martes, 30 de enero de 2024

Alivio

 Harto estaba que medio mundo me dijera que me había vuelto obsesivo, paranoico e hipocondriaco porque  tras la angioplastia no paraba de sentirme mal con molestias constantes que me impedían llevar una vida normal. Por fin tras un grave incidente que tuve en la calle y tras revisarme, el cardiólogo accedió a darme la orden de internamiento pero recomendando una revisión en psiquiatría (me imagino que para descartar que mis molestias eran producto de mi imaginación aunque las pruebas dejaban entrever un funcionamiento anormal del corazón).

Ya ingresado, una psiquiatra muy seria me atendió y me prescribió una ristra de medicamentos y me marcó día para la próxima cita con lo cual mi conclusión era que sí, que estaba perdiendo los papeles y que mis próximas vacaciones serían en cualquier asilo. Llegó el día de la segunda intervención, el intervencionista de turno –que me había hecho la primera operación- malhumorado porque era un sábado 20 de diciembre por la tarde, y a esa hora debería estar con un whisky en la mano, no paró de regañarme e indirectamente de decir que por culpa de mi “locura” y de mis males imaginarios psicosomáticos estaba poniendo en peligro su prestigio profesional.

Durante un buen rato no paró de sermonearme hasta que inició el procedimiento y tras deslizar el cateter hasta dar con una pared de la vena y provocarme una descarga por "accidente" puso gesto de preocupación y guardó silencio absoluto al tiempo que empezó a dar instrucciones a sus compañeros…para mi alegría “algo” había y serio, a juzgar por el semblante de la gente del quirófano. Es decir que en ese momento me estaba curando de mi locura y la confirmación me la dio mi cardiólogo al día siguiente: el primer procedimiento me lo habían hecho mal tanto que los stents me estaban bloqueando la circulación de la sangre por el corazón, es decir que  en cualquier momento cantaba viajera. Nunca hubo nadie más contento ni más aliviado que yo, no me estaba volviendo loco de atar es que estaba a punto de morir, que alegría más grande.

lunes, 8 de enero de 2024

Realismo político

Por aquel tiempo la autonomía universitaria se defendía a capa y espada  y esa era el lema cuando unos compañeros de Ciencias Políticas me pusieron como flamante candidato a la presidencia de la asociación de estudiantes. Todo iba viento en popa hasta que el otro partido empezó a hacer una campaña con grandes despliegues: mientras nosotros hacíamos todo a mano, escribiendo pancartas con rotuladores, haciendo guirnaldas de papel caseras –una tarde entera tuve a mi vieja recortando y pegando insignias- el otro grupo mandaba a imprimir todo  con una calidad de papel de primera clase, haciendo un despliegue de medios nunca visto. 

A mi no me importaba, la verdad no quería ganar las elecciones porque estudiando dos carreras y trabajando no tenía tiempo de nada pero mi jefe de campaña estaba alarmado, “mae, hay que conseguir plata de dónde sea, no podemos ser los limpios de la facultad, estamos dándo lástima”. Un día al final de clase me convocó a una reunión por la zona más oscura de la Universidad, por el centro de recreación, y me pidió que no fuera acompañado. 

Al llegar había una camioneta con los vidrios polarizados estacionada, y  mi jefe de campaña estaba en la puerta esperándome. Cuando me monté casi me voy de espaldas al encontrarme sentados esperándome a dos asistentes de profesores estrechamente vinculados a los dos grandes -y eternamente enfrentados- partidos políticos nacionales de ese entonces. Los dos “enemigos acérrimos” que se odiaban a muerte, me pusieron en medio, me saludaron rápidamente y cada uno me dió un sobre con dinero mientras me deseaban suerte bajo promesa de no decir nada.

