jueves, 4 de junio de 2020

Madre en préstamo

A los siete años Douglas tenía el corazón partido.

Sus padres no solo se habían divorciado sino que además, su madre se había ido a trabajar a Estados Unidos y eso le había dolido muchísimo a mi compañero de primaria, él no decía nada porque "había que ser valiente y aguantar las ganas de llorar como un hombrecito" -como te decía hasta el cansancio medio mundo- pero se le veía tristón, en clase tenía fama de ser un amargado sobre todo cuando se acercaba alguna festividad como el día de la madre y nos ponían a hacer alguna manualidad para regalar.

-"Maestra, y si uno no tiene mamá, a quien le damos lo que vamos a hacer ¿a la chancera de la esquina?" La clase entera celebraba entre risas ese comentario dicho en plan de broma pero que ocultaba el drama en el que vivía mi pobre amigo, quien no paraba de decirme que era un "dichosote" porque tenía una madre que no solo era la mejor de la Escuela sino que además de "tan linda parecía una artista de cine".

-"Cuando quiera se la presto".
-"Y le puedo decir Mami, también?"
-"Ay, no sé....bueno, está bien pero a cambio me tiene que ayudar con todas las tareas."

Y dicho y hecho. Durante los años siguientes pasé "prestándole" mi vieja, para reuniones o actividades especiales se sobreentendía que si el padre de mi amigo no podía asistir mi progenitora nos representaba dignamente a los dos y si había alguna excursión al campo no me quedaba más remedio que sentar a mi madre en medio de los dos...eran esos días en los que Douglas no paraba de sonreír: "Ay que bonito, Mendes, vino Mami con nosotros, hoy comemos rico y nos chinean a los dos"

No me di cuenta lo que había significado mi madre en la vida de mi amigo hasta que años después cuando me enseñó su álbum de fotos de familia: en la primera página, al lado de sus abuelos, de su padre y de su hermana, en medio de la gente que quería más que nada en el mundo estaba una imagen grande de él y mi vieja el día de nuestra graduación de primaria.

viernes, 15 de mayo de 2020

El niño cool

La persona más cool que he conocido en mi vida era Hernán, mi compañero de primaria. A los 7 años tenía todo el estilo del mundo y todo en él era glamur. Para comenzar no usaba el pelo cortísimo como la mayoría de nosotros sino que media melena, era rubio como los elotes que nos comíamos en la sopa de verduras patrocinada por Alianza para el Progreso que nos daban en el comedor escolar, usaba el mismo uniforme que todos pero de marca internacional y sus zapatillas no eran Bilsa (la marca nacional y oficial de nosotros los pobres) sino Adidas, algo impensable para la mayoría de nosotros.

Como si fuera poco usaba un Rolex reluciente que todos admiraban y que a mi me tocaba cuidar en las clases de Educación Física desde la banca en la que los asmáticos nos sentábamos, era uno de los momentos en que mi compañero se lucía como nadie porque era un gran portero y consumado judoka. Para colmo tenía padres igual de cool: ella rubísima con porte de modelo y siempre cargando libros porque era universitaria, él siempre vestido con Americana y camisa abierta al estilo de John Travolta, usando zapatos blancos, que para mi mente infantil era mucho con too much, el colmo de la elegancia, algo que solo usaban en Hollywood.

 A lo largo de estos años siempre me había imaginado a Hernán rodeado de rubias espectaculares, navegando en yates, bebiendo champaña en el desayuno y living la vida loca pero no: el otro día lo googlié y no encontré nada más que una vieja sentencia de un juicio en el que lo condenaban a él y a su madre a pagar 1000 dólares por un delito de estafa. ¡Qué poco glamur para mi héroe de infancia!

domingo, 26 de abril de 2020

El primer día

Cuando tienes 15 años nada hay más importante que el primer día de colegio, sobre todo si estás yendo a uno nuevo. Nada, absolutamente nada, puede quedar al azahar, desde los zapatos que vas a estrenar hasta el peinado que vas a usar, la forma en la que vas a entrar en el edificio, cómo vas a mirar, a quien vas a saludar y quienes se van a acercar a hablar. Un fallo en cualquiera de esas variantes puede ser un error garrafal y ganarte la fama de hortera, raro, nerd y alejarte de cualquier pretensión de ser respetado. Eso bien lo sabía yo, ese día que como venía de un colegio del que había acabado más que harto porque me hacían bulling, estaba decidido a iniciar un nuevo período de mi corta vida.

