miércoles, 21 de julio de 2010

Parques anti-persona

Hace algunos meses un arquitecto de vanguardia se jactaba de haber diseñado en Madrid un parque revolucionario que recuperaría “espacios” para el ciudadano y ahuyentaría a los sin techo y demás pandillas urbanas que solían pasar las horas muertas en la antigua plaza. La clave, según el profesional, estaba en pocos árboles o ninguno, espacios abiertos, hormigón en vez de césped, una miniárea de juego para niños y la joya de la corona, unos bancos tan incómodos en los que nadie en su sano juicio osaría pasar la noche. Eran bancos “antipersona”. Hace más de un año que la plaza o parque se reinauguró, como por arte de magia desaparecieron los mendigos que solían pernoctar ahí y demás lumpen que el arquitecto se había propuesto eliminar con elegancia. Los abuelos, desahogados por la desaparición de escenas de miseria, siguen sin saber cómo sentarse en esas bancas a leer los periódicos, mientras que los más jóvenes han optado por sentarse en las jardineras a la sombra de los pocos árboles plantados. Los niños se pelean por los pocos columpios que hay y los que se dan por vencidos corren en medio de un maremágnum de terrazas y camareros. A fin de cuentas es lo que tienen los parques antipersona, que tanta incomodidad solo beneficia a unos cuantos, a los dueños de los bares y a los que pueden pagar para disfrutar de la sombra en un tórrido día de verano.

domingo, 18 de julio de 2010

Mi ojo derecho

A sus 43 años mi ojo derecho no se ha entrado que es un ojo. Él se siente oreja, codo, rodilla cualquier cosa menos ojo. De niño tenía la intriga más grande por saber que se sentía mirar con los dos ojos y pasaba horas tratando de imaginarme cuán grande sería el mundo visto de izquierda a derecha pero al mismo tiempo, y no por partes como solía (y suelo) hacer. De adulto esa intriga se ha convertido en una especie de alivio, supongo que al ver con los dos ojos me daría cuenta de lo mal que están las cosas y me volvería un amargado de cuidado. Así que mejor la vida con un solo ojo, además resulta práctico: en fiestas, cenas y actividades en las que hay gente que no me apetece ver, simplemente trato que siempre estén a mi derecha para no verlos en toda la noche, digamos que es mi manera de dar la espalda con elegancia. Ellos cándidos en la inopia total y yo más contento que ninguno. Otra de las ventajas, y más ahora que está de moda, es que uno se evita las películas en 3D. A la vista está –nunca mejor dicho- que el tema de la tridimensión no funciona muy bien en casos casos como el mío, de eso me percaté la primera vez que vi una película de ese tipo, hace unos 15 años. Como iba de tiburones, dinosaurios y bichos destinados a causar infartos la gente en el cine gritaba, se revolvía en sus asientos mientras yo impávido miraba tan solo una pantalla borrosa, sin lugar a dudas una película horrible. Gracias a mi ojo derecho salí “ileso” de la función.

lunes, 28 de junio de 2010

Las lágrimas de mi padre

Mi padre llorando en el regazo de mi madre. A los once años, lo que menos se me hubiera ocurrido pensar es que mi padre, ese señor de bigote setentero y barriga de cuarentón, ese señor tan serio al que todos los días veía con traje y corbata que le daban un aire ejecutivo triunfal de anuncio de la tele, pudiera llorar como un niño, pero ahí estaba, llorando en la penumbra mientras su mujer le acariciaba el pelo y le susurraba algo inaudible, pero que parecía calmarlo.

La escena me impresionó no solo por lo insólito, a los ojos de un niño, sino porque significaba un remanso de paz en los últimos meses, en los que la vida familiar parecía complicarse cada vez más. A que mis padres estaban pasando una mala racha entre ellos había que sumarle que mi padre acababa de perder su trabajo de toda la vida y las deudas familiares no paraban de acumularse, al punto que ya nos habían anunciado que tendríamos que mudarnos a un barrio más modesto. Es decir, que estaba a punto de perder a mis amigos de siempre. Estaba furioso con la humanidad, sobre todo con mi padre, porque parecía que, gracias a él, mi mundo, tal como lo conocía hasta ese entonces, estaba a punto de desaparecer.

Sin embargo, todo cambió ese día, cuando vi a mi héroe de infancia derrotado, llorando en brazos de la mujer que amaba. Mi mosqueo infantil desapareció como por arte de magia y empecé a sentirme más mayor, me parecía que por primera vez estaba comprendiendo el misterioso mundo de los adultos y eso que llamaban amor. Un hombre que era capaz de ese gesto de ternura, de reconocer sus errores, merecía ser respetado y sobre todo amado con todo el corazón y con toda el alma.

sábado, 12 de junio de 2010

Testiga de Jehová

Muy buenas, soy Pilar y soy Testiga de Jehová. Me dijo la anciana mientras me estrechaba la mano al tiempo que trataba de recuperar el aliento tras subir los cinco pisos de mi antigua casa. Eran la una de la tarde de un caluroso día de verano, es decir que a sus 70 años mi nueva amiga había hecho toda una hazaña con tal de cumplir su propósito del día. Aunque de unos años a esta parte cada vez encuentro más absurdo el proselitismo religioso y -esa manía de alguna gente de luchar para que todo el mundo crea y piense lo mismo, como si la diversidad fuera un pecado- decidí escucharla, después de todo se había ganado ese derecho.

