Mi abuelo Mario adoraba la música clásica.
A cualquier hora del día era fácil encontrarlo con su radio de transitores escuchando uan estación de radio que se dedicaba exclusivamente al género. Cuando la escuchaba parecía desconectarse de este mundo y volar a otro universo. De vez en cuando movía la cabeza siguiendo el ritmo o sino con su bastón, moviéndolo lentamente al compás de cualquier sinfonía. Cuando llegaba a mi casa siempre hacía lo mismo: tomaba posesión de su butaca preferida, al lado mío, y me pedía “complacencias” – lo de la música clásica era “mal de familia” porque en casa solíamos tener bastante "hits" de siglos pasados- casi siempre: Carnaval de Camille Saint Saëns, la Novena Sinfonía de Bethoveen o la Obertura 1812 de Tchaikovsky, su preferida. Sonreía al escucharla y siempre me contaba que había sido escrita con toda la intención que los cañones que se escuchan fueran de cañones de verdad -¿se imagina qué bonito?- me miraba con dulzura mientras decía “¡Ay qué belleza! Escuche los violines…el piano”. Era curioso porque estábamos rodeados por mi abuela, mis padres, mis hermanas y mi Tia pero esos instantes musicales eran estrictamente un asunto de abuelo y nieto, un mundo en el que por unos instantes solo existíamos la música, él y yo.
jueves, 12 de diciembre de 2024
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