lunes, 14 de agosto de 2023

Barbie y Ken

Ser el único chico del barrio que tenía un Ken me trajo una inusitada fama  entre las niñas que no paraban de invitarme a jugar con ellas,  y el escarnio de los energúmenos  mini machos alfas del barrio para los para divertirse solo existían la mejenga (fútbol), bicicleta o pasear por el barrio haciendo gamberradas fuera de eso cualquier pasatiempo que uno tuviera, como leer y jugar con el Lego, se consideraba sospechoso, poco de hombres.

La verdad yo lo que quería era una figura de acción como el Madelman o Big Jim pero como en Costa Rica la moda de figuras de acción llegó con bastante retraso no me quedó más remedio que, con un dinero que mi abuela me había dado, comprarme al marido de la Barbie, no tenía manos articuladas y era bastante soso pero me servía para jugar de misiones con una figura de el indio Jerónimo y su caballo que me tía de Estados Unidos me había enviado.

A falta de referentes y de cultura general en el barrio se corrió la voz que yo jugaba con Barbies. Lo que nadie sabía era que nuestros juegos eran auténticos culebrones en los que Ken tenía amantes, hijos con todas y Barbie no era tampoco una santa paloma, por supuesto cuando la célebre pareja jugaba al médico o se besaban nosotros teníamos que hacer lo mismo,  eso nunca lo imaginaron los chicos del barrio que en más de una ocasión aparte de hacer burla llegaron a tirarme piedras. 

Así mientras la pandilla de muchos chicos pasaba el verano en pleitos callejeros, llenos de golpes y a años luz de ser besados por cualquier niña, yo pasaba el tiempo fresquito, a la sombra dejándome querer por las chicas –todas querían ser novias mías- y consentir por las madres con meriendas especiales... como todo un mini playboy, un latin lover en potencia.  

 

 

jueves, 3 de agosto de 2023

Crecer

Crecer me sentó fatal, me vino mal pegar el estirón a los doce años porque de la noche a la mañana tuve que amoldarme a una dimensión desconocida, a ser un niño atrapado en el cuerpo de un adolescente. A los doce años yo solo quería pasar las tardes de verano correteando libre por el barrio, jugando a policías y ladrones, al escondido, al frío-caliente o pasar la tarde con mis aviones o con las naves de Star Wars que de un amigo mío y con el Landspeeder que yo me había comprado a pagos junto con una figurita de Luke Skywalker.

De sopetón todo eso se terminó porque, entre otras cosas, mis amiguitos de barrio por esa época tenían ocho y diez años y mi “estirón” nos había separado abruptamente. Los primeros en hacérmelo notar fueron los obreros de construcción que abundaban en aquella época en la el barrio que vivía un verdadero boom de la construcción. Yo pasaba raudo y feliz corriendo con mis amigos y de pronto escuchaba chiflidos, insultos y comentarios absurdos de albañiles y carpinteros, el proletariado suele ser cruel no, cruelísimo como bien lo descubrió toda la aristocracia rusa allá por 1917. 

Así que obligado por las circunstancias poco a poco comencé a alejarme de mis amigos, si venían a buscarme siempre daba una excusa: que estaba castigado, que me dolía una muela o que tenía que esperar alguna de mis hermanas porque habían salido sin llaves. Cerraba la puerta muerto de rabia porque la tarde estaba preciosa como para jugar quedó o simplemente andar caminando por el barrio contando chistes. Llegó el día en que el timbre no sonó más y yo me convertí en un adolescente taciturno porque no estaba para nada convencido de estar entrando en el mundo de los adultos a la fuerza, contra mi voluntad…y es precisamente como me siento ahora cuando me acerco peligrosamente a los sesenta años.

martes, 25 de julio de 2023

Dulce Caos

En casa reinaba el cariño pero también el orden y la disciplina, los horarios se cumplían a raja tabla: se levantaba a las 7am, o antes - los fines de semana un poco más tarde- se almorzaba al mediodía en punto, justo cuando ponían El Ave María en Radio Reloj, la siesta de una a dos, el café merienda a las tres, la cena a las siete…a las nueve teníamos que estar con las oraciones hechas y en cama, leyendo o contando ovejas. No había mucho margen para la improvisación salvo en los feriados cuando ese protocolo familiar se relajaba un poco.