Mientras Pilar me echaba el discurso de rigor a una velocidad supersónica, antes de que le tirara la puerta como probablemente habrían hecho otros vecinos, no podía dejar de pensar en las agallas de esa mujer y la mañana que habría tenido la pobre porque en mi edificio muchos adeptos para su misión no podía tener: en el primero vivía una familia numerosa del Opus Dei, en el tercero una congregación de monjas catoliquísimas ellas, en el cuarto unos borrachos que cuando estaban sobrios se dedicaban a vender porros y un largo etcétera que pondría los pelos de punta a cualquiera, encima como la comunidad tenía dos edificios ese día había subido y bajado cientos de escalones. Mi apartamento marcaba el final de esa jornada y estaba exhausta.

Quizá porque la atendí con una sonrisa y la “escuché” un rato mientras pensaba en todo eso, Pilar quedó encantada con la visita. Ese fue el comienzo de una amistad porque desde ese día y durante dos años, una vez por semana subía los cinco pisos para dejarme las revistas de su iglesia debajo de la puerta. Aunque las revistas eran lo más aburrido del mundo el gesto me conmovía porque las dejaba con una nota de su puño y letra, cada vez un mensaje distinto y siempre deseándome lo mejor del mundo. ¡Eso era atención personalizada!

Tiempo después recibí otra visita de Pilar esta vez para pedirme disculpas porque a partir de ese día no pensaba subir un escalón más, hijo que con estas várices una no da para más. Así que quedamos en que me seguiría dejando las famosas revistas en el buzón para evitar el incordio de subir y no privarme a mí de semejante lectura edificante. Desde entonces y durante otros tres años, puntualmente siempre me encontraba sus revistas en el buzón y, como no, con una nota personalizada.

Desde que me mudé de casa ya nadie me deja notas en mi buzón, es decir que echo en falta a Pilar. Tengo guardadas todas sus notas en mi cajón, como si fueran un tesoro, como si fuesen cartas de amor.

viernes, 28 de mayo de 2010

Cuando Flora reía

Flora, la diminuta Flora tenía la risa más grande que el mundo haya conocido. Nadie la veía entre las multitudes pero cuando soltaba esa carcajada del alma todos miraban y la vida se reía. Discreción no era lo suyo pero a ella a sus ochenta y tantos, no le importaba, si había que reírse era la primera aunque estuviese en un funeral o en una conferencia magistral, lo suyo era ser feliz en el momento a pesar de las preocupaciones y de las enfermedades.

Podía reírse de cualquier cosa, principalmente de sí misma porque tenía esa extraña y rara virtud de no tomarse demasiado en serio. Si cocinando no salía la receta que dieron por la tele o si se le enredaban las palabras, si en lugar de problemas tenía “poblemas” daba igual, si las cosas no salían como ella esperaba soltaba su carcajada y en segundos, como por arte de magia, cualquier sensación de fracaso desaparecía.

Cuando murió, hace algunos años, solo tuve una certeza: que desde ese día el mundo sería un poco más triste, sin ella, sin la risa de Flora, la diminuta Flora.

