martes, 23 de mayo de 2023

De momento

 

Una de las profesoras de hebreo que tuve en Israel -una señora ultraortodoxa absolutamente maravillosa- nos prohibió terminatemente decir que “No hablábamos hebreo” sin agregar un “de momento”. Decía que si no lo hacíamos daba la impresión que nos habíamos rendido, que estábamos convencidos que por más que estudiáramos JAMÁS en la vida hablaríamos el idioma y si de algo estaba seguda ella era que con un poco de paciencia tarde o temprano hablaríamos hebreo.

A menudo he pensado que eso podría aplicarse a muchos aspectos de nuestra vida. Detrás de ese “De momento” hay una puerta la esperanza, una invitación al optimismo y a la absoluta certeza que nuestra vida va a mejor. De momento no tengo dinero (pero sé que el dinero viene y va), de momento me siento triste (pero volveré a sonreír pronto), de momento estoy enfermo (pero sé que con paciencia voy a mejorar), de momento no tengo a nadie en mi vida (pero sé que el amor tarde o temprano vendrá), de momento no tengo trabajo (pero sé que muy pronto lo tendré). De momento llueve (pero sé que el sol saldrá y volverán los días felices).

jueves, 18 de mayo de 2023

Duendes

Poco importaba lo largo del viaje si sabía que al final estarían ellos esperándome. La emoción comenzaba justo a mitad del vuelo, entre el cansancio y soponcio que siempre producen en mí los vuelos trasatlánticos me imaginaba lo que estarían haciendo mis viejos durante la mañana, probablemente mi madre se habría levantado a primera hora para poner en orden la casa -siempre decía que había que engalanarla porque con mi visita se iniciaban los días por los que ellos suspiraban todo el año-, se habría puesto a cocinar temprano y luego a acicalarse para que yo no la viera tan “viejilla” como solía decir. Mi viejo, por su parte, se habría levantado a primera hora para hacer la compra apenas abrieran los negocios, como de costumbre habría incluido una botellita de vino para brindar para cuando yo llegaba, y estaría unas dos horas antes de lo previsto listo para salir. Habrían almorzado tempranísimo para echarse una breve siesta y luego ilusionados salir rumbo al aeropuerto con alguna de mis hermanas. Pensar en eso me hacía sonreír y sentirme el hombre más afortunado del mundo.

Tras aterrizar el avión lo único que quería era correr a sus brazos para fundirme en un abrazo, no prestaba atención a nada tan solo aceleraba el paso para pasar por el control de pasaporte, recoger mi equipo y vivir el día más feliz del año. Entonces salía buscando entre la multitud, que se suele agolpar a la salida del aeropuerto, a mis padres…ahí estaban siempre,al final del camino, como duendes traviesos esperandome con una sonrisa para darme el mejor abrazo del mundo. Tras la magia de ese momento mi vieja cogía la maleta de mano, siempre lo hacía daba igual lo que le dijera, mientras mi padre se adelantaba para encontrar el coche preguntándome de paso por todos mis amigos de Madrid, los mencionaba uno a uno -los quería muchísimo porque solía decir que me cuidaban y eso lo tranquilizaba- para luego enrumbarnos a casa como la familia más feliz del mundo.

Dice una  canción que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas” y que gran verdad. Mis viejos se fueron, mis llegadas al país ya no son lo que eran porque ellos no están y ya nadie quiere –y con bastante razón- “comerse”  la absoluta locura de tráfico que hay en horas punta en la capital pero me queda la dulzura de una época, de cuando –como decía Mario Benedetti- inadvertidamente fuimos felices. 


martes, 25 de abril de 2023

La hora mágica

 Había algo de magia en la hora del café en casa de mis padres. Todo comenzaba cuando mi viejo, en plan de broma, tocaba una campana para anunciar que el café estaba servido y la casa se inundaba con ese aroma que te recuerda a tu niñez, a las largas vacaciones escolares cuando el verano se resumía a jugar y a estar a tiempo en casa para la merienda que te sabía a gloria mientras ponían por la tele los Picapiedra. Quizá movido por ese recuerdo en cada visita a Costa Rica por nada del mundo me perdía la hora del café, a cuantos me invitaban para hacer planes por la tarde siempre respondía con un “después de las cuatro”, que era cuando ya dabámos por finiquitadas las historias que compartíamos en la cocina mientras “cafeteábamos” y escuchábamos un programa de radio de unos abuelos jubilados que hablaban de todo lo habido y por haber y que se fueron muriendo de a poquitos hasta que que no quedó ninguno y el programa terminó. En esas tardes de café deseaba tener el poder de congelar el tiempo, de atrapar esa magia para que nos quedarámos para siempre riendo y contando anécdotas, sintiendo que son esos pequeños instantes cotidianos que hacen que la vida valga la pena vivirla.