Cinco minutos después estaba fuera reclamándole a mi jefe de campaña por no haberme avisado antes – probablemente habría salido corriendo a coger el bus de la U y así desentenderme de todo – y porque como como nunca he sabido mentir problemente me pondría rojo como un tomate si me preguntaban por las fuentes de financiación en el debate. Mi amigo dio por cerrado cualquier reclamo: “Agradezca porque ya tenemos plata y porque acaba de recibir una lección pagada de realismo político: cuando algo les interesa a los políticos se ponen de acuerdo, lo demás es pura vara”. 

jueves, 14 de diciembre de 2023

Mundo cruel

 

Aquel día Abarca estaba triste. Íbamos camino a una excursión escolar pero no paraba de lamentarse que “Mami” -como él le decía a mi madre- no hubiese podido venir. Mi compañero de escuela tiempo atrás la había “adoptado” con mi permiso, como no tenía Mamá –en realidad tenía pero se había ido a vivir a Estados Unidos desde que me amigo tenía ocho años, y eso le hacía sufrir mucho- un día me preguntó sino me importaba “compartir” a mi vieja con él, y a mí me pareció lo más normal del mundo -obvio tenía a la mejor mamá del universo-, además me hacía sentir orgulloso de tener una madre tan buena onda que todos mis amigos y los de mis hermanas adoraban.

En la excursión del año anterior mi madre había venido con nosotros y Abarca había estado loco de contento, en el autobús se había sentado al lado de ella y no paraba de decirme lo linda que era y lo dichoso que era yo por tenerla. Aquel viaje había resultado inolvidable porque habíamos hecho pic nic con mi vieja en pleno campo, y nos habíamos divertido correteando y comiendo como nunca por los alrededores, de vuelta me había mandado al asiento trasero mientras él todo campante se sentaba al lado de mi madre.

Ahora las cosas habían cambiado radicalmente. Mi familia estaba viviendo una crisis, nos habíamos mudado a un barrio lejos de todos mis amigos de infancia y mi vieja había tenía que comenzar a trabajar de urgencia tras perder mi padre su trabajo por lo que mis ánimos no andaban muy allá además, para más inri, como en casa todo el mundo andaba ocupado en sus asuntos me había tocado hacerme mis propios sandwiches que distaban a un millón de años de los que mi madre había llevado el año anterior.

Nada más bajar del autobús mis compañeros se pusieron a jugar futbol mientras las madres montaban el “Campamento Base” en uno de los ranchos. Como ni yo ni Abarca éramos futboleros nos fuimos a caminar por el parque mientras, como de costumbre arreglábamos el mundo con tan mala suerte que a mitad del camino comenzó a llover torrencialmente por lo que nos nos quedó más remedio que volver corriendo a dónde estaba todo el grupo.

Al llegar, empapados hasta las orejas,  nos encontramos a la maestra, la niña Miriam y a todo el séquito de padres y niños cómodamente sentados a la orilla de la parrilla, calientitos, comiéndose sus respectivos gallos de carne asada y de picadillo de papa acompañados de un humeante café. Al parecer ni la maestra, ni los padres ni ninguno de nuestros compañeros se había percatado de nuestra ausencia y ni siquiera se habían enterado que los dos estábamos allí parados bajo la lluvia contemplado la entrañable escena. 

A como pudimos corrimos  a aguarecernos debajo del alerón de los baños. Sentados en el suelo, comiéndonos lo sandwiches mojados Abarca no paraba de lamentarse: “Si Mami hubiera estado aquí otro gallo nos hubiera cantado, ahí estaríamos sentaditos, calienticos, comiendo rico…qué tristeza”. Yo solo asentí con un movimiento de cabeza mientras se me escapaba alguna lágrima: por primera vez descubría que la vida podía ser muy cruel. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

Fiesta de la Alegría

Las emociones se desataban a partir del momento que la maestra anunciaba el día de la Fiesta de Alegría, un evento con un nombre más que redudante -a no ser que en el mundo existiera algo como la “Fiesta de la Tristeza”- que anunciaba el fin del curso lectivo y el inicio de las vacaciones de verano. 

Ese día, generalmente en la última semana de noviembre, era el más esperado del año. No es que uno odiara la escuela pero la sola idea de estar durante todo el estío sin abrir la horripilancia de libro “Hagamos matemáticas en Costa Rica”  al menos a mí me llenaba de un júbilo indescriptible. Las tardes se volvían más soleadas y la alegría parecía envolverlo todo, del rostro de la maestra desaparecía el gesto adusto, nos regañaba menos y hasta Perera, que era el compañero más insoportable de la Escuela, se volvía simpático. 