 Llevaba todo de estreno como marcaba la tradición en mi casa, eso sí comprado a cómodos plazos, esta vez en la Cooperativa del Cole en la que nunca nadie compraba nada porque tenía fama de vender cosas de pésima calidad y por la que mi viejo por apuro económico optó. Los primeros quince minutos habían transcurrido con normalidad hasta que se me ocurrió subir a un muro a esperar que iniciaran el acto cívico de bienvenida y el pantalón del uniforme, comprado a cómodos plazos mensuales, se rompió de arriba a abajo en la parte trasera delante de todo el alumnado. Tras unos segundos de congoja opté por la única salida digna que uno tiene en momentos así: reír a carcajadas, las cosas no podrían haber salido peor.

 Fue así como inicié una nueva etapa de mi vida convertido sin querer en un personaje, el maecillo del pantalón roto, el "buen nota" del que había que hacerse amigo por divertido, -durante meses la gente me paraba por los pasillos para rememorar la anécdota y eso me dio una fama inusitada durante tres años-; y con una nueva amiga, Laura, que sin conocerme me prestó su jersey para que me lo pusiera en la cintura., desde ese día nos hicimos inseparables.

 Los caminos de la vida son misteriosos.

domingo, 19 de abril de 2020

Brindemos

Hoy quiero hacer un brindis por los bares.

Como siempre he sido más nocturno que diurno y soy de los que ponen mala cara cuando la gente quiere contarte algo serio y te cita en una cafetería -¿En serio? ¿Qué cosas importantes o íntimas se pueden hablar en plena luz del día?- quiero levantar mi copa por esos maravillosos rincones urbanos que resumen lo peor y lo mejor de cada ciudad.

Durante décadas los bares han sido el salón de mi casa, el lugar donde recibo amigos, donde me relajo después de un día de trabajo o donde me enjuago las lágrimas después de la derrota. Sentado en una barra me han contando grandes secretos, he hecho confesiones inimaginables, he reído sin parar y llorado horas enteras con historias que entre copa y copa me han contado. Pienso por ejemplo, en esa chica que hace un par de meses me contaba que ese domingo era muy especial porque el jueves anterior el médico le había dado de alta de un cáncer en el pecho y que estaba ahí para celebrar la vida, y que sin conocerla la abracé para desearle lo mejor del mundo.

Los mejores trabajos que he tenido en mi vida nunca los he conseguido yendo a congresos o escribiendo ponencias sino en noche de copas, porque a alguien le parecí un tipo divertido o que tenía talento para embaucar a la gente en proyectos.Fue por unos vinos que salí convertido en flamante periodista de espectáculos o jefe de prensa de una organización, posiblemente me llegan a conocer con traje y corbata disfrazado de ejecutivo y nunca me llegan a proponer nada.

Y por supuesto, he conocido gente super entrañable, personas que se suponían solo serían "conocidos" de la noche y que con el tiempo se han convertido en parte indispensable de mi historia. No podría imaginar que sería de mi vida si la noche no nos hubiese juntado, si los bares no nos hubiesen dado la oportunidad de compartir todos esos momentos. Sin lugar a dudas mi mundo es un poco mejor gracias a esas sonrisas y a esa extraña complicidad que une a los naúfragos de un mismo barco.

Por eso levanto mi copa, para que vengan tiempos mejores para todos, para que volvamos pronto a encontrarnos en la barra de un bar.
¡Salud, Lejaim!

lunes, 6 de abril de 2020

Promesa cumplida

Tenía 10 años y estaba furioso.
No solo había tenido que renunciar a mi amigos porque nos mudamos de barrio sino que además, como mi padre se había quedado en el paro mi madre había tenido que empezar a trabajar y por más horas que metiera el dinero apenas alcanzaba para comer.

No es que me preocupara mucho el tema económico pero llevaba meses deseando tener una figura de acción de "El hombre nuclear" que todos los niños de ese entonces tenían, cada vez que la pedía mis padres y tíos me echaban el mismo discurso que se resumía básicamente en que aquel año solo vería juguetes nuevos por los anuncios de TV porque la economía familiar no daba para más, eso a mi me resultaba bastante obvio por que mis viejos habían dejado de sonreír: se pasaban el día hablando de deudas, acreedores y de las posibilidades que mi viejo acabara en la cárcel.