jueves, 30 de marzo de 2023

Historia de un amor

Las grandes historias de amor suelen ser tan cotidianas e imperceptibles que a veces los mismos protagonistas las viven sin darse cuenta de lo que han construido con el paso del tiempo, de lo que han logrado a base de persistencia y de apostar contra viento y marea por el otro. Una de esas monumentales historia fue la de mis viejos: ninguno de los dos se dio cuenta de lo que vivieron a lo largo de sesenta años, del camino de luces y sombras que transitaron y del que me siento agradecido por haber vivido en primera línea al punto que a estas alturas de mi vida creo sin lugar a dudas que el AMOR EXISTE y que es capaz de transformar vidas. 

Los ví treinteañeros, cómplices, intentando educar tres hijos de la mejor manera, viviendo el trajín de lo que era ser jóvenes padres sin opacar lo que sentían el uno por el otro. Los vi darse besos furtivos, abrazarse mientras corrían para que llegáramos temprano a la Escuela. Los vi ya cuarentones en plena crisis matrimonial, mi padre entre lágrimas pidiéndole perdón a mi vieja y ella dolida, sin saber cómo reaccionar en un inicio para meses después decirnos “que qué le iba hacer, que lo amaba profundamente y que no podía dejarlo cuando él más la necesitaba”. 

Durante algún tiempo los vi distantes pero juntos, mirándose sin mirarse, queriéndose sin querer, sintener idea de cómo reconstruir su relación pero convencidos que juntos sumaban y podían enfrentar los embates de la vida. Los vi casi con cincuenta años un día como por arte de magia volver a abrazarse, a caminar con las manos entrelazadas y no dudar nunca más. Los vi ya jubilados inseparables, viviendo el día a día a cuatro manos como decía Bendetti, vivir el prodigio de llegar juntos a viejos y decirse a menudo lo mucho que se amaban.

La vi a ella cuidarlo con cariño a él durante sus últimos meses de su vida, aguantar malas noches y decirle siempre antes de domir que cerrara sus ojos, que ella siempre iba a estar a su lado y que mañana sería otro día. La ví a ella llorar desconsolada tras su muerte decir que no era justo que su gran amor se olvidara de ella en el más allá y que “sentía celos de la eternidad porqué él estaba ahí”.  La ví irse poco tiempo después tras él, de puntillas, sin hacer mucho ruido, posiblemente aliviada de poder seguir en la eternidad amándose por siempre. 


viernes, 10 de marzo de 2023

Caballero de Gracia

Durante muchos años de mi juventud los viernes se iba a los Conciertos de la Orquesta Sinfónica al Teatro Nacional o al Melico Salazar. Comencé yendo solo. Como no tenía suficiente dinero al principio pagaba la parte más alta del “gallinero”, el punto de menor visibilidad y en el que solo se alcanzaba a ver las cabecitas de los músicos de la orquesta aún así, disfrutaba en grande. Durante un tiempo fue así hasta que descubrí que durante el primer descanso, mucha gente aprovechaba para bajar y colarse en los palcos y en el patio de butacas, a vista y paciencia de los acomodadores que se hacían la vista gorda y no decían nada salvo la vez que por error acabé en el palco presidencial junto a otros chicos, nos bajaron ipso facto.

Mantuve esa práctica durante meses hasta el día que estando en el foyer del teatro, diez minutos antes de la función aparecieron varios músicos regalando entradas para butacas; la escena se repetía viernes tras viernes, para un veinteañero sin dinero y amante de la música clásica aquello era la visión del paraíso,  no significa otra cosa que se podía disfrutar de los conciertos, gratis y en primera fila, como si uno fuera rico y famoso. Ya para entonces, casi siempre se me sumaba una amiga que se acostumbró al protocolo que seguían la mayoria de estudiantes de la Escuela de Artes Musicales (a la que yo no pertenecía pero con mis idas y venidas al Teatro me había incorporado como figurante o algo así) : había que aguantar en la puerta, hasta el último minuto, haciéndose el desentendido, el que no quería la cosa, hasta que apareciera algún músico o un funcionario del Ministerio de Cultura con un rollo de entrada, diciéndonos: “Muchachos, esto es de parte del Ministro…”.