La antípodas era la casa de mi abuela en la que regía un dulce caos, la única solución en un hogar en el que, en ese entonces, vivían cuatro hijos varones veinteañeros solteros que se pasaban el tiempo entrando y saliendo a deshoras, nunca se sabía a ciencia cierta cuando iban aparecer así que la hora de las comidas dependía básicamente del hambre que tuviera ella o los nietos que la estuvieran visitando. Cualquier día de entresemana a las diez de la noche mi abuela con toda la tranquilidad del mundo se ponía a lavar ropa o acomodar la casa,  las once de la noche podían llegar mis tías abuelas con un bollo de pan recién hecho a tomar café y a repasar las anécdotas familiares…a las doce hacía su entrada triunfal alguno de mis tíos tras una noche de fiesta y con tacos para todo el mundo para contentar a mi abuela.

Como si aquello no fuera el paraíso, te tocaba dormir al lado de ella. Para alguien tan miedoso como yo, que odiaba dormir solo, aquello era el paraíso porque mi abuela era el único ser en el espacio sideral capaz de ahuyentar a los marcianos cabezones que tanto me “martirizaban” por la noche o a la niña de El Exorcista que casi siempre me “visitaba” justo cuando estaba a punto de conciliar el sueño. Si de algo estaba seguro era que ningún alienígena o ser del averno se atrevería a molestarme al lado de ella. Entonces en ese momento, tras apagar las luces, mi abuela en lugar de contar cuentos de hadas se ponía hablar de historias de la familia, de la vida de antaño, de cuando ella era una niña o de cómo mis tíos vinieron en el mundo…lentamente ibas cerrando los ojos sientiéndote el chiquillo más afortunado y feliz por tener a mi abuela al lado y ser parte de ese dulce caos.  


martes, 23 de mayo de 2023

De momento

 

Una de las profesoras de hebreo que tuve en Israel -una señora ultraortodoxa absolutamente maravillosa- nos prohibió terminatemente decir que “No hablábamos hebreo” sin agregar un “de momento”. Decía que si no lo hacíamos daba la impresión que nos habíamos rendido, que estábamos convencidos que por más que estudiáramos JAMÁS en la vida hablaríamos el idioma y si de algo estaba seguda ella era que con un poco de paciencia tarde o temprano hablaríamos hebreo.

A menudo he pensado que eso podría aplicarse a muchos aspectos de nuestra vida. Detrás de ese “De momento” hay una puerta la esperanza, una invitación al optimismo y a la absoluta certeza que nuestra vida va a mejor. De momento no tengo dinero (pero sé que el dinero viene y va), de momento me siento triste (pero volveré a sonreír pronto), de momento estoy enfermo (pero sé que con paciencia voy a mejorar), de momento no tengo a nadie en mi vida (pero sé que el amor tarde o temprano vendrá), de momento no tengo trabajo (pero sé que muy pronto lo tendré). De momento llueve (pero sé que el sol saldrá y volverán los días felices).

jueves, 18 de mayo de 2023

Duendes

Poco importaba lo largo del viaje si sabía que al final estarían ellos esperándome. La emoción comenzaba justo a mitad del vuelo, entre el cansancio y soponcio que siempre producen en mí los vuelos trasatlánticos me imaginaba lo que estarían haciendo mis viejos durante la mañana, probablemente mi madre se habría levantado a primera hora para poner en orden la casa -siempre decía que había que engalanarla porque con mi visita se iniciaban los días por los que ellos suspiraban todo el año-, se habría puesto a cocinar temprano y luego a acicalarse para que yo no la viera tan “viejilla” como solía decir. Mi viejo, por su parte, se habría levantado a primera hora para hacer la compra apenas abrieran los negocios, como de costumbre habría incluido una botellita de vino para brindar para cuando yo llegaba, y estaría unas dos horas antes de lo previsto listo para salir. Habrían almorzado tempranísimo para echarse una breve siesta y luego ilusionados salir rumbo al aeropuerto con alguna de mis hermanas. Pensar en eso me hacía sonreír y sentirme el hombre más afortunado del mundo.

Tras aterrizar el avión lo único que quería era correr a sus brazos para fundirme en un abrazo, no prestaba atención a nada tan solo aceleraba el paso para pasar por el control de pasaporte, recoger mi equipo y vivir el día más feliz del año. Entonces salía buscando entre la multitud, que se suele agolpar a la salida del aeropuerto, a mis padres…ahí estaban siempre,al final del camino, como duendes traviesos esperandome con una sonrisa para darme el mejor abrazo del mundo. Tras la magia de ese momento mi vieja cogía la maleta de mano, siempre lo hacía daba igual lo que le dijera, mientras mi padre se adelantaba para encontrar el coche preguntándome de paso por todos mis amigos de Madrid, los mencionaba uno a uno -los quería muchísimo porque solía decir que me cuidaban y eso lo tranquilizaba- para luego enrumbarnos a casa como la familia más feliz del mundo.