A la memoria de Flora Fernández

lunes, 24 de mayo de 2010

Vini, vidi...y me quedé

Hubo una época en la que las pelis de romanos que daban en Latinoamérica las doblaban en España. A uno lo acostumbraron a que Cristo, Julio César, Moisés, Nerón y toda esa panda hablaran a veces como andaluces, otras como madrileños o palentinos, pero siempre con el español que se hablaba aquí y que nos sonaba más elegante.
No extraña entonces que, para muchos de nosotros, resultara obvio que también así se expresaban los reyes famosos, los santos y hasta el mismísimo Dios. Con el diablo la cosa fue bien distinta, como las películas sobre este personaje eran más modernas, el doblaje ya lo hacían en México, por lo que uno desde siempre se acostumbró a que este personaje hablara como cuate (lo cual puede prestarse a diversas lecturas ideológicas).
Así no extraña que hace diez años, cuando llegué a este país, los primeros días, cuitas de inmigrante aparte, los pasara descojonado de risa. No lo podía creer: ¡había llegado a un lugar en el que hablaban como en las pelis de romanos! Daba igual dónde estuviera, tenía que hacer esfuerzos terribles para no troncharme ahí mismo cuando alguien soltaba un “vosotros”, un “¡venga!” o diferenciaba en la pronunciación la “S” de la “Z” o de la “C”. ¡Me sentía en un decorado de Cinecittá!
A los pocos días, aparte de aprender que había seres humanos que hablaban como Zeus y compañía, también descubrí que las palabras aquí podían tener significados distintos y hasta controvertidos. Por ejemplo, pasé días enteros preguntándole a la gente en el bus y en el metro “si podían correrse”, me mosqueaba porque aparte de mirarme mal, ni caso, no se movían del sitio, no se daban por aludidos (o quizá sí). Fue una remilgada colega de la Facultad quien, escandalizada al escuchar las barbaridades que andaba soltando por ahí, me explicó con todo lujo de detalles lo que significaba esa palabrita.
Para volverse loco. Encima, como aquí hay una tendencia a hablar un poco más alto que en algunos países de por allá, y con mucha más vehemencia, al principio tenía la impresión de que todo el mundo me estaba echando la bronca por algo: pedía un simple café y el camarero nervioso me soltaba un “¿COMO LO QUIERES?, ¿CORTADO?, ¿MANCHADO?, ¿SOLO?”, y yo temblando detrás del mostrador. Meses de meses estuve bebiendo y comiendo cosas que no había pedido para no cabrear a los camareros que casi nunca me entendían y cuando lo hacían, encima lo hacían mal.
Con el uso del usted era otro lío. En muchos países al otro lado del charco se suele utilizar en los mismos casos que el tú y se trata de usted a conocidos y desconocidos por igual. Aquí descubrí que ese trato podía tener algunas connotaciones muy distintas. Eso me lo dejó bien clarito otro compañero de la Universidad, al que llevaba días tratando de usted y pidiéndole las cosas por favor, cuando diplomáticamente me dijo que parecía gilipollas por tratarlo con tanta finura, como si fuera su jefe. Capté el sutil mensaje.
Suerte que en medio del trauma post llegada surgían ocasiones para celebrar, como los cumpleaños. Ahí uno podía hacer amigos y desahogarse, siempre y cuando el cumpleañero no fuera uno. Por hacer la gracia comenté en clase de que se acercaba la fecha de mi cumple, pensaba que con suerte recibiría algún regalito o por lo menos una tarjeta de felicitación. DOS semanas pasé escuchando indirectas de que tenía que invitar a cañas, yo pensando que mis colegas estaban chalados porque el que cumplía años era yo, y ellos pensando que este servidor era un vil tacaño sudaca. No fue sino hasta meses más tarde cuando alguien me explicó que aquí no era como allá, que cuando uno celebraba su cumple lo invitaban. Aquí la cosa era al revés: el que celebra algo siempre es el que invita (haberlo dicho antes, así no digo nada de mí cumple).
Aquí no era otro país, ni siquiera otro continente. Era otro planeta. ¡Quién me manda a mí venirme a vivir a un lugar del que lo desconocía prácticamente todo! Todo salvo lo que decía la Enciclopedia Salvat que había en casa, de esas que venden por fascículos. Días antes de venir a España me leí enteritas las dos páginas que dedicaba a este país… Venía todo: historia, geografía, política, ¡era una pena que la edición fuera de 1969! (claro, después se siente uno desilusionado cuando es incapaz de ubicar en el mapa Castilla La Vieja).
Han pasado quince años desde entonces. Nunca aprendí a hablar como en las pelis de romanos –tendré mal oído o algún bloqueo mental cinematográfico –, algunas costumbres me siguen pareciendo exóticas y continúo sin enterarme de muchas de las cosas que aquí suceden, pero le tomado el gustillo a este país y estoy más que encantado porque desde que tengo mi DNI. Es decir que de la noche a la mañana me he convertido en un macho ibérico de importación certificada y eso mola, aunque la gente siga preguntándome en qué hostal me hospedo y si es mi primera vez en España.

jueves, 29 de abril de 2010

Besos por teléfono

La culpa de todo la tuvo mi abuela que cuando vine a vivir a Madrid decidió que el Atlántico no se iba a interponer entre ella y su nieto y que cada vez que habláramos por teléfono me daría los mismos besos con los que me acunaba desde niño. Siempre al final de nuestra conversación había unos segundos de silencio, luego un “lo quiero mucho, pórtese bien” y finalmente ese tierno –y sonoro beso- de despedida. Por supuesto que a cambio ella esperaba otro beso a cambio y ahí estaba el problema porque como yo llamaba siempre desde el primer teléfono público que tuviera a mano estas despedidas de telenovela tenía que hacerlas en plena calle, en locales comerciales o en bares, frente a amigos o ilustres desconocidos.

Si había mucha gente alrededor trataba de hacerlo rápida y discretamente para que nadie se enterara pero ella, que nunca se conformó con poco, reclamaba de inmediato, “mi hijito, eso es un beso desganado”. Entonces para que mi abuela no pensara que España me estaba volviendo un soso de cuidado repetía la escena con más intensidad y dramatismo que antes para deleite del estimable público que había seguido en vivo y en directo otro capítulo más de mi vida de inmigrante. Algunas veces me aplaudieron, hubo ocasiones en las que señoras conmovidas me daban ánimos tras terminar la conversación y siempre mis amigos se tronchaban de risa.

Cuando ella murió eché mucho de menos aquellas despedidas. Menos mal que mi madre, mis hermanas y mis tíos siguieron con la tradición. Es decir que a mis cuarenta y tres años sigo tirando besos por teléfono en público.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...