Mi vida cambió radicalmente cuando empecé a trabajar como periodista, con solo levantar el teléfono podía conseguir las entradas que quisiera, así que como todo un señor, un caballero de alcúrnea,  me convertí en se ese tipo que siempre había querido ser, en esos que iban al patio de butacas, que de vez en cuando repartía las entradas que le sobraban y que al final de cada concierto, se iba a tomar una cerveza (o dos, que el sueldo de aprendiz tampoco alacanzaba para más) al Cuartel de la Boca del Monte, donde por aquel entonces confluían la mitad de músicos de la orquesta, los asistentes al concierto y todo el ambiente bohemio de la capital. 

Sí señor, ya era parte del jet set cultural de San José. 


miércoles, 1 de febrero de 2023

Militancia

A principios de 1977 mi vieja y sus amigas de la “Asociación de Damas de Barrio Córdoba” decidieron terminar con su pasividad de amas de casa y pasar a la militancia política activa apoyando un pre-candidato a la Presidencia de la República en la Convención interna de su Partido, famoso no por sus propuestas o ideología sino por su porte de actor de Hollywood. Por aquella época la sonrisa de Rodrigo Carazo Odio arrancaba suspiros y provocaba desmayos entre las mujeres de Costa Rica no solo por su apariencia sino por su fama de ser el esposo y padre perfecto, era justo lo que necesitaba el país.

Así mi madre y sus amigas irrumpieron como guerreras en la tranquilidad de nuestro burgués barrio, tocando puerta por puerta para pedir el apoyo a ese macho (rubio) tan “divino”.  A mi tocó recorrer parte del vecindario acompañando a mi vieja, mientras ella hablaba con impecable dicción y anotaba los votos que había casa por casa yo repartía pegatinas y banderas con una sonrisa de oreja a oreja. 

El día de la convención la casa era un hervidero de gente entrando y  saliendo mientras en la cocina mi madre dirigía el operativo: mis hermanas y sus amigas se encargaba de preparar los sandwich y yo y algunos de mis vecinos nos ocupábamos de meterlos en una bolsita junto a una servilleta y un panfleto que decía Carazo Presidente 1978-1982.

Mi viejo, aunque no era muy simpatizante del pre-candidato, no se salvó porque mi madre lo apuntó sin preguntarle en el área de transportes, con una microbús como la que teníamos en ese momento habría sido muy mal visto no ponerla al servicio de tan buena causa.

Para alegría de mi vieja, de sus amigas y de muchas mujeres costarricenses, el macho no sólo ganó la convención sino que un año más tarde se convertiría en el flamante nuevo Presidente de la República.   

Poco le duró la alegría a mi madre porque tan solo un mes después de la convención mi padre perdió el trabajo y surgieron una serie de problemas familiares que le cambiaron la para siempre.

lunes, 23 de enero de 2023

Guapo

 

El año pasado estaba en un bar de Madrid esperando a un amigo cuando de pronto entró un grupo de gente “oficialmente guapa” como suelo llamar a esa tipo de personas que son consideradas bonitas aquí y en Plutón, esos seres humanos cuyo Instagram es un desfile de viajes y grandes momentos rodeados de burbujas de champán. “¡Qué nivel de gente y qué ganas de tener la mitad de glamur de ellos!” pensé cuando se situaron justo en el centro del bar bajo las tentas miradas de cuantos estábamos ahí.  Desde mi mesa por unos instantes estuve atento al movimiento del grupo y luego seguí sumido en mis pensamientos ojeando de vez en cuando el whatsapp por si mi colega se dignaba a escribir.

De repente vi que los guapos hablaban entre ellos mirando a mi mesa y uno de ellos se acercó con el móvil en mano, como para pedirme que les tomara una foto. Sin dejar que terminara la pregunta en cuanto me dijo “Oye,  ¿te importaría…?” le contesté que con un “claro, encantado les tomo la foto” al tiempo que me ponía de pie y me acercaba a ellos. La sorpresa mayúscula fue grande cuando me dijeron que no,  que lo que querían era hacerse una foto conmigo.

“Queremos hacernos una foto con el chico más guapo del bar. Desde que entramos todo estábamos diciendo que de dónde había salido ese chico de gafas, con esa tremenda sonrisa y ese cuerpazo de infarto”.

  Entre risas, intentando no poner la cara de flipado que la ocasión ameritaba y como si yo si fuese un futbolista  famoso acostumbrado a sacarse selfies con extraños, me sumé al grupo posando como un gran influencer, bromeando con todos.

Tras ese momento surrealista  me regresé a la mesa a punto de estallar en una carcajada, contento de haber vivido la anécdota y pensando en lo rara que era la vida. Esa gente no quería absolutamente nada de mí, solo un recuerdo…un recuerdo con el chico guapo del bar. 

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...