Dice una  canción que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas” y que gran verdad. Mis viejos se fueron, mis llegadas al país ya no son lo que eran porque ellos no están y ya nadie quiere –y con bastante razón- “comerse”  la absoluta locura de tráfico que hay en horas punta en la capital pero me queda la dulzura de una época, de cuando –como decía Mario Benedetti- inadvertidamente fuimos felices. 


martes, 25 de abril de 2023

La hora mágica

 Había algo de magia en la hora del café en casa de mis padres. Todo comenzaba cuando mi viejo, en plan de broma, tocaba una campana para anunciar que el café estaba servido y la casa se inundaba con ese aroma que te recuerda a tu niñez, a las largas vacaciones escolares cuando el verano se resumía a jugar y a estar a tiempo en casa para la merienda que te sabía a gloria mientras ponían por la tele los Picapiedra. Quizá movido por ese recuerdo en cada visita a Costa Rica por nada del mundo me perdía la hora del café, a cuantos me invitaban para hacer planes por la tarde siempre respondía con un “después de las cuatro”, que era cuando ya dabámos por finiquitadas las historias que compartíamos en la cocina mientras “cafeteábamos” y escuchábamos un programa de radio de unos abuelos jubilados que hablaban de todo lo habido y por haber y que se fueron muriendo de a poquitos hasta que que no quedó ninguno y el programa terminó. En esas tardes de café deseaba tener el poder de congelar el tiempo, de atrapar esa magia para que nos quedarámos para siempre riendo y contando anécdotas, sintiendo que son esos pequeños instantes cotidianos que hacen que la vida valga la pena vivirla.

jueves, 30 de marzo de 2023

Historia de un amor

Las grandes historias de amor suelen ser tan cotidianas e imperceptibles que a veces los mismos protagonistas las viven sin darse cuenta de lo que han construido con el paso del tiempo, de lo que han logrado a base de persistencia y de apostar contra viento y marea por el otro. Una de esas monumentales historia fue la de mis viejos: ninguno de los dos se dio cuenta de lo que vivieron a lo largo de sesenta años, del camino de luces y sombras que transitaron y del que me siento agradecido por haber vivido en primera línea al punto que a estas alturas de mi vida creo sin lugar a dudas que el AMOR EXISTE y que es capaz de transformar vidas. 

Los ví treinteañeros, cómplices, intentando educar tres hijos de la mejor manera, viviendo el trajín de lo que era ser jóvenes padres sin opacar lo que sentían el uno por el otro. Los vi darse besos furtivos, abrazarse mientras corrían para que llegáramos temprano a la Escuela. Los vi ya cuarentones en plena crisis matrimonial, mi padre entre lágrimas pidiéndole perdón a mi vieja y ella dolida, sin saber cómo reaccionar en un inicio para meses después decirnos “que qué le iba hacer, que lo amaba profundamente y que no podía dejarlo cuando él más la necesitaba”. 

Durante algún tiempo los vi distantes pero juntos, mirándose sin mirarse, queriéndose sin querer, sintener idea de cómo reconstruir su relación pero convencidos que juntos sumaban y podían enfrentar los embates de la vida. Los vi casi con cincuenta años un día como por arte de magia volver a abrazarse, a caminar con las manos entrelazadas y no dudar nunca más. Los vi ya jubilados inseparables, viviendo el día a día a cuatro manos como decía Bendetti, vivir el prodigio de llegar juntos a viejos y decirse a menudo lo mucho que se amaban.

La vi a ella cuidarlo con cariño a él durante sus últimos meses de su vida, aguantar malas noches y decirle siempre antes de domir que cerrara sus ojos, que ella siempre iba a estar a su lado y que mañana sería otro día. La ví a ella llorar desconsolada tras su muerte decir que no era justo que su gran amor se olvidara de ella en el más allá y que “sentía celos de la eternidad porqué él estaba ahí”.  La ví irse poco tiempo después tras él, de puntillas, sin hacer mucho ruido, posiblemente aliviada de poder seguir en la eternidad amándose por siempre. 


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...