Por fin llegaba el día soñado en que aparte de no recibir clases, podíamos asistir con ropa de calle. A nuestra llegada nos espera primorosamente colocado un platito con una manzana, cinco uvas –todo un lujo que no pocas veces era el origen de trifulcas cuando alguien le robaba una uva a otro- , un trozo de queque seco, un cajita de helados Dos Pinos –siempre con algo mejor- y una bolsita con golosinas, eso era solo el principio porque al final nos esperaba el eterno arroz con pollo, frijoles molidos y patatas, el menú típico oficial de cualquier festividad en Costa Rica.

Mi fiesta preferida fue la tercero de curso porque la maestra Cecilia, de la que todos en la Escuela –papás incluidos- estábamos enamorados. Desde agosto dedicó las últimas dos horas de clase a que preparáramos un fiestón a lo grande con función de títeres,  concursos y rifas. Para colmo de mi felicidad mi vieja, por primera vez decidió participar en la organización con lo cual la mayoría de cosas fueron a medida mía: en los regalos estuvieron ausentes las bolas de fútbol, camisetas de equipo y a todos por igual nos recetaron lo que yo había escogido: un triciclo a escala, en el que cabía mi Big Jim,  y un “Turista Disneylandia”.

Tras cantar aquello de “Llegó la vacación, el tiempo de gozar…bailemos y cantemos…” nos despedíamos con una extraña sensación de alegría y nostalgia porque finalizaba un ciclo y con toda seguridad habrían cambios en el curso lectivo, a lo mejor a Perera y a Villalta los cambiaban de sección (bueno, eso habría sido motivo de júbilo) cambiaban a Abarca, mi mejor amigo -lo que habría sido una tragedia porque éramos inseparables- o quitaban a la beldad de la maestra Cecilia, lo que efectivamente pasó al año siguiente y nos amargó el inicio del curso lectivo de 1976. 

martes, 21 de noviembre de 2023

Desganada

Aquel 31 de diciembre, desde buena mañana doña Lines nos había ido advirtiendo a sus hijos y a mí de que no esperáramos mucho de la cena de fin de año, que no se encontraba “muy allá, un poco desganada…es el frío que me pone así”, pero que “algo” haría. Y dicho esto, tras haber terminado de comer algunas de las delicias que preparaba –no he conocido a nadie que cocine mejor–, mientras nosotros nos echábamos la siesta vespertina después de habernos pegado el atracón, a las cuatro de la tarde volvió a los fogones para preparar “lo que fuera, cualquier cosa”, para la cena de la noche. 

Nosotros fuimos al pueblo y volvimos horas después y nos encontramos a doña Lines atareada en la cocina: para estar “desganada” tenía más energía que un equipo de fútbol, se movía entre verduras y cacharros como si le fuera la vida en ello, como si de su cuchara dependiera la salvación de la humanidad.

A las nueve en punto, cinco horas después de haber empezado a cocinar, nos avisó de que podíamos poner la mesa: “Hala, chicos, pues ya está. A cenar”. Yo, aunque sabía de sobra lo gran cocinera que era, como a mediodía nos había dicho que no estaba muy bien me esperaba un filete y unas patatas, pero no fue así, durante toda la cena estuvo sacando platos: verduras, carnes, pescado, legumbres…, todo impecablemente preparado.

Cuando sacó el cuarto plato todos nos miramos y empezamos a reírnos. Doña Lines la “desganada” nos había preparado una cena digna de marajás. “Y todavía quedan algunas cosas, así que no os llenéis mucho”.Por fin, tras ocho platos anunció el postre, diciendo que no le había dado tiempo más que para preparar peras al vino, pero que teníamos turrones, mazapanes y algunos dulces que le habían sobrado de Nochebuena…en cantidades suficientes para alimentar a un regimento.

