martes, 25 de abril de 2023

La hora mágica

 Había algo de magia en la hora del café en casa de mis padres. Todo comenzaba cuando mi viejo, en plan de broma, tocaba una campana para anunciar que el café estaba servido y la casa se inundaba con ese aroma que te recuerda a tu niñez, a las largas vacaciones escolares cuando el verano se resumía a jugar y a estar a tiempo en casa para la merienda que te sabía a gloria mientras ponían por la tele los Picapiedra. Quizá movido por ese recuerdo en cada visita a Costa Rica por nada del mundo me perdía la hora del café, a cuantos me invitaban para hacer planes por la tarde siempre respondía con un “después de las cuatro”, que era cuando ya dabámos por finiquitadas las historias que compartíamos en la cocina mientras “cafeteábamos” y escuchábamos un programa de radio de unos abuelos jubilados que hablaban de todo lo habido y por haber y que se fueron muriendo de a poquitos hasta que que no quedó ninguno y el programa terminó. En esas tardes de café deseaba tener el poder de congelar el tiempo, de atrapar esa magia para que nos quedarámos para siempre riendo y contando anécdotas, sintiendo que son esos pequeños instantes cotidianos que hacen que la vida valga la pena vivirla.

jueves, 30 de marzo de 2023

Historia de un amor

Las grandes historias de amor suelen ser tan cotidianas e imperceptibles que a veces los mismos protagonistas las viven sin darse cuenta de lo que han construido con el paso del tiempo, de lo que han logrado a base de persistencia y de apostar contra viento y marea por el otro. Una de esas monumentales historia fue la de mis viejos: ninguno de los dos se dio cuenta de lo que vivieron a lo largo de sesenta años, del camino de luces y sombras que transitaron y del que me siento agradecido por haber vivido en primera línea al punto que a estas alturas de mi vida creo sin lugar a dudas que el AMOR EXISTE y que es capaz de transformar vidas. 

Los ví treinteañeros, cómplices, intentando educar tres hijos de la mejor manera, viviendo el trajín de lo que era ser jóvenes padres sin opacar lo que sentían el uno por el otro. Los vi darse besos furtivos, abrazarse mientras corrían para que llegáramos temprano a la Escuela. Los vi ya cuarentones en plena crisis matrimonial, mi padre entre lágrimas pidiéndole perdón a mi vieja y ella dolida, sin saber cómo reaccionar en un inicio para meses después decirnos “que qué le iba hacer, que lo amaba profundamente y que no podía dejarlo cuando él más la necesitaba”. 

Durante algún tiempo los vi distantes pero juntos, mirándose sin mirarse, queriéndose sin querer, sintener idea de cómo reconstruir su relación pero convencidos que juntos sumaban y podían enfrentar los embates de la vida. Los vi casi con cincuenta años un día como por arte de magia volver a abrazarse, a caminar con las manos entrelazadas y no dudar nunca más. Los vi ya jubilados inseparables, viviendo el día a día a cuatro manos como decía Bendetti, vivir el prodigio de llegar juntos a viejos y decirse a menudo lo mucho que se amaban.

La vi a ella cuidarlo con cariño a él durante sus últimos meses de su vida, aguantar malas noches y decirle siempre antes de domir que cerrara sus ojos, que ella siempre iba a estar a su lado y que mañana sería otro día. La ví a ella llorar desconsolada tras su muerte decir que no era justo que su gran amor se olvidara de ella en el más allá y que “sentía celos de la eternidad porqué él estaba ahí”.  La ví irse poco tiempo después tras él, de puntillas, sin hacer mucho ruido, posiblemente aliviada de poder seguir en la eternidad amándose por siempre. 


viernes, 10 de marzo de 2023

Caballero de Gracia

Durante muchos años de mi juventud los viernes se iba a los Conciertos de la Orquesta Sinfónica al Teatro Nacional o al Melico Salazar. Comencé yendo solo. Como no tenía suficiente dinero al principio pagaba la parte más alta del “gallinero”, el punto de menor visibilidad y en el que solo se alcanzaba a ver las cabecitas de los músicos de la orquesta aún así, disfrutaba en grande. Durante un tiempo fue así hasta que descubrí que durante el primer descanso, mucha gente aprovechaba para bajar y colarse en los palcos y en el patio de butacas, a vista y paciencia de los acomodadores que se hacían la vista gorda y no decían nada salvo la vez que por error acabé en el palco presidencial junto a otros chicos, nos bajaron ipso facto.

