desde tomarse una cerveza hasta montarse en su carrito blanco para hacer unos recados era un prodigio. Con lo mínimo se ponía contento y con hechos pequeños, simples, se creaba grandes expectivas. Si compraba lotería te pasaba diciendo, “¿Se imagina si me pego el mayor? Le compro una apartamento en Madrid para que se deje de preocupaciones?”, si tenía de por medio una entrevista de trabajo, “¿Se imagina que le salga ese trabajo y lo nombren de Director?”,  “¿Se imagina que me suban el salario y pueda estrenar carrito en diciembre?” Perpetuamente esperando lo mejor, ese golpe de suerte que cambiaría, para bien, nuestras vidas y siempre agradecido, imposible quedarle mal, para desilucionar a mi viejo mucho tenías que trabajarlo. Papá, solo me alcanzó para estos jabones y ese jersey como regalo, “Qué esa maravilla de fragancia y qué bonito ese suéter, no tenía uno de ese color”, Viejo, estoy de bajón porque trabajando en una constructora grabando presupuestos para el AVE, nada de periodismo, “¿Estás trabajando para una empresa que desarrolla el tren de Alta Velocidad?¡Ay que orgullo más grande, se lo voy a contar a todo el mundo!” 

En uno de sus viajes a Madrid vino solo con 300 dólares para tres semanas (poco dinero pero lo estiramos hasta más no poder). Una de esas noches en la que nos nos alcanzaba para nada, lo llevé a cenar a un chino barato de menú de toda la vida que en los noventa solían tener camareros uniformados, manteles y servilletas de tela. Mi viejo no salía del asombro por estar en un sitio tan "fino": “¡Qué es esta elegancia! ¡Qué lujo! ¡Hasta nos pusieron una botella de vino entera! ¿Nos van a invitar a un chupito? ¿Pero que es esto?”. Para mi viejo aquella cena en un sitio cotidiano al que yo iba a menudo sin percartarme de los detalles, fue todo un acontecimiento que lo hizo tremendamente feliz…

Cuando pienso en todo eso siempre llego a la conclusión que debería empezar a ver la vida con los ojos de mi viejo, quizá estaría menos agobiado y disfrutaría más de los momentos cotidianos, me sabría a gloria tomarme una cerveza después de un día de trabajo, me haría toda ilusión del mundo encontrarme a un excompañero de trabajo, sería más sabio y estaría absolutamente convencido que cuando menos lo piense, algo muy bueno, pero muy bueno, me pasaría.

martes, 9 de julio de 2024

Ximena

La primera vez que la vi estaba atareada en el escenario de una Escuela en la que nuestro grupo de teatro iba a hacer una presentación. Le pregunté a una amiga quien era esa señora de pelo largo y me resumió en cuatro palabras: “La mamá de las chilenas”. Así fue conocí a Ximena, yendo y viendo en cada obra. Siempre dispuesta a echar una mano en lo que hiciera falta: si había que ponerse a repasar el texto con uno de los actores lo hacía, si tenía que ponerse a remendar algún traje lo hacía, si tenía que pintar un cartel lo hacía.

Poco a poco doña Ximena fue convirtiéndose en pieza fundamental del grupo y en amiga personal de cada uno, estaba claro que ella no quería ser conocida tan solo como la madre de alguien, además con su estilo cercano era fácil que te arrancara alguna confesión o que ella te contara algún detalle de su vida porque necesitaba desahogarse y aunque tuvieras veinte años de diferencia de edad,  ella te consideraba tu amigo y la persona más sensata del mundo a la que pedir consejo y todo lo demás sobraba.

Y si se trataba de ayudar, no pedía permiso. Una vez que coincidimos durante una visita a Costa Rica me miró de arriba abajo con picardía: “Oiga usted, tan buen mozo y amoroso que es, ¿Cómo no tiene pareja?” más que una pregunta aquello era una declaración de intenciones porque ella ya sabía muy bien a quien me iba a presentar. Cinco minutos después via Facebook me estaba poniendo en contacto con el “gran amor” de mi vida -"hacen muy buena pareja"- y aunque la cita fue todo un fracaso desde el punto de vista romántico, ella quedó más que satisfecha porque "por lo menos" me invitaron a un vino y se lo anotó como todo éxito y "amenazó" con seguir presentándome gente.