Este fin de semana doña Lines se nos fue y no he parado de pensar en esa Nochevieja –quizá una de las mejores que he pasado, no había tenido un buen año, estaba lejos de la familia y era ese calor de hogar que necesitaba– y en tantas ocasiones que me cuidó a pesar de que yo solo era el compañero de piso de su hijo, en cada viaje a su pueblo regresaba a Madrid con unas libras de más y al abrir la mochila siempre me encontraba con mis calcetines zurcidos, con los dobladillos del pantalón bien hechos, con la ropa planchada (con toda seriedad me regañaba si salía a la calle con las camisas arrugadas)…

Sí, como una madre. 


miércoles, 20 de septiembre de 2023

Cenicientas

A partir de los cincuenta años todos deberíamos tener presente que todos somos Cenicienta a las 11:45pm y que la fiesta terminará a las doce en punto. Estamos en los últimos quince minutos del baile y nos toca decidir qué hacemos: si bailamos sin parar el rato que nos queda, si bebemos a borbotones el champán y besamos a quien queramos o si nos quedamos en un rincón quejándonos de lo mal que la orquesta toca, de lo insípida que estaba la comida y del mal rollo que tienen algunos en el salón. 

Tik tak tik tak…el reloj suena y nos avisa que dentro de nada las luces se van a apagar y reinará el silencio eterno.

A los veinte estamos recién llegados al baile, tenemos tiempo de sobra para quejarnos, para no saborear la comida, para no dejarse llevar por la música porque apenas son las cinco de la tarde, el salón está casi vacío y podemos darnos el lujo de esperar. Tenemos tiempo de sobra para no hacer caso de las miradas furtivas, para negar el beso, para no probar los manjares que nos ofrecen, para desperdiciar el vino…total que quedan horas de baile por delante habrá tiempo de sobra para hacer todo lo que queramos.

A los cincuenta, cincuenta y cinco o sesenta, tiempo es lo que nos falta, es algo que se nos escapa como arena entre las manos. Las oportunidades se van reduciendo y las “últimas veces” se van multiplicando porque el tiempo corre de prisa y habrá gente que no volvamos a ver nunca más en la vida, abrazos que nunca daremos, caricias que nunca sentiremos, vinos que nunca probaremos…éste vals que está tocando la orquesta probablemente sea nuestro último vals . 

Quince minutos nos quedan…

lunes, 4 de septiembre de 2023

Fotografías

Durante todos los años que fuimos abuelo y nieto, nuestro nexo de unión siempre fueron las fotografías. Tras fundirse conmigo en un abrazo y decirme lo contento que estaba con mi visita –se emocionaba mucho cuando me veía- mi abuelo Mario me mandaba a sacar del armario una caja en la que guardaba decenas de fotografías de momentos familiares cuidadosamente fechadas en la parte de atrás.

“Mirá ahí está su papá, cuando cumplió 12 años le regalamos una cámara y lo llevamos a estrenarla al volcán, estaba feliz de la vida…a que no sabe quien es ésta señora? Su bisabuela Carlota, ahí estamos vistandola con Luis de meses...mirá esta foto, fue la vez que me disfracé de duende y su abuela de hada…que tiempos aquellos!!!”Con cada fotografía mi abuelo sonría con nostalgia, se quedaba pensativo como tratando de evocar en su memoria cada pequeño detalle para contármelo todo de ese viaje, ese cumpleaños, ese día cotidiano en el que había pillado a mis tíos jugando con su perro.

Pocas veces nos sentamos a conversar sin que mediara una fotografía. Era nuestra manera de estar estar juntos, me hacía feliz verlo tan contento y esas tremendas ganas de ponerme al día con el pasado, como si me hubiese escogido heredero de sus recuerdos. 

La caja de fotos  terminó en casa. Cuando voy de visita la abro de vez en cuando, urgo en ella como si fuera la memoria de mi abuelo. De muchas fotografías sé la historia completa, de otras la desconozco por completo, supongo que esos señores que me miran tan serios que me “saludan” desde el pasado eran familia mía y que están ahí para recordarme que soy parte de algo más. Repaso la fotos, las veo con cariño y sí, a mis casi sesenta hecho mucho de menos esas tardes con mi abuelo Mario.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...