Mantuve esa práctica durante meses hasta el día que estando en el foyer del teatro, diez minutos antes de la función aparecieron varios músicos regalando entradas para butacas; la escena se repetía viernes tras viernes, para un veinteañero sin dinero y amante de la música clásica aquello era la visión del paraíso,  no significa otra cosa que se podía disfrutar de los conciertos, gratis y en primera fila, como si uno fuera rico y famoso. Ya para entonces, casi siempre se me sumaba una amiga que se acostumbró al protocolo que seguían la mayoria de estudiantes de la Escuela de Artes Musicales (a la que yo no pertenecía pero con mis idas y venidas al Teatro me había incorporado como figurante o algo así) : había que aguantar en la puerta, hasta el último minuto, haciéndose el desentendido, el que no quería la cosa, hasta que apareciera algún músico o un funcionario del Ministerio de Cultura con un rollo de entrada, diciéndonos: “Muchachos, esto es de parte del Ministro…”.

Mi vida cambió radicalmente cuando empecé a trabajar como periodista, con solo levantar el teléfono podía conseguir las entradas que quisiera, así que como todo un señor, un caballero de alcúrnea,  me convertí en se ese tipo que siempre había querido ser, en esos que iban al patio de butacas, que de vez en cuando repartía las entradas que le sobraban y que al final de cada concierto, se iba a tomar una cerveza (o dos, que el sueldo de aprendiz tampoco alacanzaba para más) al Cuartel de la Boca del Monte, donde por aquel entonces confluían la mitad de músicos de la orquesta, los asistentes al concierto y todo el ambiente bohemio de la capital. 

Sí señor, ya era parte del jet set cultural de San José. 


miércoles, 1 de febrero de 2023

Militancia

A principios de 1977 mi vieja y sus amigas de la “Asociación de Damas de Barrio Córdoba” decidieron terminar con su pasividad de amas de casa y pasar a la militancia política activa apoyando un pre-candidato a la Presidencia de la República en la Convención interna de su Partido, famoso no por sus propuestas o ideología sino por su porte de actor de Hollywood. Por aquella época la sonrisa de Rodrigo Carazo Odio arrancaba suspiros y provocaba desmayos entre las mujeres de Costa Rica no solo por su apariencia sino por su fama de ser el esposo y padre perfecto, era justo lo que necesitaba el país.

Así mi madre y sus amigas irrumpieron como guerreras en la tranquilidad de nuestro burgués barrio, tocando puerta por puerta para pedir el apoyo a ese macho (rubio) tan “divino”.  A mi tocó recorrer parte del vecindario acompañando a mi vieja, mientras ella hablaba con impecable dicción y anotaba los votos que había casa por casa yo repartía pegatinas y banderas con una sonrisa de oreja a oreja. 

El día de la convención la casa era un hervidero de gente entrando y  saliendo mientras en la cocina mi madre dirigía el operativo: mis hermanas y sus amigas se encargaba de preparar los sandwich y yo y algunos de mis vecinos nos ocupábamos de meterlos en una bolsita junto a una servilleta y un panfleto que decía Carazo Presidente 1978-1982.

Mi viejo, aunque no era muy simpatizante del pre-candidato, no se salvó porque mi madre lo apuntó sin preguntarle en el área de transportes, con una microbús como la que teníamos en ese momento habría sido muy mal visto no ponerla al servicio de tan buena causa.

Para alegría de mi vieja, de sus amigas y de muchas mujeres costarricenses, el macho no sólo ganó la convención sino que un año más tarde se convertiría en el flamante nuevo Presidente de la República.   

Poco le duró la alegría a mi madre porque tan solo un mes después de la convención mi padre perdió el trabajo y surgieron una serie de problemas familiares que le cambiaron la para siempre.

lunes, 23 de enero de 2023

Guapo

 

El año pasado estaba en un bar de Madrid esperando a un amigo cuando de pronto entró un grupo de gente “oficialmente guapa” como suelo llamar a esa tipo de personas que son consideradas bonitas aquí y en Plutón, esos seres humanos cuyo Instagram es un desfile de viajes y grandes momentos rodeados de burbujas de champán. “¡Qué nivel de gente y qué ganas de tener la mitad de glamur de ellos!” pensé cuando se situaron justo en el centro del bar bajo las tentas miradas de cuantos estábamos ahí.  Desde mi mesa por unos instantes estuve atento al movimiento del grupo y luego seguí sumido en mis pensamientos ojeando de vez en cuando el whatsapp por si mi colega se dignaba a escribir.

De repente vi que los guapos hablaban entre ellos mirando a mi mesa y uno de ellos se acercó con el móvil en mano, como para pedirme que les tomara una foto. Sin dejar que terminara la pregunta en cuanto me dijo “Oye,  ¿te importaría…?” le contesté que con un “claro, encantado les tomo la foto” al tiempo que me ponía de pie y me acercaba a ellos. La sorpresa mayúscula fue grande cuando me dijeron que no,  que lo que querían era hacerse una foto conmigo.

“Queremos hacernos una foto con el chico más guapo del bar. Desde que entramos todo estábamos diciendo que de dónde había salido ese chico de gafas, con esa tremenda sonrisa y ese cuerpazo de infarto”.