Hace un tiempo que Ximena se fue, pero se las ingenió para  entrar ese club VIP de gente que ya no está en este mundo pero que cuando piensas en ellas te alegras, sientes un subidón de energía y ganas de comerte el mundo porque te sientes agradecido y bendecido por haber compartido parte del viaje de esta vida con ellos, y sueltas un de verdad de verdad, qué afortunado he sido.

martes, 25 de junio de 2024

Un ratico de gloria

 Como ya era tradicional, una semana antes de regresar a Madrid mi vieja se había empezado a poner nostálgica sobre todo cuando me veía haciendo el equipaje, se paraba en la puerta de la habitación, suspiraba y alguna lágrima se le escapaba mientras decía en voz alta “mejor me pongo a cocinar”. Mi viejo disimulaba un poco más, se ponía ayudarme y a revisar que no dejara nada en el armario o en la mesa de noche, una y otra vez me preguntaba si llevaba todo conmigo: “¿El pasaporte?¿La plata?¿Dónde echó los documentos?” y de vez en cuando se quedaba callado, cabizbajo, según mi madre era su forma de llorar (según ella mi padre lloraba en seco, sin lágrimas). Eran días en los que nos prodigábamos más en besos y abrazos, por las noches antes de dormir mi vieja y yo no sentábamos abrazados a la orilla de la cama para decirnos lo mucho que nos queríamos y que todo iba a estar bien porque nos teníamos.


Ese día como de costumbre mi madre se coló en el aeropuerto –en mi pueblo solo los viajeros pueden ingresar a las instalaciones-, siempre lo hacía: cogía mi maleta de mano, toda campante daba las buenas tardes al policía y entraba del brazo conmigo hasta los mostradores, como si fuesemos a viajar juntos: “¿Se imagina qué maravilla? ¿Que me fuera con usted a Madrid?”. Era su forma de “rascar” un poco más de tiempo conmigo. Al llegar al mostrador la chica con aire de gravedad nos anunció que el vuelo había sido cancelado por mal tiempo y que no saldría hasta el día siguiente a las 11 de la mañana que diculpáramos la molestia. Mi vieja estalló en júbilo como si se hubiese ganado la lotería, dándole las gracias efusivamente al personal y respondiendo por mí, que no necesitaba hotel, ni voucher de comida…”yo me lo llevo, no necesita nada de eso” mientras iniciábamos triunfales el camino de regreso a la salida del aeropuerto frente a las caras sombrías del resto de pasajeros que tenían que retrasar su partida.

Aprovechando que la tarde soleada y lo felices que estábamos acabamos tomando café en un restaurante típico en mitad del campo que a mi me gustaba mucho y que en ese viaje no había tenido tiempo de visitar mientras mi viejo veía el reloj y decía contento: “Huy que pereza a esta hora estaría depegando el avión y nosotros todos tristes regresando a la casa en cambio estamos aquí tomando cafecito y tortilla de queso”.  Curiosamente esa vez mi regreso a España fue menos triste, esas 24 horas de más que la vida nos regaló, ese ratico de gloria fue un bálsamo cuyos efectos, ahora que mis viejos no están, sigo sintiendo. Si me siento triste, cierro los ojos y pienso en ese y otros días, en los que fuimos, como decía Mario Benedetti, inadvertidamente felices. 

lunes, 6 de mayo de 2024

El club de los cinco

Por aquella época después de cenar mi madre y yo solíamos hacer un poco de sobremesa, a veces charlando y otra vez mirando lo que echaran en la tele sin pensar en nada como esa vez en la que pusieron “El Club de los cinco”. Desde hace mucho quería ver esa película, había pospuesto infinidad de veces las idas al cine hasta que por fin, ese día ponían en la tele. Comencé a verla seguro que mi vieja en cualquier momento se iba a levantar, era una temática que desde mi perspectiva resultaba ajena a una señora de más de cincuenta años, más preocupada por su jubilación que por los problemas de un grupo de adolescentes.