De esa época solo tuve la palabra de mi padre de que tan pronto pasara su mala racha lo primero que haría sería comprarme ese muñeco, y un único regalo, un libro de cuentos con una dedicatoria de mi madre que decía algo como: nos habría encantado darte muchos regalos pero solo nos alcanzó para esto. Te amamos. Sobra decir que el libro se convirtió en mi favorito y la mejor medicina, si estaba triste bastaba con leer las palabras de mi vieja y alguna de las maravillosas historias que en sus páginas encerraba. En ese momento llegué a la conclusión que no necesitaba nada más.

El tiempo pasó, yo cumplí doce años y poco a poco dejé de jugar, mi padre no solo ganó el juicio sino que consiguió trabajo en una empresa de un viejo amigo suyo. Un día al regresar del colegio me encontré en la mesa una caja con El Hombre Nuclear: ahí estaba flamante, nuevo, con 700 días de retraso, reluciente sin ninguna envoltura o tarjeta pero sobraban las palabras, mi padre había cumplido su promesa.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Para vivir

Me iba a morir. Tras un infarto había tenido dos angioplastias, varias complicaciones y no terminaba de sentirme bien del todo. El panorama era bastante desalentador y poco ayudaba que mucha gente, con la mejor intención del mundo, me pasara hablando de gente que había muerto tras intervenciones como la mía y que me aconsejara vivir la vida como un "señor de ochenta años" evitando el ejercicio, lugares con música y llevando una dieta que por estricta y cara  resultaba imposible de llevar. La depresión no tardó en llegar y la única sensación que tenía era que hiciera lo que hiciera me iba a morir (para tranquilidad de los profetas de desgracias, que en épocas de crisis surgen por todo lado). Pasé meses bastante mal hasta que tomé cuatro decisiones:

1)Viviría cinco minutos a la vez y no me preocuparía por el siguiente paso (en ese momento el futuro era tan desalentador que prefería aferrarme al "mini" presente).
2)Me alejaría de los profetas de desgracias, de gente tóxica que parecía disfrutar prediciéndome futuras complicaciones.
3)No volvería a leer artículos médicos sobre cardiopatías, stents y temas conexos (poco aportaba a mi tranquilidad estar sobreinformado de todo).
4)Me centraría en mi proceso de recuperación yendo tres semanas a rehabilitación y luego proponiéndome pequeñas metas y celebrar sin las alcanzaba: caminar un día 30 minutos sin parar, volver a bailar (sí, estuve un año sin bailar), subir la cuesta más alta de Madrid sin detenerme en la mitad (el día que lo logré lloré de alegría en plena calle), ser capaz de hacer mi rutina completa del gimnasio.

Esas cuatro decisiones me sacaron de la depresión y en un abrir y cerrar de ojos -en realidad más de seis meses- volví a tener mi vida de siempre. En estos días he revivido muchas de esas sensaciones y he retomado mis cuatro decisiones de antaño. Me siento vulnerable, pequeño y en el comienzo de un largo camino, como no puedo ver el final me conformo con dar pequeños pasos e ir recogiendo las flores que por el sendero me encuentro.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Enemigos íntimos

Ni le hablaba. Como estaba seguro que le caía remal al tipo ése no perdía mi tiempo. En el trabajo lo saludaba de mala manera, con un ligero movimiento de cabeza, evitando a toda costa compartir los mismos sitios. En el fondo no podía entender cómo alguien tan "buena" persona como podía tener un enemigo tan cruel. Lo consideraba mi enemigo "number one" desde tiempos de la Facultad, no solo porque se había negado a apoyarme en unas elecciones estudiantiles sino porque además, en una fiesta había hecho un brindis por mi contrincante estando yo en frente, absolutamente imperdonable. Todo cambió abruptamente la vez que le conté mis historia a una amiga en común. Resultó que mi enemigo íntimo lleva años hablando maravillas mías y frente a los jefes, en más de una ocasión, había defendido mi trabajo, "dice que sos una de las mejores personas que ha conocido". Mi mundo se derrumbó: había desperdiciado años pensando en que tenía un archienemigo, hurdiendo planes para vengarme de él y resultaba que no, que tenía un gran amigo.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...