  Entre risas, intentando no poner la cara de flipado que la ocasión ameritaba y como si yo si fuese un futbolista  famoso acostumbrado a sacarse selfies con extraños, me sumé al grupo posando como un gran influencer, bromeando con todos.

Tras ese momento surrealista  me regresé a la mesa a punto de estallar en una carcajada, contento de haber vivido la anécdota y pensando en lo rara que era la vida. Esa gente no quería absolutamente nada de mí, solo un recuerdo…un recuerdo con el chico guapo del bar. 

jueves, 19 de enero de 2023

Abolengo

 

Mi primera entrevista de trabajo para un puesto de periodista a los 24 años transcurrió de forma totalmente inesperada. Puntual llegué a la cita, vestido de traje y corbata, y con mi flamante curriculum  en una carpeta, todo más que preparado para impresionar y hacer que me contrataran ipso facto

El director me saludó con toda la amabilidad del caso y nada más abrir la carpeta de mi CV empezó a reírse sin parar y a carcajadas. “Ay ya sé quien es usted, su Papá se llama Luis Guillermo, su Mamá Haydée. Para empezar le voy a decir que su Tata fue novio de mi hermana pero creo que la cambió por su mama…”. Aquel fue el peor arranque imaginado porque de repente me ponía en el bando de los “malos” y toda la argumentación que tenía preparada para centrarme en mis talentos demostrados como estudiantes de la Escuela de Ciencias de la Comunicación quedaba superada por una vivencia personal, era el clásico comento de “tierra trágame”.

Menos mal que el señor no paró de reírse, quitándole importancia a lo sucedido, en ese entonces unos treinta años antes, y siguió sumido en los recuerdos. Entre risas me dijo que conocía muy bien a mi familia paterna.  

 “No sé si usted está enterado que tanto su abuelo como sus tíos abuelos paternos allá por los años treinta eran famosos en San José por hacer diabluras,  eran super divertidos y bromistas, la gente los quería mucho sobre todo las muchachas”.

Aún un poco perplejo pero contento de que la entrevista se estuviese centrando más que en una historia de desamor en algo divertido, con el ánimo de dar por cerrado el tema familiar y centrarnos más en la materia le dije que algo había escuchado sobre el tema y que al menos mi abuelo Mario era muy divertido, que no paraba de contar chistes y que si quería, para no “robarle”más tiempo hablábamos de mi trayectoria profesional. 

Decir que me ignoró fue poco, el director del periódico siguió rememorando algunas de las ocurrencias más famosas de mis tíos abuelos sin hacer caso absoluto de mi CV. La verdad yo tenía sentimientos contradictorios, por un lado estaba disfrutando el momento pero por otro, quería que tomara en serio mis aspiraciones de ser un periodista profesional. 

Diez minutos después la secretaria interrumpió para anunciarle que tenía otra reunión. En ese momento por “culpa” de mis tíos abuelos daba por perdida la entrevista pero me equivoqué, el director se volvió hacia mí y con una sonrisa de oreja me dijo que le había encantado conocerme y que mientras estuviera él como director las puertas del periódico siempre iban a estar abiertas para mi.

“En el momento que quiera el puesto es suyo. Viniendo de la familia que usted viene el curriculum sobra, no necesito más información sé el nivel que tiene y que es prácticamente imposible que usted sea mala persona. Felicidades”.

lunes, 7 de noviembre de 2022

Tranvía

 

El otro día iba en el tranvía al lado de la puerta trasera cuando de repente empecé a ver dos adolescentes  que colgados desde la pasarela de afuera no paraban de reírse mientras otro amigo adentro los jaleaba entre aplausos y risas, celebrando la hazaña de haberse colado sin pagar un centavo y sobre todo, de haber logrado subir una de las cuestas más empinadas de la ciudad.

El señor amargado de 56 años que soy ahora estaba a punto de decirle al conductor que parara, que era un riesgo para la seguridad de los chicos y una falta de consideración para los que habíamos pagado el billete sin embargo, el alocado joven de veinte años que fui me paró en seco. Si a los quince años, viviendo en una ciudad con tranvía no se hace eso, ¿cuándo? A esa edad hay que desparramar y punto.

Recordé cómo durante mi adolescencia más de una vez me tocó viajar en la puerta de un autobús atestado de gente mientras el chofer me decía, “Maecillo agárrase duro, no se me vaya a caer porque es una torta” y mí eso me parecía lo mejor del día, un subidón total.

De pronto sentí la adrelalina de esos chicos, la sensación de libertad que los embargaba, de sentirse dueños del universo y cómo hablarían triunfales de ese día, me los imaginé llegando a sus casas, diciéndoles a sus padres, como tantas veces hice yo, que se habían portado bien ese día, que no habían hecho ninguna barbaridad, que había sido un día normal y corriente.


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...