Pese a mis expectativas ese momento nunca llegó, desde el primer momento mi madre parecía hechizada por la historia incluso mucho más que yo, cada cierto tiempo la volvía a mirar con incredulidad en plan “¿Qué le ha pasado a ésta?” pero ella ni rechistaba. Por fin en cuanto aparecieron los créditos finales y la mítica canción “Don´t you forget about me” mi vieja se levantó de la mesa triunfal y satisfecha diciendo que aquello había sido un peliculón y “qué pobrecitos los jóvenes lo mucho que sufríamos por la incomprensión de los adultos” mientras me estampaba un beso.

La anécdota quedó guardada en algún rincón de mi memoria hasta el año pasado en que me “tropecé” en Youtube con los créditos finales de la película y su banda sonora y volví a vivir esa noche de finales de los ochenta en mi casa de Costa Rica, un momento mítico entre mi vieja y yo. 

Y comencé llorar mientras escuchaba ese “Don´t you forget about me…”


viernes, 3 de mayo de 2024

Lugares felices

Solíamos pararnos a mitad de camino a casa justo en esa frutería. Durante los meses que duró mi rehabilitación cardíaca siempre repetíamos el mismo ritual: mi viejo aparcaba el coche para comprar algo de fruta para “aguantar” hasta el almuerzo. Era tan solo una ventana pero estaba cargada de mangos maduros rojiamarillos , doradas piñas, jugosas sandías, naranjas que parecían sacadas de un libro de cuento y toda la fruta tropical que uno soñara. A pesar de lo surtido siempre comprábamos lo mismo: mi padre un trozo de piña y yo otro de sandía. Era uno de “nuestros” momentos del día, sentados en el coche, en pleno meses de verano, mientras saboréamos la fruta,  aprovechábamos para conversar un ratico, siempre acabábamos charlando sobre el mismo tema: lo maravilloso que sería vivir en la hilera de casas que estaban en frente de la frutería, casas sencillas pero abrigadas por árboles con un coqueto parquecito en medio:

“Yo me saco la lotería y lo primero que hago es comprarme una casita ahí. Se imagina que bonito? Tu monchita (mi madre) y yo sentados en un banco de ese parque, tardeando, viendo pasar gente”.

Siempre le daba la razón y me imaginaba a mis padres paseando de la mano por esa vereda llena de árboles y flores, haciendo recuento de sus días.

La lotería nunca llegó y mi rehabilitación pasó antes de lo pensado pero la frutería y esas casitas de ensueño siguen ahí, dormidas a la orilla de la carretera como mudos testigos de un tiempo cercano que parece hoy muy lejano en el que, por unos meses, fue uno de los lugares felices un padre y de su hijo. 


miércoles, 10 de abril de 2024

Los Munster

El primer hipster de Costa Rica fue mi padre.

Mucho antes que se pusiera de moda ir en bicleta a todo lado, llevar cazadora a cuadros y botas amarillas Cartepillar mi viejo andaba por el mundo vestido así, yendo y viniendo en bicicleta, no por moda, sino porque como en esa época no teníamos coche era la forma más rápida y barata de moverse. La culpa de todo la tuvo la temporada que vivió en Estados Unidos, se fue a probar suerte intentando todo tipo de trabajo pero pudo más la nostalgia por mi vieja y por nosotros, sus hijos, que la necesidad de hacer dinero. 

Se regresó y se trajo con él ese “look obrero”. Por aquella época cada vez que aparecía mi padre en mi cole alguien me decía, que me portara bien porque habían visto por el pasillo al señor con los “zapatotes” de Herman Munster. Mi mejor amiga en ese entonces, Magaly,  aseguraba que caminaban igual, que eran “idénticos”, y que si mi papá era Herman Munster yo no era otro más que Eddie Munster y eso explicaba muchas cosas de mi. No parábamos de reírnos mientras mi viejo en la inopia absoluta, aparecía en el aula.

Con los años he llegado a la conclusión que además de los “zapatotes” mi viejo compartía con el célebre personaje su ternura y ese optimismo a prueba viento y marea para esperar siempre lo mejor de la vida y de todo el mundo.



¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...